En todo 2020 el Banco Central giró US$ 1.900 MM para importar gas, mientras que entre enero y julio de este año el monto llegó a US$ 2700 MM
DIEGO CABOT
Hay pocas cosas que sean tan difíciles de transmitir para los gobiernos como los problemas energéticos. Para un ciudadano medio, la energía se limita a dos cosas: la primera, que la tecla de la electricidad o la llave del gas habiliten inmediatamente la luz o la llama; la segunda, la boleta que mes a mes pasa por debajo de la puerta. No hay mucho más.
Nadie ha podido resolver este dilema. El kirchnerismo se ocupó, desde que asumió en 2003, de mantener la anestesia a base de tarifas bajas, regaladas en un momento, y control de cortes a los usuarios domiciliarios. Jamás explicó que generó algo así como una realidad paralela, donde la apacible quietud escondía un desmanejo presupuestario y energético en el que germinó la más rancia corrupción.
Todo fue como un Truman Show de la electricidad y el gas, que se solventó con gasto público y cortes a grandes usuarios. A pocos les importó lo que se cocinaba detrás. Nadie lo explicó, y, hay que decirlo, nadie estaba dispuesto a escuchar explicaciones.
Años después, el macrismo llegó con Juan José Aranguren como ministro del área. A la tecla de la luz, a la hornalla y a la factura –los intereses primarios del usuario–, el gobierno de Cambiemos le sumó el peso fiscal y la necesidad de generar un marco de inversiones para mejorar la oferta. La receta fue distinta: se tomó el precio de la energía y se intentó llevarlo a valores de equilibrio, además de empezar a armar un marco regulatorio y un camino de rentabilidad prometida para atraer inversiones privadas.
Sin explicaciones sobre la crisis, el usuario se enteró de que la energía valía 10 veces más de lo que pagaba cuando Aranguren repartió las primeras boletas. Fue como abrir las puertas del estudio donde transcurría la vida del protagonista y decir: “Esto es una ficción; vayan afuera y vivan la realidad”. El shock fue inmediato y aquel gobierno jamás se pudo reponerse de semejante traspié.
A 20 meses de haber asumido, el gobierno de Alberto Fernández empezó a incubar otro brutal problema energético. El asunto tiene varios puntos de contacto con lo que sucedió en los tres primeros kirchnerismos: el problema no es percibido por gran parte de la sociedad, a costa de tarifas congeladas y, esta vez, energía disponible, al menos por ahora.
Pero hay algunas diferencias. Una, por ejemplo, es que estos días corren con una inflación de 50% anual, además de que hay menos dólares disponibles para pagar la cuenta.
Tres fuentes consultadas estimaron que para este año será necesario que el Tesoro aporte entre 900.000 millones y un 1 billón de pesos para solventar la cuenta. Para ser más ilustrativo: casi US$10.000 millones.
Algo así como tres veces el presupuesto vigente al 16 de agosto del Ministerio de Salud ($311.255 millones). Y si se quiere un ejemplo más, el doble de lo que dispone el Ministerio de Educación ($481.954 millones) para todo 2021.
Pero más allá de que la cuenta pueda cerrar este año, empieza a preocupar qué pasará en los próximos. Los procesos de reversión de estos desajustes no suelen ser rápidos.
Pero no será completa la radiografía de lo que sucede si no se repasan algunas cuestiones que se esconden en los tecnicismos de un sector determinante para la economía argentina.
“La pandemia afectó la actividad económica, pero el campo sembró las mismas hectáreas, exportó prácticamente lo mismo que siempre y funcionó de una forma muy parecida a cualquier año normal. Pero cuando se mira la actividad petrolera, que se hace también en los campos, se ve claramente una enorme caída. Y pese a una recuperación, estamos lejos de los niveles prepandemia. Esa merma se verá en una caída de la producción en 2022”, dice Jorge Lapeña, exsecretario de Energía y presidente del Instituto Argentino de la Energía General Mosconi.
Un regreso muy lento
Lapeña explica que la estadística recoge cuatro tipos de pozos petroleros. Uno de los que muestran lo que vendrá son los de exploración, que se perforan con la finalidad de descubrir nuevos yacimientos. Luego están los de avanzada, construidos alrededor de uno de exploración exitoso –o sea un pozo descubridor–, para determinar la extensión real de un yacimiento.
