Más de 3.000 sitios de minería y decenas de pistas clandestinas que los satélites han identificado en la Guayana venezolana sirven a las actividades de bandas delictivas que imponen su ley casi sin oposición del Estado
MARÍA RAMÍREZ CABELLO, JOSEPH POLISZUK Y MARÍA ANTONIETA SEGOVIA
El contraste entre la realidad áspera y precaria de las principales urbes venezolanas y la exuberancia natural del territorio al sur del río Orinoco (la Guayana mítica de Walter Raleigh, José Gumilla y Alejandro de Humboldt) es enorme.
Pero algo tienen en común: durante los últimos años, el crimen organizado ha tomado el control de zonas cada vez más amplias tanto de unas como del otro; solo que, hasta ahora, la atención pública y la acción de los cuerpos de seguridad han estado más concentradas en las ciudades.
La región selvática de Venezuela ha sido objeto de algunas medidas adoptadas por los gobiernos de la autodenominada Revolución Bolivariana, ya sea con el pretexto de proteger un hábitat natural clave para la nación o de preservar para el Estado la explotación de sus recursos.
La minería está prohibida en el Estado de Amazonas desde 1989 por el decreto 269, emitido por el gobierno que presidía entonces Carlos Andrés Pérez. Pero dos décadas después, en 2009, Hugo Chávez tuvo que llegar a militarizar el Estado para expulsar a cientos de mineros.
Otra iniciativa de Chávez, la creación del llamado Arco Minero del Orinoco, fue finalmente llevada a cabo en 2016 por su sucesor, Nicolás Maduro, en un área de 112.000 kilómetros cuadrados del estado Bolívar, con la intención de promover una extracción de minerales al menos ordenada por parte de emprendimientos privados en alianza con el Estado.
El resultado, en cualquier caso, ha sido otro: guerrilla, garimpeiros y bandas delictivas que se autodenominan “sindicatos” o “sistemas” financian sus actividades con el control, prácticamente sin resistencia, de las minas, del negocio de la extorsión y del tráfico de minerales, drogas y armas. La cofradía delictiva se reparte —a veces con tensiones internas— una superficie de 418.000 kilómetros cuadrados, donde caben los territorios de Alemania, Costa Rica y Chipre sumados.
Una base de datos construida para esta investigación a partir de reportes militares y de prensa emitidos entre enero de 2018 y septiembre de 2021, permitió identificar siete grupos armados que ejercen en la zona su actividad, que se traduce en al menos 21 tipos de delitos.
En el Estado de Bolívar, por ejemplo, predominan megabandas lideradas por cabecillas conocidos por sus apodos —Toto, Fabio, Juancho, El Viejo y Run, entre otros—, que se han hecho fuertes en los municipios Roscio, El Callao y Sifontes.
En el Estado de Amazonas, la porosidad de las fronteras con Colombia y Brasil resulta un factor fundamental. Allí impera la ley del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y de las llamadas disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), grupo guerrillero desmovilizado después del proceso de paz, pero del que una facción decidió volver a las armas.
HUÉSPEDES INDESEABLES EN LA MANSIÓN VERDE
La penúltima vez que G.T. (su nombre se omite por cuestiones de seguridad), un indígena de la etnia baniva —una comunidad de poco más de mil personas distribuidas entre Venezuela y Brasil—, pisó su campamento de pesca deportiva en el municipio Río Negro, en el suroeste del Estado de Amazonas, algo había cambiado radicalmente.
La zona está a más de cinco días de navegación fluvial desde la capital del estado, en un territorio casi virgen. G.T. mantenía el puesto como un campamento de servicios y meca para pescadores, que acudían desde muy lejos para cobrar ejemplares del pavón o tucunaré (Cichla ocellaris), una especie muy apreciada como trofeo de la pesca deportiva en aguas de la Orinoquía.
Esa vez, en 2011, un grupo de hombres armados que se identificaron como miembros de las FARC, vestidos de civil, se acercó a conversar. G.T., hoy de 47 años de edad, cuenta que el trato que le dieron fue “respetuoso”, pero él y su familia decidieron no volver al campamento. A fin de cuentas, los clientes tampoco iban a regresar en esas condiciones.
