La guerra de Ucrania y la subida de precios de la gasolina obligan al presidente de EE.UU. a conciliar intereses contrapuestos de cara a las elecciones parlamentarias de noviembre
MARÍA ANTONIA SÁNCHEZ-VALLEJO
La guerra de Ucrania ha colocado al presidente de EE.UU., Joe Biden, ante una tesitura compleja. Cómo domeñar la subida de los precios de la energía, a base de incentivar la producción nacional y liberar millones de barriles del fondo de reservas estratégicas, sin entrar en contradicción con su objetivo de transición energética.
Cómo conciliar las demandas de los ecologistas y los intereses particulares de algunos demócratas, como el senador Joe Manchin, cuyo patrimonio está ligado a la industria del carbón y que suele oponerse a cualquier iniciativa verde de su jefe de filas. El empate en escaños en el Senado entre republicanos y demócratas, además de las inciertas elecciones de medio mandato en noviembre, no se lo van a poner fácil al presidente.
Al margen de todos sus efectos dramáticos, la invasión rusa de Ucrania podría suponer una ventaja para la industria del gas natural en EE.UU. Biden y la Comisión Europea anunciaron la semana pasada un plan para enviar anualmente 50.000 millones de metros cúbicos de gas natural licuado a la Unión Europea hasta al menos 2030, más del doble que ahora, con el objetivo de destetar a Europa de la energía rusa.
Para incentivar la producción local, los legisladores en Washington comienzan a flexibilizar regulaciones vigentes. El jueves, la Comisión Federal Reguladora de Energía, en medio de la presión del Congreso, estudió revertir su política de evaluación del impacto ambiental de los ductos existentes. El gas que llegará a la UE es producto del fracking, o técnica de fractura hidráulica para obtener gas de esquisto, una práctica muy controvertida por sus efectos en la naturaleza y la población.
¿Paso atrás de la Administración de Biden? No parece, a juzgar por la partida de 45.000 millones de dólares (casi 41.000 millones de euros) para política ambiental contenida en su propuesta de presupuestos para 2023, esa lista de los deseos que luego se encargará de jibarizar el Congreso.
El mandatario, que basó su campaña electoral en la apuesta por las energías limpias, se ve ahora entre la espada y la pared: entre la coyuntura internacional, con una inflación atizada por el precio del petróleo; la necesidad de producir más para compensar el cierre del grifo ruso y la desconfianza de una industria que se considera demonizada por el demócrata (y al que acusa, sin razón, de pretender prohibir el fracking).
La hostilidad del Congreso a sus propuestas climáticas se sustancia en los goles en propia puerta del senador Manchin, mientras los ecologistas temen un retroceso en los propósitos ambientales de Washington.
El ideario verde gana terreno en la economía y en las instituciones que la representan, además de ser un denominador común de las políticas de la Casa Blanca. La Comisión de Bolsa y Valores (el regulador bursátil de EE.UU.) propone solicitar a las compañías cotizadas información, verificada por un tercero, sobre su impacto ambiental; en concreto, la cantidad exacta de emisiones de gases de efecto invernadero que genera su actividad.
En la dirección contraria, la presión de Manchin, el demócrata más republicano de Washington, ha torpedeado la candidatura de Sarah Bloom Raskin a vicepresidenta del comité regulador bancario de la Reserva Federal. El pecado de la candidata de Biden fue sostener que los reguladores financieros deben prestar más atención a los riesgos asociados al cambio climático. Rindiéndose a la evidencia del rechazo, Bloom Raskin acabó retirándose.
CRÍTICAS A LAS EMPRESAS POR SUBIR PRECIOS
A instancias de los grupos ambientalistas, los demócratas han pasado a la ofensiva sobre el precio de la gasolina, con un mensaje crítico de tintes populistas dirigido al sector de la energía que enfrenta al partido con los republicanos y con la propia industria.
“Han tenido beneficios récord, pero ahora no pueden conformarse con eso”, clamó Biden este jueves, tras anunciar la salida al mercado de 180 millones de barriles en seis meses, a partir de mayo, para frenar la escalada de precios, una vez que el combate a la inflación se ha convertido en la batalla electoral clave de cara a noviembre. “Tienen que producir más”, dijo, y los que no lo hagan “tendrán que empezar a producir o pagar por su inactividad”.
En un sondeo de principios de marzo, el 60% de los votantes consideraba que “el aumento excesivo de los precios por parte de las compañías petroleras para ampliar sus ganancias” es la principal razón de la subida de la gasolina, hoy en un promedio nacional de 4,29 dólares por galón (3,7 litros), según una firma demoscópica demócrata.
“Aquí estamos de nuevo. Un conflicto en el extranjero eleva los precios de la gasolina y los directores ejecutivos del petróleo obtienen ganancias récord”, narra una voz en off en un anuncio televisivo de una campaña publicitaria, lanzada en marzo por una coalición de grupos ecologistas, sobre lo que consideran especulación de las compañías petroleras.
Aunque Biden se empeñara durante días en atribuir a Putin la responsabilidad única de la inflación, esta viene de lejos, de los primeros compases de la recuperación económica tras la pandemia. Así que, a la hora de echar las culpas, la Administración ha ampliado el foco para incluir a la industria, a la que pinta cómodamente instalada en la molicie de los beneficios a espuertas.
La reformulación del mensaje de la Casa Blanca ha sido notorio a partir del 8 de marzo, cuando Biden anunció la prohibición de importar petróleo ruso. “El 90% de la producción de yacimientos terrestres se realiza en terrenos que no son propiedad del Gobierno federal. Del 10% restante, terrenos federales, la industria del petróleo y gas tiene arrendadas millones de hectáreas. Disponen de 9.000 permisos para perforar ya aprobados. Podrían estar extrayendo ahora mismo”, se lamentaba Biden ese día. Una semana después, tuiteó: “Las compañías de petróleo y gas no deberían incrementar sus ganancias a expensas de los trabajadores estadounidenses”.
El recurso a los combustibles fósiles para salir del atolladero no pierde de vista el horizonte de transición energética, otro de los mantras de la presidencia de Biden. Por tercera vez en seis meses, el mandatario abrió esta semana las reservas estratégicas del país para inundar el mercado de petróleo y, a la vez, “aliviar la presión de los hogares y lograr una independencia energética duradera, que reduzca la demanda de petróleo y refuerce el objetivo de una economía de energías limpias”.
¿Logrará esa transfusión masiva abaratar los precios? “No, no lo hará. La industria petrolera planea reducir la producción para compensar el movimiento de Biden. Además, los saudíes también se niegan a aumentar la producción” en el grupo OPEP+, sostiene Jack Rasmus, profesor de Economía en el Saint Mary’s College de California.
“Los precios actuales se mantendrán entre los cuatro y seis dólares por galón. El sector planea reducir la producción para compensar” la inundación de petróleo partir de mayo, añade, recordando que no es la primera vez que Biden recurre al fondo estratégico sin lograr controlar los precios.
El índice de popularidad de Biden cayó esta semana hasta el 40%. La llave del grifo de petróleo, así como el deseado candado de la inflación, es la clave para la remontada de cara a noviembre.