Luego, claro, los de desarrollo, aquellos que producen el gas o el petróleo, o ambos. Y, finalmente, los de servicio, hechos para el yacimiento con alguna finalidad, por caso, la inyección de agua en la recuperación secundaria.
En 2018, la cantidad total de pozos terminados en el primer semestre fue de 526, mientras que un año después, en el último tramo del gobierno de Mauricio Macri, el número cayó a 467. En 2020, siempre considerando los primeros seis meses, la cifra se desplomó a 193 y este 2021, apenas llegó a 290.
“Hubo un momento en que, por un conflicto gremial y en medio de la pasividad de los gobiernos nacional y provincial, dejaron que se parara la actividad. El corazón petrolero es estar continuamente perforando. Es como si en el campo se deja de sembrar; al año siguiente no se cosecha. Acá pasó lo mismo; eso se sentirá en el corto plazo”, grafica Lapeña.
La consecuencia primaria de la caída de la producción de petróleo es la baja en las exportaciones del excedente, o de algunos crudos que no se refinan en el país, después de abastecer el mercado interno. Eso significan menos dólares que ingresan al país. La merma en la extracción de gas, por el contrario, genera la inmediata necesidad de importarlo. Justamente acá se da la contracara: los dólares para cancelar se van como agua fuera del país.
La conjunción de ambos es letal: menos ingresos de divisas por la caída de la producción y más egreso de moneda dura por la dependencia de combustible importado, que se paga al contado y a precio de mercado.
De eso saben, y mucho, dos prominentes figuras del oficialismo. Julio De Vido y Axel Kicillof. El primero fue el hacedor de la política energética que determinó la necesidad de importar combustible; el otro, el gestor del primer cepo cambiario, motivado principalmente en la necesidad de atender los números rojos de la balanza comercial energética de entonces.
Sobre el punto fiscal, la economista Marina Dal Poggetto coincide en que el impacto de los subsidios rondará los 900.000 millones de pesos. “Estará en torno a los 2,5 y 3 puntos del PBI”, afirma. Dice que este año los dólares están pero que no es una situación sostenible. Avanza en su análisis con un tema central: cuánto del costo de producción remunera la tarifa, especialmente, de electricidad.
“Este mes, 40%, y se debe a cierta estacionalidad. Pero a grandes números está en torno a 50%. Es decir, habría que duplicar la tarifa para que se equilibre la cuenta. El problema es que con una inflación de 50%, la cifra va a bajar y eso torna insostenible el sistema de subsidios”, explica.
Y describe que las importaciones de gas pagadas en 2020 fueron por US$1900 millones; entre enero y julio de este año se llegó a US$2700 millones, y la proyección para 2021 es de US$3900 millones.
En el último informe del Instituto General Mosconi hay un apunte sobre una medida que se llama “cobertura” en la tarifa de electricidad, la más atrasada, según indican. La cobertura es la diferencia entre el precio que paga la demanda mayorista, como distribuidoras de todo el país y grandes usuarios industriales, y el costo de generación eléctrica promedio del mercado.
“Una cobertura de 30% indica que la demanda paga un tercio del costo de generar energía mientas que el otro 70% lo pone el Estado vía subsidios que se entregan a Cammesa”, explica Julián Rojo, especialista en energía, a cargo de las estadísticas del Instituto.
Según esos cálculos (ver gráfico), actualmente lo que paga la demanda, el conjunto de todos los usuarios y las distintas tarifas, alcanza para cubrir el 38,5% del costo. Solo para entender en perspectiva, el último año de Cristina Kirchner en la Casa Rosada, con la factura que todos los meses pasaba por debajo de la puerta apenas se cancelaba el 14,2% de los costos de generación.
Macri, con sus aumentos, llevó eso al 54,4% en 2018 y se despidió de Balcarce 50 con ese indicador en 64,3%. En 2020 cayó a 53,8%, algo así como mitad subsidios, mitad tarifas. Pero el último congelamiento dejó el semestre con un indicador de 38,5%.
