Argentina es el principal deudor del Fondo Monetario y sufre una de las contracciones más graves de América por la pandemia
ENRIC GONZÁLEZ
La actividad económica en Argentina se derrumbó durante el año fatídico de 2020. Los datos oficiales marcan una contracción del 10%, la más grave del continente junto con la de Perú si se deja al margen la catástrofe venezolana. En 2002, cuando Argentina colapsó, la caída fue sólo un poco superior: 10,9%.
La inflación es muy elevada (38,5% en los últimos doce meses y repuntando), la moneda no deja de devaluarse, las reservas del Banco Central no llegan a 3.000 millones de dólares y cuatro de cada diez argentinos viven en la pobreza. El cuadro macroeconómico resulta muy alarmante.
Argentina, sin embargo, está habituada a la quiebra y la recuperación. Y al declive relativo. Desde 1921, hace exactamente un siglo, cuando era uno de los países más ricos del mundo (su Producto Interior Bruto —PIB— per cápita equivalía entonces al de Francia o Alemania), ha experimentado una inflación media del 105% anual y se ha visto obligada a cambiar cinco veces de moneda: peso moneda nacional hasta 1969, peso ley hasta 1983, peso argentino hasta 1985, austral hasta 1991 y el actual peso.
Desde 1980 ha suspendido cinco veces los pagos de su deuda externa (nadie en el mundo iguala esa marca de impagos) y es, ahora mismo, el principal deudor del Fondo Monetario Internacional, con 44.000 millones de dólares a devolver.
En diciembre de 2019, cuando el peronista Alberto Fernández asumió la presidencia, las cosas estaban mal. Argentina había recaído en la suspensión de pagos y llevaba tres años en recesión. Entonces, a las pocas semanas, llegó la pandemia.
El ministro de Economía, Martín Guzmán, tuvo que batallar en dos frentes. Por un lado, renegoció en largas sesiones telemáticas la deuda con los acreedores privados y consiguió un aplazamiento de los pagos y una sensible rebaja de los intereses. Eso supuso un respiro. Ahora intenta que el FMI acceda también a dilatar la devolución de su crédito.
El otro frente parecía aún más complejo: ¿cómo subsidiar a empresas y ciudadanos afectados por el parón del coronavirus? Sin acceso a los mercados de crédito, Martín Guzmán tuvo que recurrir a la pura fabricación de dinero.
El Banco Central emitió durante 2020 más de 1,2 billones de pesos (fueron contratadas imprentas en Brasil y España porque las dos fábricas argentinas de moneda ya trabajaban las 24 horas), con el riesgo de que la inflación se agravara. Como parece estar sucediendo. En enero pasado, los precios subieron un 4%.
El país, pese a todo, sigue funcionando. Un buen ejemplo de continuidad frente a todas las dificultades pasadas y presentes lo ofrece Galfione y Cía, una empresa de hilaturas fundada por Hugo Galfione en 1947 bajo la presidencia de Juan Domingo Perón. El nieto de Hugo, Luciano Galfione, es hoy el director.
La familia Galfione ha superado circunstancias casi impensables, como la hiperinflación o la fase de trueque posterior a 2001. Luciano Galfione paga mensualmente 150 nóminas, dirige tres factorías a pleno rendimiento y vive gracias al mercado interno.
La del mercado interno es una de las claves de la dificultad argentina para mantener un crecimiento sostenido, y explica en parte la formidable presión inflacionista: su economía está poco conectada con el comercio internacional.
Una comparación con Chile, un país con 19 millones de habitantes frente a los 44 de Argentina, basta para reflejar el fenómeno. Chile exporta por un importe cercano a los 70.000 millones de dólares y sus importaciones rondan los 59.000 millones; Argentina exporta por poco más de 60.000 millones de dólares, básicamente granos y carne, e importa por una cantidad semejante. El empresario Galfione se permite bromear: “Mirá lo rico que será el país, que resiste a los argentinos”.
En 1984, cuando Argentina salía de su dictadura más tétrica, el premio Nobel de Economía Paul Samuelson (1915-2009) expresó sin bromear una idea parecida: “Argentina es el clásico ejemplo de una economía cuyo estancamiento relativo no parece ser consecuencia del clima, las divisiones raciales, la pobreza malthusiana o el atraso tecnológico. Es su sociedad, no su economía, la que parece estar enferma”.
