JULIO VILLALONGA
Este 45° aniversario del golpe de Estado cívico-militar más letal y siniestro de la historia argentina no es un aniversario más. Al menos dos generaciones de argentinos nacieron después de aquel hito, que marcó al país como muy pocos y con heridas indelebles, huellas que quedaron grabadas en el inconsciente colectivo y en las que poco se repara pero que tienen una vigencia frustrante.
La derrota en Malvinas aceleró el regreso de la democracia: aún en la tarea –por nadie pedida- de hacer la guerra, los profesionales mostraron su estado de decadencia, su irrespeto a los derechos humanos, su corrupción generalizada.
No podía ser de otra manera: incubaban esas rémoras desde mucho antes, desde que derrocaron a Juan Domingo Perón, en 1955, por poner un mojón histórico notorio. A eso le sumaron le peor administración del siglo pasado con un mandante, el neoliberalismo local y global, que multiplicó la deuda externa por nueve, de 4.756 millones de dólares en 1976 a más de 45.000 millones siete años más tarde.
Detrás de la cortina de humo ideológica del avance del comunismo, lo que avanzó fue la pobreza y la indigencia mientras un sector mínimo se enriquecía. El plan quedó probado en el juicio a las juntas, desde 1983 en adelante. Lo mismo que las razones de la derrota en el Atlántico sur, en el proceso iniciado en 1988, con la insólita defensa de la Fuerza Aérea, que argumentó que ella no perdió la guerra.