NICOLÁS EYZAGUIRRE *
La pandemia ha constituido un desafío para los responsables de las políticas públicas, posiblemente sin parangón desde las guerras mundiales. Tan inesperado y grave ha sido todo que, en materia sanitaria por ejemplo, han reaparecido las antiguas cuarentenas. La idea, discutida inicialmente, de concentrarse en lo curativo, confiando en los avances médicos modernos, y esperar la inmunidad de rebaño, probó ser éticamente intolerable -por la tasa de fallecidos- además de ineficaz tras el surgimiento de variantes del virus.
Impuesta la restricción de movilidad, la contención económica de familias y empresas ha debido evolucionar a la par, desafiando a la política económica. Paradojalmente, los países que rápidamente restringieron la movilidad y entregaron apoyo han tenido, a la postre, un menor costo humano y también material. Pero, con el avance del virus, la casi totalidad de los países ha dictaminado confinamiento y ayudas económicas de contención. La clave ha residido, no obstante, en la oportunidad y proporción de la mezcla.
Como en lo sanitario, se ha discutido en todas partes la política económica adecuada a estas circunstancias. Primero sobre cómo mitigar el denominado “shock de oferta”, dado que inevitablemente el confinamiento afectará la producción y el empleo. Las soluciones en esta área, respetando los límites sanitarios, han sido notables. Vía virtualidad, mecanización y áreas prioritarias, hoy muchos países pueden producir lo mismo que antes de la pandemia aún con restricciones de movilidad. Pero esta flexibilidad varía mucho entre sectores, lo que tiene importantes consecuencias económico sociales.
La economía es un cuerpo interconectado, donde hay efectos aún mayores de segunda ronda. El congelamiento de la producción y el empleo trae consigo la pérdida de ingresos; muchos trabajadores no pueden financiar sus gastos y las empresas -en especial las más pequeñas- mantenerse al día en sus pagos. Se agrega entonces lo que se llama un shock de demanda. Si el gobierno no actúa apoyando empresas y familias, se arriesga entrar en un espiral recesivo -en el contexto de una política monetaria sin margen-, con el agravante de que se lanza a las familias a la búsqueda de ingresos, mermando el confinamiento y complicando el problema sanitario de origen.
Las cifras de 2020 nos dan una idea de la respuesta económica. Chile se contrajo en 5,8%, tras un crecimiento medio de 2,5% en los dos años anteriores; una diferencia de sobre ocho puntos porcentuales. Comparado internacionalmente, el resultado fue más bien desfavorable pues, sin estar entre los peores, fue más contractivo que en la media de los países emergentes e incluso que en la de los países avanzados, siendo solo comparable con el de la Unión Europea.
Pero podemos ser algo más críticos todavía. Nuestro país se vio muy favorecido por el peso de su comercio internacional con China, país que se recuperó rápidamente; así, el volumen de las exportaciones se mantuvo y su valor subió con el alza de las materias primas. Este verdadero estabilizador externo contrasta con lo que ocurrió con el volumen de exportaciones de Europa (Francia -16%, Alemania -10%), de Oceanía (Australia -10%, Nueva Zelanda -12%), de Canadá (-10%) e incluso de Perú (-13%). Y, no menos importante, el consumo de las familias chilenas fue sostenido -inadecuadamente- con recursos propios, girados desde el seguro de cesantía y fondos previsionales.
¿Por qué entonces no lo hicimos mejor en crecimiento? La respuesta está en nuestro conservadurismo fiscal que, siendo en otras ocasiones aconsejable, no correspondía en este tipo de crisis, como lo dijeron todos los organismos internacionales especializados. El incremento real del gasto fiscal (usando el deflactor del PIB, que es la cifra disponible en el reciente Panorama Económico Mundial del FMI) ascendió a 3,8%, a 15% en Australia, 21% en Canadá y 25% en Estados Unidos, por dar algunos ejemplos; en la región destacan los casos de Brasil y Perú, con incrementos de un 10%. Como muestra aún más clara de lo anterior, y del espacio fiscal disponible, mientras durante 2020 la deuda pública neta se elevó desde 26 a 38 puntos del PIB en Australia, de 23 a 33 en Canadá, de 83 a 103 en Estados Unidos y de 11 a 20 en Perú, en Chile se mantuvo en 8%, conforme a la referida publicación.
Y lo más grave de la astringencia fiscal es la consecuencia social. El cerca de millón de empleos que aún no se recupera –a pesar de la favorable evolución del producto- equivale a millones de personas y miles de empresas luchando por sobrevivir. Cifras preliminares trabajadas por Óscar Landerretche de la Universidad de Chile, en base a la encuesta de empleo e ingresos, alertan de un posible gran incremento de la desigualdad, que revertiría dos décadas de progreso. Las conversaciones del Ejecutivo con el Parlamento iniciadas esta semana sobre una agenda de mínimos comunes dan una luz de esperanza. Ojalá se aproveche la oportunidad.
* Economista, académico, investigador, consultor y político chileno