El gobierno peronista de Alberto Fernández atribuye al Gobierno anterior, del liberal Mauricio Macri (2015-2019), la responsabilidad de la actual crisis.
Ciertamente, durante 2018 el peso perdió el 40% de su valor y el enorme préstamo recibido del FMI se evaporó en coberturas desesperadas del déficit fiscal y en operaciones especulativas (gran parte de los 44.000 millones de dólares recibidos acabaron en el extranjero o en cajas de seguridad); cuando en las primarias de agosto de 2019 se constató que el peronismo iba a regresar al poder, los mercados bursátiles se hundieron, el peso se devaluó otro 38% y hubo que restablecer los controles cambiarios, el llamado “cepo”, para evitar el colapso.
Pero Macri había heredado a su vez graves problemas de su antecesora, Cristina Fernández de Kirchner, hoy vicepresidenta.
“Es una suma de crisis”, dice Diego Sánchez-Ancochea, profesor de Economía Política para el Desarrollo en la Universidad de Oxford. “Argentina nunca termina de salir de sus crisis: aumentó su deuda en los ochenta, en los noventa trató de resolver el problema por la vía de las privatizaciones, luego llegó la crisis de 2001 y 2002 por la vía del tipo de cambio. Se crean espacios de tranquilidad, pero no se resuelven nunca los problemas estructurales. Las crisis regresan porque nunca se fueron”.
Una crisis endémica es la del peso. Las décadas de alta inflación y de erosión de la moneda, unidas al trauma del “corralito” de 2001-2002 (los argentinos no pudieron acceder a sus depósitos bancarios durante casi un año, y cuando pudieron hacerlo encontraron que sus ahorros en dólares se habían transformado en pesos devaluados), han hecho de Argentina un país bimonetario. Los precios del mercado inmobiliario, por ejemplo, se fijan en dólares.
“El dólar no es una variable más, sino un termómetro que refleja cómo van la economía y la política, además de un instrumento de ahorro”, señala Marina Luzzi, coautora junto a Ariel Wilkis del libro El dólar, historia de una moneda argentina. Argentina nunca consigue generar tantos dólares como necesita, por lo que, según Luzzi, los controles cambiarios (los particulares no pueden comprar más de 200 dólares por mes) son una necesidad. La desaparición del turismo ha agravado la falta de billetes verdes. El problema es tan grave que se ha prohibido la importación de automóviles de alta gama y de destilados caros.
Argentina no logra superar la contradicción histórica entre las necesidades de su agricultura, la gran generadora de dólares, altamente competitiva en el mercado internacional y por tanto partidaria del libre comercio, y su industria, que al menos desde el primer mandato de Perón (1946-1955) funciona bajo una lógica proteccionista y casi autárquica resumida en una frase que los peronistas siguen repitiendo: “Vivir con lo nuestro”.
Douglas Southgate, profesor de la Ohio State University especializado en estudios latinoamericanos, lo explica así: “Argentina sufre una forma única de maldición de las materias primas originada en el sector agrícola. Su agricultura, que goza de una fuerte ventaja comparativa, emplea pocos trabajadores y las mejores tierras rurales se concentran en relativamente pocas manos. En consecuencia, el sector es un objetivo predilecto de los impuestos diseñados por políticos cuyos electores están empleados en otros sectores económicos. La tributación de la agricultura argentina resulta en un bajo desempeño crónico de la economía nacional, incluidas crisis frecuentes y severas”.
En realidad, de forma directa o indirecta, el campo argentino emplea a más de dos millones de personas, el 14% de la población activa, y apenas aporta el 10% al Producto Interior Bruto. Su auténtica fuerza, y el origen de sus conflictos con el peronismo por los impuestos y las retenciones en origen, está en su competitividad: de cada 10 dólares que ingresan en el país por exportaciones, siete corresponden a la agricultura. Sin la industria agroexportadora apenas entrarían divisas.
El empresario Galfione tiene su propia visión sobre el asunto. “Mi abuelo Hugo, el fundador de la empresa, tenía campos en Santa Fe, en Recreo, la zona más cara y con mayores rendimientos, el polo sojero de Argentina. El tipo en 1947 va y dice que el futuro es la industria, vende todos sus campos en Santa Fe y se viene a Buenos Aires a poner una fábrica de medias. Si veo hoy a mi abuelo le pego cinco tiros. Pero hablando en serio, no estaba mal orientado, porque no existe país desarrollado que no sea potencia industrial”.