Atures, Autana, Atabapo, Maroa y Río Negro conforman una hilera de municipios fronterizos del Estado de Amazonas, en Venezuela, que está frente a los departamentos de Guainía y Vichada en Colombia. Estos territorios del oriente colombiano eran baluartes tradicionales de las FARC.
Los ríos principales de la zona —Inírida, Guaviare, Vichada, Meta, Orinoco, Atabapo, Guainía y Negro—, así como sus múltiples brazos y afluentes, donde el indígena baniva solía pescar pavón, ofrecieron condiciones favorables para que la guerrilla colombiana migrara paulatinamente a Venezuela.
El debilitamiento de los liderazgos locales y la baja presencia institucional del lado venezolano hicieron otro tanto. Los corredores fluviales fueron claves, en un primer momento, para la provisión de suministros y logística que requerían las campañas guerrilleras; luego ayudaron a crear en Venezuela una suerte de aliviadero; y, finalmente, les dieron la oportunidad de apoderarse de actividades ilícitas que aportan financiamiento.
Las denuncias públicas de la presencia de las FARC en el Amazonas venezolano datan de, al menos, comienzos del siglo XXI. Pero con la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC en 2016, se produjo un vacío que el ELN —que hasta entonces no había tenido mayor presencia en Guainía y Vichada—, se apresuró a llenar.
El ELN, tradicionalmente más activo en la zona de Los Llanos, dio sus primeros pasos en el sur de Amazonas con el Frente José Daniel Pérez Carrero, según coinciden las fuentes consultadas. Más tarde, ya no las FARC sino sus disidencias se establecieron en Venezuela bajo la franquicia del Frente Acacio Medina, creado en 2012, y la dirección de Géner García Molina o Jhon 40.
Claramente, la expansión de la guerrilla colombiana en el extremo sur de Venezuela empezó por la zona más despoblada. Pero hoy se despliega por los siete municipios del Estado de Amazonas.
Se trata de una zona que prácticamente no tiene medios locales y su cobertura por parte de la prensa nacional es muy limitada. Por tanto, los reportes periodísticos procedentes de Amazonas son escasos en la base de datos. Aún así, muestran un aumento de las denuncias contra el auge de la minería, los abusos militares y la incursión de grupos armados a partir de 2016, el año de la firma del Acuerdo de Paz.
La expansión del ELN y las disidencias de las FARC no se relaciona solo con el interés en la extracción de minerales, sino también con el control de rutas para el tráfico de drogas proveniente de los departamentos colombianos Meta, Guaviare y del municipio de Cumaribo, en el Vichada, hacia territorio venezolano. Se lucran brindando servicios de seguridad o permitiendo el tránsito y presencia en la zona, de acuerdo con un informe de marzo de 2021 de la Defensoría del Pueblo de Colombia.
En enero de 2021, por ejemplo, una embarcación sumergida más de la cuenta mientras se movía por el río Inírida alertó a la Armada colombiana. Después de revisar víveres que tapaban el fondo, los militares encontraron una caleta con 600 kilos de marihuana que, presumen, tenía como destino Venezuela. En época lluviosa, aprovechan la crecida de los ríos pequeños para movilizarse y evitar los controles militares, indican los reportes de la base de datos.
Las tensiones políticas entre Caracas y Bogotá, que desembocaron en la ruptura diplomática de 2019, crearon un “escenario propicio” para el “posicionamiento táctico” de los guerrilleros colombianos en la frontera a fin de aprovechar “las condiciones geográficas y medioambientales del territorio en la explotación de economías ilegales y el uso de esta zona como refugio y retaguardia”, de acuerdo con el mismo informe.
El ELN y las disidencias buscan en el Amazonas venezolano coordinar sus acciones; entre ellas, un acercamiento a las comunidades indígenas que suele ser pacífico. Ello no ha evitado, sin embargo, que la invasión de territorios, la construcción de ciertas infraestructuras —como campamentos o pistas aéreas— y el reclutamiento forzoso les enajene la amistad de los locales y haya obligado a los aborígenes a migrar a Colombia y Brasil.
