MARCELLO ESTEVÃO
La guerra en Ucrania podría asestar pronto un trágico golpe a muchos de los países más pobres del mundo: muchos de los países que corren el mayor riesgo de sufrir una crisis de la deuda se enfrentan ahora también a la amenaza de una crisis alimentaria.
Según los últimos datos del Banco Mundial, los costos de la importación de alimentos son los que más aumentan en los países pobres que ya se encuentran en situación de sobreendeudamiento o tienen un alto riesgo de caer en ella.
Durante el próximo año, se espera que la cuenta de las importaciones de trigo, arroz y maíz en estos países aumente en un monto equivalente a más del 1% del PIB. Esto representa más del doble del incremento previsto para 2021-22 y, dado el tamaño relativamente pequeño de estas economías, también es el doble del aumento proyectado para las economías de ingreso mediano.
El peligro de que se superpongan la crisis alimentaria y la de la deuda es mayor para siete países en particular, los que corren un alto riesgo de sobreendeudamiento o ya están sobreendeudados Afganistán, Eritrea, Mauritania, Somalia, Sudán, Tayikistán y Yemen.
Sin embargo, varios países de ingreso mediano también están en peligro, entre ellos algunos que ya atraviesan por una crisis simultánea de deuda y alimentos.
Una crisis alimentaria es devastadora por sí misma: la crisis alimentaria de 2008, por ejemplo, impulsó un aumento de la malnutrición, en particular entre los niños. En los países pobres, llevó a las familias a vender objetos de valor para comprar alimentos.
Hizo que las familias más pobres retiraran a sus hijos de la escuela, acelerando las tasas de deserción escolar hasta un nivel del 50% entre los niños de estos hogares. Pero cuando una crisis alimentaria coincide con una crisis de deuda, los efectos se multiplican: una elevada deuda paraliza a los gobiernos locales y la asistencia internacional se convierte en la única salida.
Las economías más pobres —en particular en África— dependen especialmente de las importaciones de alimentos de Rusia y Ucrania.
Hasta 25 economías africanas, incluidas varias de las más pobres, importan al menos un tercio del trigo de esos dos países; la proporción es superior al 50% en 15 de ellas. Las posibilidades a corto plazo de encontrar fuentes alternativas dentro de África son escasas: el suministro regional es relativamente pequeño, y la capacidad de transporte y de almacenamiento es limitada en todo caso.
Además, la deuda ha sido un problema creciente para estas economías, desde mucho antes de la pandemia de COVID-19. Hacia fines de 2020, la deuda pública y con garantía pública de estas economías con acreedores extranjeros ascendía a un nivel sin precedentes de US$ 123.800 millones, lo que representa un aumento de casi el 75% en relación con 2010.
Los pagos del servicio de la deuda de estas economías constituyen actualmente casi el 10% de sus ingresos de exportación, frente a menos del 4% hace una década.
Estos países ya estaban mal preparados para la crisis provocada por la COVID-19, que llevó a muchos de ellos a una situación de sobreendeudamiento. En vista de los pagos del servicio de la deuda por miles de millones que deberán efectuar este año, relacionados con su deuda externa pública y con garantía pública, su capacidad para hacer frente a una crisis alimentaria que se avecina será casi inexistente. Necesitarán ayuda desde el exterior.
Un primer paso debería ser aumentar la ayuda de emergencia para los países en riesgo. En los próximos 15 meses, el Grupo Banco Mundial pondrá a disposición hasta US$ 30.000 millones para mejorar la seguridad alimentaria en las economías en desarrollo.
Los líderes de las naciones del Grupo de los Siete (G7), además, han prometido US$ 4.500 millones para alcanzar el mismo objetivo. Los fondos internacionales deberían destinarse a personas en peligro inmediato, ayudando a los Gobiernos a realizar transferencias monetarias específicas y eficaces en función de los costos a los hogares más vulnerables.
Estos fondos también deberían ayudar a los países en riesgo a realizar las inversiones necesarias para mejorar el acceso de los agricultores a los fertilizantes y transformar los sistemas alimentarios nacionales para que sean más productivos, eficientes y resilientes.
Más allá de ofrecer ayuda de emergencia, todos los países comparten la obligación de no empeorar la situación de los países que corren mayor riesgo de sufrir una crisis alimentaria. Sin embargo, muchos de ellos ya están repitiendo los errores de la crisis alimentaria de 2008. Para reducir los precios internos, demasiados países están imponiendo restricciones a las exportaciones de alimentos y fertilizantes.
A principios de junio, 34 países lo habían hecho, casi el mismo número que durante la crisis alimentaria de 2008-2012. Estos esfuerzos inevitablemente tienen un efecto búmeran, ya que provocan un alza en lugar de una reducción de los precios de los alimentos.
Por último, para los países con cargas insostenibles de la deuda, la reestructuración y el alivio de la deuda deberían ser una prioridad urgente. Este año, un número cada vez mayor de países de ingreso bajo tendrá dificultades para pagar el servicio de su deuda. Si se acercan a esa posición, deben solicitar asistencia bajo el Marco Común para los Tratamientos de la Deuda del Grupo de los Veinte (G20).
Hasta ahora, lo han hecho solo tres países, y la lentitud de sus avances quizás está disuadiendo a otros. El Banco Mundial y el FMI han propuesto varias opciones para acelerar el proceso e incentivar la plena participación de los acreedores privados.
Los países más pobres se enfrentan a peligros que no han tenido que experimentar en décadas. Pero pocos resultados son más devastadores para los pobres que una crisis simultánea de alimentos y deuda.
Por ello, los responsables de formular políticas de todo el mundo comparten la obligación de actuar con prontitud y determinación para prevenirla.