El problema radica en que Argentina nunca llegó a ser potencia industrial. Apostó a fondo por la política de sustitución de importaciones y desde mediados del siglo XX empezó a producir artículos de todo tipo para no tener que comprarlos fuera.
Esa era la fórmula que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), dependiente de Naciones Unidas, recomendaba al conjunto del continente para desarrollar la economía y equilibrar las balanzas comerciales y de cuenta corriente. La industria argentina fue fomentada y protegida hasta que la dictadura de 1976 rompió con esa política. “La lógica industrial muere con los milicos”, dice Luciano Galfione.
En 1976, cuando el mundo padecía la crisis de los choques petroleros, el PIB de Argentina ascendía a 51.000 millones de dólares. El de Corea del Sur, a 30.000 millones. Hoy, la economía argentina “pesa” algo más de 80.000 millones de dólares. La surcoreana (que hace medio siglo aceleró su industrialización gracias a unas condiciones laborales casi esclavistas y a la manipulación de los tipos de cambio) pesa 1,4 billones de dólares y es un fenómeno exportador.
¿Qué ha pasado en Argentina? Eso también lo explica el empresario Galfione, que en 2016 intentó lanzar un proyecto de nanotecnología para fabricar hilados con una estructura cristalina especial, capaces de repeler calor, insectos o bacterias. Necesitaba ayudas públicas y la administración de Macri no se las concedió. “Yo no tengo ninguna máquina que no sea igual o mejor que las que tienen en cualquier otro lugar del mundo, y tengo una productividad a nivel mundial. Pero me matan los costes. China o India venden por debajo del coste de las materias primas. Yo soy más barato respecto a Italia o España, pero ellos ya confeccionan en Oriente”.
Se añaden otros problemas relacionados con el precio de la energía y los transportes: “El coste logístico es enorme. Sale más barato enviar un contenedor a China que traer un camión desde Catamarca”. El resultado es un tejido industrial denso pero, en general, incapaz de medirse con la industria de otros países. Sin competencia externa porque apenas se importa (los aranceles son altos), sus productos tienden a la mediocridad.
La alta capacidad tecnológica en sectores muy concretos (manipulación genética, energía nuclear, farmacia) no resulta suficiente para elevar el nivel medio y, además, la fuga de talento al exterior es continua.
“Hay algo fundamental, la falta de consistencia en las políticas macroeconómicas”, señala Néstor Castañeda, profesor del University College londinense y miembro del Institute of the Americas. “La estructura productiva es muy desequilibrada y necesita fuentes externas de financiación. Todo depende de las divisas que vienen de fuera. Cada vez que se contrae el comercio global o se produce un descenso en la entrada de inversiones extranjeras, surge un problema de reservas. No hay forma de solucionarlo. Por un lado, Argentina incumple los pagos y eso limita su acceso a los mercados de capitales; por otro, falta coordinación entre las políticas cambiaria, fiscal y monetaria. Se crece 10 años y luego se cae y se vuelve al punto de partida”.
Suele considerarse que los años ochenta fueron la “década perdida” para la economía argentina. Terminó la dictadura y con Raúl Alfonsín llegó la democracia, pero también la hiperinflación. En 1989, los precios subieron más del 3.000%. En la fábrica de hilaturas, el padre de Luciano Galfione no hacía los balances en pesos, sino en kilos, porque era imposible saber el valor del producto. Pero, considerando la evolución macroeconómica y pese al dinero fácil de los noventa, cuando, con el presidente Carlos Menem, un peso equivalía a un dólar, y pese a los años dorados de Néstor Kirchner (2003-2007), en los que gracias al brutal saneamiento forzado por el colapso de 2001-2002 y al alza de los precios de la soja se logró crecer mucho con poca inflación, Argentina lleva muchas décadas perdidas.
El economista Martín Rapetti estima que, en términos reales, el producto bruto por habitante en Argentina es hoy casi el mismo que en 1974. Con el agravante de que la desigualdad entre ricos y pobres es mucho mayor. Casi medio siglo perdido. Ripetti, entrevistado por el diario Clarín, hace un pronóstico sombrío: contando con que la economía argentina crezca un 6% en 2021 y luego siga creciendo a un ritmo ininterrumpido del 4,5% anual, algo bastante improbable, no se recuperará el nivel de vida de 2011 hasta 2027.