Con elecciones en el corto plazo y con el valor electoral que el Gobierno considera que tienen los servicios baratos, nada hace suponer que el cuadro tarifario cambie. Pero la generación de energía siempre se paga. No será con la temida boleta, pero siempre hay otros métodos.
El primero, claro, es con dinero del Tesoro. Resuenan por ahí las teorías del interventor del Enargas, Federico Bernal. En pocas palabras, el funcionario, un kirchnerista de paladar negro, postula que si la Argentina entrega a gran parte de la población gratis la salud y la educación, pues por qué no podría hacerlo con parte de la energía. Valora así, la existencia de los subsidios a gran escala.
Pero de regreso a la forma en que se paga el costo de la generación, en un país sin créditos solo existe el dinero del Estado. Claro que si hubiese superávit la discusión sería otra y se centraría en esgrimir prioridades presupuestarias. Algo así como decir porqué se pone el dinero acá cuando se debería poner en otro lado. No mucho más.
Con déficit, la cosa es distinta. Las opciones son deuda o emisión. La primera es hoy imposible en el país, que no puede tomar crédito para hacer infraestructura y menos para pagar gastos corrientes. La segunda es la receta actual: prender la máquina de billetes, aunque la literatura monetaria dice que la imprenta de billetes encendida genera inflación.
Y eso es, claramente, lo que sucede en el país. De regreso al inicio: los subsidios los pagan todos los argentinos, especialmente los que tienen menos recursos, que son los más afectados por la inflación.
Otro efecto del congelamiento
Más allá de la cuestión fiscal, el congelamiento de tarifas genera otro efecto. A tarifa barata, pileta climatizada y aires acondicionados en 18 grados. A menos precio, más consumo.
Daniel Gerold es uno de los hombres más escuchados en el sector energético. En su informe semanal repasa con minuciosidad qué pasa con cada una de las cuencas, las represas y hasta con el pronóstico de lluvia y nieve que determinarán el nivel de los diques. Mira la energía que viene. Con la bajante de los ríos, la entrega hidroeléctrica ya es magra.
Si el consumo sube no hay más remedio que importar. “Las importaciones de gas desde Bolivia promediaron 13,7 millones de metros cúbicos durante la semana pasada, levemente mayores a las de la semana previa de 13,2 millones”; no hay mucho más que pueda ingresar por ese ducto del Norte.
Si sube el consumo (por las tarifas congeladas), ¿de dónde saldrá el gas para generar energía eléctrica? Hay dos vías posibles: más importación o más producción. Gerold explica que la única cuenca en condiciones de sumar oferta es Vaca Muerta; el resto decrece. Pero ahí se esconde uno de los principales problemas de infraestructura de la Argentina. Sucede que el yacimiento ya no tiene demasiada capacidad de transporte, ya que los ductos que llevan el gas a las ciudades están a tope. Se necesita un gasoducto nuevo y, según fuentes del Ministerio de Economía, la nueva ley de hidrocarburos, cuyo proyecto aún no fue presentado al Congreso, podría ser la base para su construcción.
Detrás de esta decisión, que llevará años de ejecución en caso de que se disponga de los US$900 millones que cuesta, está la imposibilidad de ofrecer un contexto de certezas al sector privado para que sea el financista. No hay marco regulatorio a largo plazo capaz de seducir a los dueños de los dólares para que los entierren en la Patagonia.
La otra opción es importar gas. Los puertos de Escobar y de Bahía Blanca son testigos de barcos que amarran con GNL (gas liquido) que se inyecta ya comprimido, tras un proceso que se hace en otro barco que está en el puerto. En julio, a Escobar ingresaron once barcos que provenían de Estados Unidos y uno de Qatar; y en Bahía Blanca, cinco más de este país. Eso requiere dólares frescos.
Para el final, una palabra reposada de Nicolás Gadano, un economista que dedica gran parte de su tiempo a la energía. “Estamos trabados en discusiones de cortísimo plazo y en problemas locales, y el mundo avanza en una transición energética para salir de los hidrocarburos. Es algo que no se tiene en cuenta. El petróleo o el gas podría ser un activo varado”, dice.
Si eso sucede y la infraestructura no llega a tiempo para sacar el petróleo y el gas, pues sería como entregarle el certificado de defunción a la pobre Vaca Muerta.