La mirada cruda de uno de los poetas cubanos más destacados de la "Generación del '80"
NORGE ESPINOSA MENDOZA
Pasó finalmente una semana larga y tensa desde lo ocurrido el domingo 11 de julio en varias ciudades de la Isla. Un tiempo que permanecerá entre quienes lo vivieron como una crónica dura en la que se pusieron de revés demasiadas ideas, y demasiados gestos. A flashazos, entre las idas y venidas del servicio de internet que apenas dejaba a los clientes de la única compañía telefónica cruzar mensajes de aliento o desesperación a sus seres queridos, iban apareciendo imágenes que daban una dimensión más nítida de lo que verdaderamente sucedió.
Los amigos de otros países me preguntaban qué pasaba, y yo tenía que pedirles a ellos que me lo explicasen, por encima del ruido, de la incertidumbre, de la violencia que dominó calles y espacios de la red, y que puso a prueba todas las capacidades de resistencia que durante las últimas décadas Cuba ha tenido que entrenar. Aun hoy sigo recibiendo esas imágenes, videos tomados por cámaras en la mano rápida y temblorosa a veces de quienes dejaban testimonios de los enfrentamientos.
El 11 de julio confirmó que esto estaba por venir. Y también otras cosas que destruyeron determinados límites acerca de lo que, como expectativa, teníamos muchas personas a manera de un pronóstico posible de lo que iba calentándose en nuestro contexto, como anuncio de un estallido casi inminente.
Lo que comenzó en San Antonio de los Baños se dispersó con rapidez, desencadenando otros hechos de manera casi simultánea, y sin precedentes, en Camagüey, Cárdenas, Santiago de Cuba, y tantos otros sitios.
Apagones de horarios inclementes, falta de alimentos y medicinas, desatención al disgusto popular creciente, los efectos de la Covid que se dispararon de modo súbito en este mes, las pequeñas y grandes agonías del día a día cubano rompieron la brecha. Y con ella, también, cristales de tiendas en divisas, automóviles, y la idea de una capacidad de aguante que se acallaba una y otra vez.
Las respuestas oficiales incluyeron desde la presencia de los dirigentes en el propio San Antonio, a la intervención violenta de las fuerzas del orden contra las personas que clamaban en el calor de una contienda que llegó al Capitolio, Galiano, la Calzada de Diez de Octubre… Y que empleó el sempiterno recurso de culpar al bloqueo norteamericano de todos los males que sufrimos, volviendo a un ejercicio de retórica que más allá de las restricciones reales e innegables contra Cuba, tiene cuando menos que renovarse, que dejar de ser frase de cajón para ganar más solidez en sus argumentos ante un país que ve agravarse sus crisis mientras siguen construyéndose hoteles y abriéndose resorts.
La multitud en algunos casos llegó a confrontar directamente a los funcionarios y dirigentes que trataban de silenciarlos. Los relatos que van recogiendo diversos medios de prensa no oficiales acerca de maltratos y golpizas son abrumadores. El 11 de julio marcó para algunos el fin de un sueño, un despertar abrupto. Para muchos será también un portazo, un golpe, un trauma difícil de borrar.
Todo eso subraya la separación entre una idea de frontera (esa Nación acosada a la que hay que defender en su soberanía, detenida en un momento de su historia que pretende cubrir todo lo que ha ocurrido en esta tierra desde su descubrimiento), y los límites que quienes la habitan han alcanzado a trazar entre sí mismos, entre la cúpula de gobierno y los de a pie, y mezclando todo ello con la visión que desde otros puntos del planeta tantos cubanas y cubanos comparten o no sobre su tierra natal y el destino político de la misma.
Durante los últimos dos años o poco más, varias señales servían de alerta, y fueron desatendidas o respondidas con arrogancia y torpeza inocultables casi siempre. Las marchas de activistas LGBTIQ, las acciones de los animalistas en pro de una ley de Protección, San Isidro, la sentada frente al Ministerio de Cultura, son solo instantes de una secuencia mayor, que viene acumulando disgustos, desacuerdos, y debates irresueltos a pesar de que, una y otra vez, se imponga desde los medios oficiales un llamado al diálogo que termina cargando prerrogativas y condiciones en las que se disuelve mucho de lo que debería verdaderamente conversarse.
La participación de artistas, intelectuales, jóvenes en su mayoría, ha devenido un hecho recurrente. Es obvia la incomodidad de funcionarios y ministerios ante sus presencias, el disgusto que les provoca el modo en que lanzan convocatorias y demandas desde las redes sociales; tanto como la torpeza y elementalidad con las que tratan de acallarlos. Se reconoce la necesidad del debate pero se le bordea, sin llegar nunca al fondo del malestar. No ha faltado quien se ha creído que de esas reuniones conciliatorias en salones refrigerados saldrá un gesto sanador.
Bueno, también ese límite de credibilidad acaba de ser vulnerado. Y en modo muy grave. Ahora mismo el tono con el que periodistas y voceros hablan de las consecuencias del 11 de julio apela a un concepto menos beligerante, y a ese socorrido diálogo entre voces distintas. Aunque lo que veamos en las pantallas y en la prensa sean las mismas caras de casi siempre, cada vez más envejecidas y agotadas.
Durante toda la semana he tratado de leer lo que se pueda, intentando hallar palabras para describir tanto desequilibrio. He visto videos y fotografías de los enfrentamientos, desgarradores muchos de ellos.
Y también he pasado por encima de fake news, a las que se aferra nuestra televisión con todos sus recursos y “protagonistas” para desmontar algo que, según nos dicen en la hora más reciente, es solo culpa de mercenarios, apátridas, vendidos al gobierno norteamericano, anexionistas, marginales y delincuentes… Uno de los peores errores de nuestra política radica en esa voluntad extrema, en el querer reducir a un único grupo de opiniones a la masa que se expresa, como si eso les ahorrara dar un grupo amplio de réplicas y respuestas.