Aunque la Fuerza Armada Bolivariana de Venezuela mantiene su presencia en la zona, no hay razones para pensar que sea para expulsar o siquiera contener a las guerrillas. Por el contrario, abundan los testimonios sobre su dedicación a prácticas irregulares o ilícitas. Funcionarios militares han sido denunciados por despojar de sus pertenencias a quienes transitan a bordo de embarcaciones en aguas colombianas. A mediados de 2019, por ejemplo, siete uniformados venezolanos dispararon contra una embarcación colombiana que luego interceptaron para robar a sus tripulantes.
En el norte del Estado de Amazonas, en donde convergen las fronteras de los Estados venezolanos de Apure y Bolívar con las del departamento colombiano de Vichada, la guerrilla ha ganado el control estratégico de una importante encrucijada fluvial.
En el municipio Atures —nombre de los célebres rápidos del río Orinoco—, el ELN comparte terreno con el Frente Décimo de las disidencias de las FARC y se reparten tareas desde Puerto Carreño —ciudad que domina el cruce del Meta con el Orinoco— con otros dos grupos armados, sucesores del paramilitarismo: Los Puntilleros Libertadores del Vichada (PLV) y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).
En la vertiente venezolana de la frontera ya se presentan las represalias violentas, aunque no sean todavía comunes. Dos hechos investigados por las autoridades colombianas lo sugieren: En junio de 2019 fueron encontrados dos cadáveres de sexo masculino en Puerto Carreño. Ambos eran jóvenes venezolanos. Diez meses después, fueron encontrados los cuerpos de otros dos hombres, un colombiano y un venezolano, con un letrero adosado que decía: “Por traidores y sapos [delatores, en el castellano coloquial de Colombia y Venezuela]”. Ambos casos fueron atribuidos a las disidencias de las FARC.
MINEROS CONTRA INDÍGENAS
Al sur de Amazonas, otro invasor va a cumplir 40 años de ocupación. Son los garimpeiros, término del portugués brasileño que denomina a los mineros ilegales. Suelen venir de Brasil y operan, sobre todo, en el territorio de los pueblos yanomami, que es binacional.
Han llegado por la fiebre del oro y se establecen a sangre y fuego cada vez que es necesario. Todavía se recuerda la masacre de Haximú, una comunidad yanomami cercana a las fuentes del río Orinoco, en Venezuela: en 1993, 16 indígenas fueron asesinados de forma brutal por garimpeiros. La comunidad fue incendiada.
Y, como si nada, los garimpeiros siguieron operando allí, entre otras razones, por la laxitud de la justicia brasileña, que fue la encargada de examinar el caso teniendo en cuenta la nacionalidad de los acusados y su competencia para procesar delitos extraterritoriales: solo cinco de los 22 autores de la matanza fueron condenados.
De hecho, en la base de datos preparada para este reportaje se verifica que las denuncias de prensa y de las organizaciones indígenas siguen ubicando el grueso de la actividad actual de los garimpeiros no lejos de Haximú, sobre el curso del río Ocamo.
El corredor de entrada a Venezuela para los mineros pasa por el cerro Delgado Chalbaud, en la Sierra de Parima, a pesar de que allí se encuentra un puesto avanzado de militares venezolanos. Desde ese punto, los expedicionarios están a solo dos días de caminata, o menos, de Haximú, según relataba un comunicado que una representación yanomami envió en 2020 a Provea, la principal organización de Derechos Humanos en Venezuela: “Las autoridades les permitieron instalar unas cuatro máquinas para sacar oro y minerales (...) están en los mismos terrenos que circulaban cuando la masacre”.
Como los guerrilleros, los garimpeiros dijeron a los indígenas que querían hacer por las buenas un convenio con ellos. El temor tenía todas las de ganar, al igual que sucede con los guerrilleros. “No nos queda más remedio que estar callados porque están armados y tenemos miedo”, indicaron en el comunicado.
Pero los garimpeiros se encuentran también mucho más al norte. Es el caso del municipio Manapiare, que limita con el Estado de Bolívar. Las organizaciones indígenas Kuyunu del Alto y Medio río Ventuari, Kuyujani del río Caura y Kuyujani del Alto Orinoco, denunciaron en agosto de 2021 la presencia de 400 garimpeiros con 30 máquinas. “Los pueblos indígenas están siendo sometidos a situación de esclavitud en las comunidades más alejadas y de difícil acceso del municipio Manapiare”, denunció públicamente el Defensor del Pueblo del Estado de Amazonas, Gumersindo Castro, sin encontrar eco.
