Justo cuando parecía que el uso del petróleo como carburante y fuente de energía estaba más sentenciado que nunca y que el mundo se aproximaba irremediablemente al pico de demanda global, la crisis provocada por el coronavirus ha evidenciado la profunda dependencia que aún tiene la comunidad internacional del crudo. No en vano, el barril de brent marca su valor más alto de toda la década ―125 dólares― y la invasión rusa de Ucrania amenaza con elevar su precio hasta cotas aún más altas, imposibles de creer hace apenas dos años.
Y si el petróleo mantiene su preponderancia en el mercado energético lo mismo sucede con la hegemonía de aquellos países que controlan su producción. En este sentido, Estados Unidos, que extrajo una quinta parte de todo el crudo puesto en circulación en 2021 gracias principalmente a la técnica del fracking, es el gran beneficiado del nuevo impulso que han recibido los combustibles líquidos. La rentabilidad es una de las razones, pero también la posibilidad de mantener sus niveles de influencia en países tanto importadores como exportadores de petróleo.
Oriente Próximo es el mejor ejemplo. Hogar de los yacimientos más grandes del mundo y de seis de los quince principales productores de petróleo del mundo, la región ha desempeñado una relevancia vital en el plano internacional gracias a su papel de exportadora crudo. Y en ese contexto, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, el segundo y el séptimo principal productor, respectivamente, siguen ejerciendo como actores regionales decisivos gracias a su alianza con Estados Unidos.
De hecho, tal es el poder de la Casa Blanca en el mercado petrolero que ha sido capaz de diezmar la producción y prácticamente congelar la economía del país con las mayores reservas probadas del conocido como oro negro: Venezuela. En 2017, por ejemplo, impuso sanciones financieras a su sector petrolero con el objetivo de debilitar al régimen de Nicolás Maduro.
Dos años después, en 2019, la potencia norteamericana comenzó a aplicar un embargo al crudo venezolano que solo ahora parece estar dispuesto a renegociar. Como consecuencia, la producción de Venezuela ha caído a su mínimo en más de setenta años y en 2021 apenas se situó como el vigesimosexto mayor extractor.
Distinto es el caso de Rusia. A pesar de haber invadido Ucrania y de ser sancionada por la mayor parte de Occidente, Moscú ingresó durante los cien primeros días de la guerra cerca de 93.000 millones de euros por la venta de combustibles fósiles, probablemente un récord histórico. La Unión Europea redujo alrededor de un 20% sus importaciones de combustibles fósiles rusos, en parte gracias a los envíos de gas natural licuado estadounidense, pero el crecimiento de los precios y el aumento de la demanda de China e India ha permitido a Rusia recolocar su oferta y sobreponerse a los embargos occidentales.
Asimismo, de forma paralela a la influencia de Estados Unidos surgió la Organización de Países Productores de Petróleo (OPEP), un organismo cuyas decisiones siguen siendo claves en la fijación del precio del crudo. Creada en 1960 a través de un pacto entre algunos de los principales productores de petróleo del mundo, como Arabia Saudí, Irán, Irak, Kuwait o Venezuela, la OPEP nació con el objetivo de hacer de contrapeso a las conocidas como Siete Hermanas, siete empresas energéticas occidentales principalmente estadounidenses y británicas.
Para ello, sus miembros ―trece en la actualidad― acuerdan el volumen de la producción y las ventas y los precios del barril, actuando como una especie de cartel que sin duda también está exprimiendo la nueva escalada del coste del petróleo.