Se elige clasificar a todo el que disiente de enemigo inmediato. Y eso es cuando menos superficial y dañino. Y se repite con una frecuencia cansina que hace que este guion, en sus gastadas variables, ya suene a repetido, como las canciones que siguen al Noticiero, los spots y las consignas que no logran reactivar creativamente un ideario que, en efecto, se ha extendido por toda Cuba.
Una Cuba que ya ha visto morir a muchos de los quienes alzaron esas frases en días de una épica que hoy pertenece a la historia, y que ha cedido paso a la otra épica del individuo que cada día se pregunta cómo podrá seguir adelante, y qué podrá poner hoy en la mesa ante sus hijos.
Pero lo peor ha sido la violencia. No solo la física, que ha sido mucha, sino la que se destila entre amigos, colegas, familiares. En las redes, donde los insultos y ataques desde muchas de esas otras Cubas llegan a esta, y se reproducen aquí a altísimos decibeles. Amenazas, insultos, golpes verbales, promesas de linchamientos, como fuego cruzado de un lado y otro, agravadas por una ortografía que también, aunque no lo parezca, es un síntoma de muchas otras carencias. Los que vivimos el agosto de 1994 sabemos cómo se aquietan luego las aguas, como la anécdota se hace opaca luego en otras formas de la desmemoria.
Pero esta violencia entre cubanas y cubanos, este modo tan rabioso de ubicarnos en bandos al parecer irreconciliables, arroja un diagnóstico que denota heridas muy graves. Daños acaso irreparables en el tejido de eso que, más allá de las diferencias políticas, nos pasa por la mente cuando hablamos de Cuba, y que es algo que sobrepasa las citas de Martí que se disparan desde todas las orillas y las recurrencias a la Constitución, como si se trataran de los únicos espejos y escudos válidos de este momento.
En ese límite entre la palabra y el insulto, el golpe y la confrontación; en esa frontera entre una Cuba asediada desde los algoritmos y los titulares de la prensa, y otra defendida con mano dura y armada contra quienes deberían ser mejor escuchados, amanece el día de hoy. La internet sigue yendo y viniendo, la Covid sigue sumando fallecidos, las colas al sol permanecen, los apagones parecen haberse esfumado, los precios del mercado negro siguen por las nubes, la vacunación de la población continúa: todos esos contrastes en el mismo escenario en el que puede sentirse aún una calma tirante.
A partir de este lunes, se permite traer medicinas, alimentos, productos de aseo, sin límite ni costo arancelario, a los pocos que puedan seguir viajando a la Isla: una de esas medidas que debieron haberse implementado hace mucho, al tiempo que otras imponen un rigor económico en el uso o no permisibilidad de monedas que sigue desdibujando la idea de ciertos avances. No se trata de obtener garantías temporales.
Se trata de que o se rediseña la voluntad real y aterrizada de un discurso que persiste en una retórica vacía, o se volverán a producir estos acontecimientos. Porque no seamos ingenuos, ya habrá otro apagón, otra rotura, otra mañana en la que pueda hacerse sentir algún tipo de disgusto.
La alternativa para que eso no llegue a lo que acabamos de vivir está en un cambio real de actitud, en acortar las brechas entre realidad y discurso, entre una vida al calor del mediodía y el salón refrigerado desde el cual todo “está siendo analizado, discutido”, etcétera, sin que ello alcance debidamente a la vida de cada cual. La fe política también es un límite. Y también una frontera.
Yo he querido pensar desde el lugar que me corresponde, repasando los nombres de la cultura cubana que hablaron de este país en sus tiempos de crisis. Y en la relación no siempre grata, ni mucho menos, entre arte y política.
No se puede concebir la cultura como decorado, como poema de aderezo ni canción pasajera, en instantes como este. Y cuando hablo de cultura, hablo por supuesto de mucho más. Una cultura de civismo, que nos ayude a crear una idea común de bienestar más allá de la estrechez de un marco político. Una noción que verbalice anhelos y respetos, y que actúe verdaderamente en un contexto que sepa renovar el perfil del país más allá de sus accidentes y glorias, de sus potencialidades y las numerosas torpezas de funcionarios y representantes acomodados, y los oportunismos políticos de no pocos.
Una garantía mayor en la cual nadie pueda ser golpeado, apresado, violentado ni vulnerado en la condición esencial de su ciudadanía. Mi pensamiento ahora está con los que se han sentido así, y con los que, en medio de todo el marasmo, siguen recogiendo donaciones para las zonas más afectadas por la pandemia, con el gesto limpio de quien procura un acto de sanación. Y acaso sea eso lo que necesitamos todas y todos: una sanación más allá del odio, de la rutina ideológica, de las batallas cotidianas por un pedazo de pan. Tengo que creer en eso, me digo, para no dejar de pensar, de respirar, de ser en Cuba, en todas las otras Cubas donde tengo amigos y parientes con los que no deseo terminar una conversación en la que llevamos décadas.
En esa Cuba que tanto precisamos nos hará falta esa política de sanación. De una punta a otra de la Isla, en la que confluyen tantas voces y deseos, mucha gente joven en la que creo y que empieza a desasosegarse, porque también sienten que se les escapa el momento de ser escuchados, ese instante que ya no podrá devolverles ningún gobierno, ni de aquí ni de allá. Tantos rostros de un pueblo múltiple que no puede reducirse a una única perspectiva de la batalla real que es amanecer aquí, en el duro, como diría Virgilio Piñera. A casi sesenta años desde que él escribiera aquellos versos tan contundentes.