Aún así, la actividad de los mineros ilegales en el Estado de Amazonas todavía se ve modesta frente al frenesí del lado brasileño. El reconocido líder yanomami brasileño Dário Vitório Kopenawa, vicepresidente de la Asociación Hutukara Yanomami, denunció —vía telefónica— la presencia de 20.000 mineros en las tierras ancestrales del lado de Brasil.
También asegura que entre los mineros están infiltrados miembros del temible Primer Comando de la Capital (PCC), una de las organizaciones criminales más poderosas y temibles de la región, que controla el tráfico de drogas dentro del mercado nacional y hacia el internacional, así como de otros grupos armados. Como el trasvase ocurre en ambos sentidos a través de la porosa membrana fronteriza, las autoridades brasileñas comprueban que decenas de venezolanos con antecedentes penales, llegados al país en medio del flujo imparable de refugiados, se han sumado a las filas del PCC.
“Los invasores están creciendo y los empresarios están apoyando al garimpo ilegal con transporte aéreo, aviones, helicópteros, barcos”, dijo Kopenawa.
EL PLIEGO DELICTIVO DE LOS ‘SINDICATOS’
Los indígenas del oeste del Estado de Bolívar, cerca de los linderos de Amazonas, también sufren los desmanes de invasores armados. Entre ellos hay guerrilleros y también otros actores nuevos: los sindicatos.
Al menos desde mayo de 2020, en plena primera ola de la pandemia, se reportaron siete eventos que ratifican la presencia tanto de grupos armados locales como de grupos guerrilleros foráneos en el municipio Sucre del Estado de Bolívar, corazón del Parque Nacional Caura, creado por decreto del gobierno de Nicolás Maduro en marzo de 2017. El área protegida, que corresponde a las márgenes y cuenca del río Caura, abarca 7,5 millones de hectáreas.
A mediados de julio de 2020, un pelotón de 70 hombres con uniformes verde oliva tomó un campamento turístico a las orillas del río Caura. Estaban armados. Testigos de la incursión relataron que colgaron sus hamacas y permanecieron en la zona por al menos tres semanas. Se identificaron como disidencias de las FARC.
Ese mismo mes, la comunidad indígena de El Playón, en el Bajo Caura, denunció la llegada de “grupos colombianos armados” y, tres meses después, en la comunidad Las Pavas, se repitió el relato: un “grupo irregular de Colombia” llegó al territorio indígena y se instaló.
Líderes comunitarios de las etnias ye’kwana y sanemá, que viven a orillas del Caura, denunciaron al Observatorio Indígena Kapé-Kapé que estos grupos armados intimidaron a la comunidad para tomar el control de las zonas mineras. Impusieron restricciones para la movilización. Los nativos ya no podían ni pescar ni cazar libremente.
Durante cinco meses hubo relativa paz, pero en marzo de 2021 otros grupos irregulares realizaron un ataque en la mina El Kino del Bajo Caura. Una maestra y su esposo fueron asesinados. Las primeras versiones de los voceros indígenas indicaron que el grupo armado, que no se identificó, les pidió desalojar los terrenos aledaños al yacimiento ilegal. Como la respuesta fue negativa, se desató la violencia.
Apenas un mes después, otro ataque en la mina El Silencio terminó en el asesinato de cuatro personas, entre ellas el capitán indígena —jefe o cacique— de la comunidad La Felicidad, Nelson Pérez, de 30 años. Tres años antes, un predecesor en la capitanía, Misael Ramírez, fue asesinado junto a su hijo de 18 años en el mismo sitio.
La ejecución fue atribuida a un grupo armado que se alió con indígenas sanemá para tomar el área. Tanto Pérez como Ramírez eran de la etnia jivi, que con individuos ye’kwana conforman la población de La Felicidad.
