La Argentina tiene por delante el desafío de convencer a su población de que servicios esenciales como la electricidad, el gas y el agua no son gratuitos
FRANCISCO OLIVERA
En la factura de Edesur de diciembre de una casa de Avellaneda de 150 m2, la tasa de alumbrado público, que viene incluida en el paquete, ya es 53% más cara que la del servicio eléctrico doméstico. Son 960 pesos para las arcas de Alejo Chornobroff, el intendente, y $626,94 para la distribuidora.
Días atrás, en Nazca y Yerbal, barrio de Flores, un grupo de vecinos cortaba la calle porque hacía una semana que estaban sin electricidad. ¿Cuánto pagan?, les preguntó LA NACION, y las respuestas fueron, según el caso, de 1400 a 3000 pesos. Bastante menos que lo que cuesta, por ejemplo, un mes de telefonía móvil.
La Argentina tiene por delante un desafío que, en léxico kirchnerista, entraría en la categoría de “batalla cultural”: convencer a su población de que servicios esenciales como la electricidad, el gas y el agua no son gratuitos. La discusión no parece tanto conceptual o jurídica como económica: pisar un precio implica no sólo que suba la demanda de ese bien, sino que tampoco sea atractivo producirlo.
Pero, como allí donde hay una necesidad existe un derecho, si a Roberto Feletti se le ocurriera este verano atender las propuestas de Ofelia Fernández y lanzar, por ejemplo, el plan “Protectores de sol congelados” a 100 pesos, probablemente un aluvión de turistas playeros se agolparía en las farmacias para stockearlos y, como contrapartida, pocas o ninguna empresa de cosméticos querría fabricarlos. Resultado: habría desabastecimiento de protectores.
Después de haber tenido en los 90 el parque de generación más moderno del mundo, la Argentina quedó condenada desde 2001 al populismo energético. Es algo que no sólo se advierte dentro del Frente de Todos.
Los radicales, por ejemplo, suelen reprocharle a Mauricio Macri aumentos de tarifas que, dicen, lo llevaron a perder las elecciones de 2019. A pesar de que los cortes de electricidad, que habían llegado a un promedio de 19,3 horas por usuario en un semestre en el segundo gobierno de Cristina, bajaron con Macri a 14,3 horas.
La política petrolera y eléctrica, uno de los pocos ámbitos en los que la administración de Juntos por el Cambio pudo mostrar resultados constatables, le costó el cargo a Juan José Aranguren.
Si los propios opositores incluyen aquellos aumentos en su extenso mea culpa, es entendible que el gobierno se sume a esas críticas y que incluso exhiba como logro haber recorrido el camino inverso. “Tengo la tranquilidad de que con las tarifas cumplí con los argentinos -dijo en junio Alberto Fernández en Mendoza-. Si hubiera seguido lo que indicaba la normativa en regulación tarifaria que dejó vigente el gobierno que me precedió, nosotros tendríamos que haber aumentado alrededor de un 180% la tarifa de electricidad y más de un 160% la tarifa de gas. Y ese 160% de gas se convirtió en 6% de aumento, y ese 180% en electricidad se convirtió en 9%. ¿Y por qué lo hicimos? ¡Porque sabemos que los argentinos han hecho un enorme esfuerzo y no podemos pedirles más esfuerzos todavía!”.
El problema de las facturas de electricidad es que tarde o temprano llegan. O por precio o por suministro. Nada que no haya ocurrido en otras épocas. La cuestión fue, por ejemplo, una de las herencias que Néstor Kirchner le dejó a Cristina: según el Ente Nacional Regulador de Electricidad (ENRE), si se compara el lapso 2003-2006 con el de 2007-2010, los cortes casi se duplicaron en cantidad de veces (+90%) y estuvieron cerca de triplicarse en duración (+175%).
Peor que hacer populismo energético es jactarse de ejercerlo. Es como celebrar el próximo apagón.