Se trata de acciones de los llamados sindicatos: en realidad, pandillas o bandas de desclasados que se congregan en torno a pranes o líderes delictivos. La suma de numerosos testimonios permite afirmar que esos grupos dominaron los yacimientos en el Caura hasta julio de 2020. Pero después de esa fecha las cosas cambiaron.
La toma del campamento turístico en Las Trincheras, así como las incursiones en las comunidades de El Playón y Las Pavas, eran en realidad avanzadillas de las disidencias de las FARC, que consiguieron desalojarlos. Las cuatro minas más grandes del Caura —Yuruani, La Bullita, Fijiriña y San Pablo— están ahora en manos de las disidencias de las FARC y del ELN que, aseguran los líderes consultados, se benefician del pago en oro que deben entregar los dueños de máquinas usadas en la extracción de oro. “Garantizan la seguridad de los mineros y los que circulan en la zona y cobran una vacuna a cada dueño de máquina”, explicó un dirigente indígena.
Cuando el gobierno de Nicolás Maduro decretó la creación del Parque Nacional Caura, el objetivo era ampliar la protección del reservorio de biodiversidad y refugio de pueblos indígenas. No obstante, el parque está al costado del llamado bloque 2 del Arco Minero del Orinoco, lo que exacerba las presiones en un área ya afectada por la minería.
“Estos grupos mantienen a la población de la cuenca bajo amenazas sistemáticas y terror en toda el área. Hay una situación estructural de violencia ejercida por estos irregulares en contra de las comunidades existentes en los ríos Caura y Ventuari. Si continúa el deterioro de los derechos, se profundizarán las consecuencias negativas impulsadas por las actividades extractivas”, alertó la ONG Wataniba en el pico de la violencia.
LA LEY DE LA JUNGLA
Que los sindicatos sufrieran una derrota en la cuenca del Caura no quiere decir que se hayan extinguido. En otras zonas del Estado de Bolívar gozan de excelente salud.
Eso puede comprobarse, por ejemplo, en las calles polvorientas del pueblo de El Callao, capital del municipio homónimo. Fundado a mediados del siglo XIX a orillas del río Yuruani, es la veta de oro con más tradición en Venezuela.
En algún momento atrajo capitales extranjeros y una riada de trabajadores del Caribe angloparlante, que traían consigo todo su bagaje cultural. No en balde ha sido lugar de adaptación y desarrollo para versiones locales de la lengua patois y del calipso, así como de sabores reminiscentes de las Antillas que se reconocen en platillos como el calalú (una sopa con hojas y jamón), el domplín (una especie de pan frito) y el yinyabié (una bebida que lleva cerveza de jengibre y ginebra). En 2016, sus fiestas de Carnaval fueron reconocidas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
La violencia se ha sumado ahora a sus tradiciones.
Oriannys Yánez lo comprobó en la madrugada del 11 de noviembre, vio llegar a su bebé de un año, cubierto de sangre, a la emergencia del hospital Juan Germán Roscio en El Callao.
Minutos antes, un tiroteo había levantado a los vecinos del centro del poblado. En ese sector la madre de Oriannys vivía con el bebé, su nieto, luego de que Oriannys decidiera sacarlo del cercano sector El Perú, en las afueras de El Callao, por la violencia.
Cuando el tiroteo se silenció, la abuela abrió la puerta del cuarto donde duermen el bebé y su hermano de nueve años. Encontró al mayorcito con el bebé en brazos: “¡Se va a morir mi hermano, se va a morir!”, gritaba. Una bala perdida perforó parte de su abdomen y salió sin causar daños severos en los órganos.
No fue un incidente aislado. Desde hace más de una década, la triada integrada por los municipios Roscio, El Callao y Sifontes, al sureste del Estado de Bolívar, cerca de la frontera con Guyana, es un tramo peligroso y bajo control de grupos armados.
En 2016, 17 mineros fueron encontrados en una fosa común, luego de que familiares reportaran su desaparición, en la que se conoció como la masacre de Tumeremo. En 2018, otros siete mineros fueron asesinados y dejados a los lados de una vía polvorienta que conduce a yacimientos auríferos. En los últimos tres años han sido encontrados cuerpos desmembrados. El caso más reciente ocurrió en septiembre de 2021, cuando transeúntes de El Callao encontraron dos cabezas humanas dentro de un bolso en el centro del pueblo.
El balance de 2021 del Observatorio Venezolano de Violencia encontró que la profundización de la crisis socioeconómica en el país tuvo un efecto paradójicamente positivo: el crimen violento descendió. “Un empobrecimiento masivo, penuria y pérdida del poder adquisitivo (…) redujeron notablemente las oportunidades del crimen”. Pero, al enfocar el diagnóstico en esa zona del Estado de Bolívar, la tendencia es la opuesta. Los asesinatos y desapariciones aumentaron.
El Callao despunta con una tasa de 511 muertes violentas por cada 100.000 habitantes. Es el municipio más violento del país y registra una tasa 11 veces superior al promedio de muertes violentas de toda Venezuela.
A pesar de las cifras pavorosas de la violencia, esta no es siempre la herramienta preferida de los sindicatos, que derivan su nombre de la estructura propia de los trabajadores de la industria de la construcción, de donde muchos de sus líderes provenían al principio, así como de la cadena de mando informal que reina al interior de las cárceles venezolanas.
En los municipios de Bolívar donde actúan, los sindicatos imponen reglas claras de seguir y hasta se han vuelto benefactores a través de fundaciones. En situaciones específicas en las que la persuasión no surte efecto, recurren al atropello, el amedrentamiento y el castigo.
La llegada de estos grupos a los yacimientos auríferos a partir de 2006 fue consecuencia directa de la estrategia de militarización implementada durante la llamada “reconversión minera” del presidente Hugo Chávez, que intentaba reemplazar la minería artesanal ilícita por el Estado.
Pero esa política naufragó en septiembre de 2006 con la muerte a tiros de seis mineros a manos de militares en el sector de La Paragua, en el oeste del Estado de Bolívar. Cuatro de las víctimas mostraban disparos en la espalda. La masacre ocasionó una reacción fuerte y organizada de los mineros y un escándalo en la prensa internacional. La fuerza militar se replegó, pero los poderes fácticos alentaron la instalación de grupos armados que mantuvieran el control por la fuerza de zonas mineras estratégicas.
En un extremo de El Callao, en el sector conocido como El Perú, los vecinos coinciden en que hasta hace ocho años vivían con relativa tranquilidad. Todo cambió cuando un hombre de la comunidad, apodado Toto, se alió con otros para delinquir. Su familia se había mudado a El Callao durante una de las tantas explosiones de fiebre del oro. Empezaron con robos a mano armada y cobros extorsivos de vacunas a mineros. En 2013, sus acciones escalaron de nivel.
Hoy su grupo domina todas las minas de El Perú, una zona extensa y rica en oro. Algunos de los yacimientos bajo su autoridad son Cuatro Esquinas, La Laguna, Panamá y La 45. Viven en las montañas y bajan a las zonas mineras solo a cobrar sus diezmos: en realidad, 30% de lo producido por mineros, por molineros y por la compra de arenas auríferas procesadas por empresas formales.
Alejandro Rafael Ochoa Sequea, Toto, es uno de los diez delincuentes más buscados por la Policía Judicial en el Estado de Bolívar. Otros dos de la misma cartelera son miembros de su banda: Picoro, detenido en 2020 mientras se escondía en un búnker; y Zacarías, uno de los tantos migrantes procedentes del otrora centro de la industria pesada venezolana, Ciudad Guayana, al norte del Estado, que se han reconvertido como delincuentes en las zonas mineras.
De acuerdo a lo que se verifica en los registros de la base de datos, entre junio de 2020 y junio de 2021 los cuerpos de seguridad estatales detuvieron a 72 supuestos miembros de la banda de Toto, mataron a otros 26 y retuvieron 28 armas y más de 800 municiones de la banda, a la que también incautaron drogas, oro, uniformes militares y hasta un cuaderno con el inventario de su arsenal y la “contabilidad” de las extorsiones a mineros.
Llevar registro de sus armas debe ser fundamental para esta pandilla con pretensiones de milicia: por ejemplo, se le ha incautado un lanzacohetes AT4, de fabricación sueca, una de las armas antitanque más usadas en el mundo. En 2009, su fabricante, Saab Bofors Dynamics, pidió explicaciones al gobierno venezolano, su cliente, por la confiscación de tres armas de este tipo en poder de las FARC colombianas.
Con este arsenal, no ha habido incentivo alguno para la tregua. Con frecuencia, los delincuentes se sienten y están mejor equipados que las fuerzas de seguridad. En el balance de muertes atribuidas a la banda de Toto se incluyen el asesinato de la exconcejala Mara Valdez, del cultor Carlos Clark y de uniformados de la policía, de la inteligencia militar y de la Guardia Nacional. La violencia que emplean Toto y otras bandas locales, como las de El Chingo y Nacupay, ha ocasionado que muchos lugareños prefieran vender sus casas y migrar.
“Acá lo normal es anormal, la gente ha perdido el respeto a la vida”, dice un hombre de 61 años, que pidió mantener su nombre en reserva por temor a represalias.
La influencia delictiva de Toto se extiende hasta el vecino municipio Roscio, en donde también operan el Tren de Guayana y la banda de Ronny Colomé Cruz, alias Ronny Matón, un heredero de yacimientos controlados antes por dos delincuentes que fueron asesinados: Capitán y Gordo Bayón. Este último fue baleado en 2014 a su salida del palacio presidencial de Miraflores, en Caracas, sede del gobierno de Nicolás Maduro, tras participar en una discusión del contrato colectivo de la estatal Siderúrgica del Orinoco (Sidor).
LA CASA DE PAPEL
En Sifontes, uno de los 11 municipios del Estado de Bolívar, se reporta desde 2018 la aparición de otra banda delictiva. Es conocida como Run por su líder, Eduardo José Natera, alias El Run o El Pelón. Su área de dominio incluye a la capital municipal, Tumeremo, a la que tomó bajo su control luego de avanzar desde zonas más rurales o selváticas de la periferia. A su cuartel general le llaman La casa de papel, en alusión a la serie española de Netflix.
Se distingue por su arrojo y violencia. Se le atribuye el asesinato en abril de 2020 del comandante del cuartel del Ejército en Tumeremo, el teniente coronel León Ernesto Solís Mares. Pero su nivel de control sobre la zona le ha llevado a actuar también a través de una organización filantrópica —RRR o 3R—, con la que adelanta actividades comunitarias que van desde la reparación de vías e instalaciones eléctricas hasta la donación de alimentos y medicinas. Los nombres RRR o 3R también eran dados a la banda, pero ahora se acostumbra llamarla también OR, para diferenciarla de la fundación social que nació bajo su cobijo.
En el área de acción de la organización criminal, muy cerca de la frontera con el Territorio Esequibo, también se ha denunciado la presencia de la guerrilla desde 2018. Ese año, un enfrentamiento entre la banda de Josué Zurita —El Coporo—, y supuestos guerrilleros del ELN, pareció confirmar no solo esa versión, sino que había nuevas disputas por el dominio territorial.
Más al sur, los apodos de los líderes criminales se siguen sumando, como si fueran una reproducción caricaturesca de divisiones políticas e instancias de gobierno, que en los hechos es lo que representan: en las localidades de Las Claritas y Kilómetro 88, a la entrada de la Gran Sabana y en ruta a Brasil, domina el clan de Juan Gabriel Rivas Núñez, conocido como Juancho, quien opera junto a Humbertico, hijo del pran Humberto Martes (alias El Viejo), y Darwin Guevara, a quien se vincula con Johan Petrica, uno de los líderes del llamado Tren de Aragua, probablemente el gang más poderoso de Venezuela, con conexiones internacionales. En la cercana población de El Dorado es el sindicato de Fabio Enrique González Isaza, Negro Fabio, el que manda.
Los criminales han pactado una suerte de gobernanza informal en la zona, que se financia con lo que recauda mediante extorsiones a mineros y a todo aquel que adelante alguna actividad productiva en los alrededores. “Ejercen un rol de fuerza más alto que las autoridades policiales y militares”, dice una habitante de Las Claritas, que considera que el poblado “es como una cárcel abierta”.
En Las Claritas, tanto el mando como el negocio le quedan claros a quien busque prosperar o solo sobrevivir. Debajo del suelo está la mayor reserva aurífera del país. Allí es precisamente donde el gobierno de Nicolás Maduro se ha empeñado en impulsar un proyecto de industrialización de la producción de oro, cobre y plata, junto con la canadiense Gold Reserve. Pero la fuerza del caos y del régimen subyacente de los sindicatos ha impedido hasta ahora la construcción de las dos plantas proyectadas.
En la propia Gran Sabana, la minería lleva un ritmo agitado en el Parque Nacional Canaima y en la comunidad de Ikabarú. En esta última, el gobierno legalizó un bloque de explotación aurífera en el que participan comunidades indígenas. Ello debería funcionar como un disuasor para los sindicatos.
No obstante, en diciembre de 2019, la matanza de seis personas en Ikabarú encendió las alarmas. Sujetos vestidos de negro entraron al pueblo y dispararon contra un grupo de hombres en el centro de la comunidad. Entre las víctimas se contaba un indígena. Desde entonces, corren versiones cada vez más insistentes sobre la incursión del sindicato de El Ciego, quien controla, junto a El Sapito, los yacimientos de La Paragua, mucho más al oeste, en el municipio Angostura.
OTROS TRÁFICOS
Cuesta creer que en la carretera tortuosa, en su mayor parte de tierra, que conecta a Amazonas con Bolívar, pueda prosperar algún negocio. No hay servicios y el Estado está ausente. Las casas en el trayecto son cascarones vacíos y, en medio del calor, no hay ni un punto para refrescarse. Solo las enormes rocas, como puestas en la tierra por un gigante, distraen la vista.
Pero sí, un negocio consigue prosperar en ese tramo yermo, aunque sea ilegal: la base de datos muestra un claro corredor de tráfico de drogas por esta vía terrestre. Más de la mitad de los procedimientos militares realizados en el municipio Cedeño, adyacente al estado Amazonas, están vinculados con decomisos de drogas.
En abril de 2019, Elvin Bolívar y Marlon Yeison fueron detenidos en una alcabala militar de la Guardia Nacional, a cinco horas de la capital de Puerto Ayacucho, capital de Amazonas. Viajaban en una furgoneta en la que ocultaban 19 kilogramos de marihuana del tipo crispy —cultivada en invernaderos y más potente—, en el interior de las puertas, en el tablero y en el techo, según el parte militar. Uno de los hombres tenía documento de identidad colombiano. Las autoridades informaron que la droga provenía de Colombia.
En otros cuatro reportes militares de la base de datos, cuyas incautaciones suman 78 kilogramos de drogas, los detenidos viajaban desde Puerto Ayacucho hasta Ciudad Bolívar o Puerto Ordaz, ambas ciudades del estado Bolívar, a orillas del Orinoco. Escondían marihuana o cocaína en distintos compartimentos. La ruta sigue luego a Tumeremo, Las Claritas y Santa Elena de Uairén, en la frontera con Brasil.
La movilización de grandes cantidades de dinero en efectivo es otro de los hallazgos que arroja la información y que muestra cómo se sigue sacando provecho del botín de oro en el sur venezolano. En 2021, aún con el encierro por la pandemia, fueron incautados tres cuartos de millón de dólares en efectivo.
El decomiso de mayor cuantía ocurrió en junio. José Alberto Reyes Chueco fue detenido en San Félix, sección oriental de Ciudad Guayana, con 650.000 dólares en efectivo. La Guardia Nacional informó que Reyes Chueco formaba parte de la organización criminal El Dorado, dedicada a “la comercialización de armas de guerra en zonas mineras del estado”. De su teléfono se extrajeron capturas de conversaciones en WhatsApp con intercambio de imágenes de armas y municiones.
El segundo mayor decomiso, por 74.550 dólares, también se conecta con El Dorado: la población de ese nombre, en el municipio Sifontes, es una de las zonas mineras controladas por grupos armados. El botín iba en manos de Yolbill José Gámez, oficial de la Policía del Estado de Bolívar.
Oro, drogas, equipos y suministros mineros, armas, otros minerales, mercancía de contrabando: la zona de Guayana, antaño promesa de progreso y descubrimientos silvestres, es una autopista de los negocios ilícitos del crimen organizado.