Una única vía de entrada y salida, una chimenea sin escaleras de emergencia, una grieta que llevaba tiempo abriéndose paso en la roca, unos empresarios más interesados en el "boom" de las materias primas que en la seguridad y una autoridad con poca capacidad para fiscalizar.
Este es el cóctel de negligencias que el 5 de agosto de 2010 provocó el derrumbe en la mina San José, un viejo yacimiento de oro y cobre del norte de Chile, en la desértica región de Atacama, donde 33 mineros quedaron atrapados a 700 metros bajo tierra durante 69 días.
Con el mundo entero en vilo fueron sacados de las entrañas de la tierra en un rescate faraónico, que despertó el orgullo de todo un país.
"A los patronos solo les interesaba la producción. Nos controlaban por las cámaras y si nos demorábamos en sacar un camión llamaban desde Santiago para ver qué pasaba", dice a Efe el minero Jorge Galleguillos.
Frente a la boca del estrecho túnel por el que volvió a la vida, Galleguillos recuerda que la mina era conocida como el "Matadero San José" y que ya había sido cerrada en al menos dos ocasiones tras la muerte de dos trabajadores en 2004 y 2007: "La mina crujía constantemente, no paraba de avisarnos".
El accidente, del que la empresa San Esteban salió impune, marcó un punto de inflexión en los estándares de seguridad de la poderosa minería chilena, que en la última década registró unas exportaciones por valor de 42.000 millones de dólares, según la estatal Cochilco.
"La seguridad implica costes y hay muchas empresas que siguen haciendo la vista gorda, que se comprometen en papel pero no en terreno. Aún así, creo que nuestro accidente sirvió para tomar conciencia", asegura a Efe Omar Reygadas, otro superviviente.
Chile, que aglutina el 28 % de la producción mundial de cobre, es el primer productor del mundo del metal rojo, fundamental en la transmisión de energía.
Con una producción en 2019 de 5,7 millones de toneladas, en el país operan gigantes como BHP, Anglo American, Codelco y Antofagasta Minerals, pero también infinitud de pequeñas y medianas compañías.
El derrumbe se produjo en pleno "superciclo de los commodities", cuando China estaba hambrienta de materias primas. Desde la consultora Plusmining explican a Efe que eso atrajo a multitud de nuevos actores y desbordó a las autoridades fiscalizadoras.
"El accidente marcó un antes y un después en materia de prevención y fiscalización. Hoy la minería es una de las actividades más seguras y esto se refleja en la sostenida disminución de la accidentabilidad", afirma por su parte a Efe el ministro chileno de Minería, Baldo Prokurica.
Las cifras no le quitan razón: en 2010 la tasa de fatalidad era de 0,12 (con 45 fallecidos), mientras que el año pasado se redujo hasta 0,03 (con 14 muertos), lo que implica una disminución del 75 % y llevó a Chile a situarse solo por encima de Australia en el ránking sobre seguridad del Consejo Internacional de Minería y Metales (ICMM).
En cuanto a la vigilancia, hace diez años el Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin) contaba solo con 14 supervisores y realizó cerca de 2.400 investigaciones, mientras que el año pasado había más de 60 agentes y se efectuaron 10.500 controles.
Si bien la gran minería chilena cuenta con unos estándares de seguridad y una tecnología de primer nivel, los expertos y los sindicatos coinciden en que el talón de aquiles sigue siendo la pequeña minería.
El último accidente fatal tuvo lugar hace apenas dos semanas, cuando dos trabajadores murieron tras producirse una explosión en un yacimiento a 400 kilómetros al norte de Santiago.
"La pequeña minería y las extracciones artesanales tienen capacidades financieras muy limitadas y el rol de las agencias estatales es clave", apuntan en Plusmining.
Para Patricio Elgueta, presidente de la Federación de Trabajadores del Cobre (FTC), la solución no pasa por aumentar las fiscalizaciones sino por ratificar el Convenio 176 sobre seguridad y salud en las minas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
"Es increíble que Chile no lo haya firmado aún. El convenio nos ayudaría a tener una política nacional sobre seguridad minera. Ahora mismo estamos expuestos a que vuelva a ocurrir lo que pasó en la San José", alerta a Efe.
La gran mayoría de los 33 mineros no han vuelto a trabajar en la minería y sobreviven gracias a una pensión estatal que ronda los 400.000 pesos, cerca de 520 dólares al cambio actual, la mitad de lo que cobraban en el yacimiento.
Claudio Yáñez, otro superviviente, cree que los empresarios de la zona no le han ofrecido trabajo formal desde entonces por miedo a que denuncie las malas condiciones laborales.
Aún así, está dispuesto a volver bajo tierra y dice que el riesgo cero es una quimera: "La mina es como la pesca, los pescadores van a la mar pero no saben si vuelven. Es el precio de desafiar a la naturaleza".
COOPERATIVA
Algunos sienten que fue ayer y otros que ha pasado una eternidad, pero ninguno ha vuelto a ser el mismo desde entonces. Diez años después de pasar 69 días en las entrañas de la tierra, los "33 mineros de Atacama" luchan contra los fantasmas de la mina y la rabia de saberse desamparados y olvidados.
A las 14.30 horas del 5 de agosto de 2010 el viejo yacimiento de oro y cobre de San José, en el desértico norte de Chile, se vino abajo taponando la única vía de entrada y salida y atrapando a 700 metros bajo tierra a 33 hombres de entre 19 y 63 años.
"Se sintió una onda expansiva, casi se me saltan los ojos. Pensé que era una tronadura", recuerda a Efe Omar Reygadas, que entonces se encontraba en la parte más profunda de la mina.
"Se sabía que esto podía ocurrir, la mina crujía constantemente, no paraba de avisarnos, pero a los patronos solo les interesaba la producción", lamenta a Efe Jorge Galleguillos, otro superviviente del llamado "Matadero San José".
Tras 17 días de angustia, sin contacto con el exterior y comiendo media galleta y dos cucharadas de atún en conserva cada 48 horas, una sonda "milagrosa" atravesó la cavidad donde se encontraban los mineros, en plena oscuridad y a más de 30 grados de temperatura.
El tubo volvió a la superficie con un trozo de papel atado, con el escueto mensaje en tinta roja "Estamos bien en el refugio los 33", y Chile suspiró aliviado.
Fue entonces cuando arrancó un plan contrarreloj para ensanchar el hueco de solo 20 centímetros por donde bajó la sonda, que culminó el 13 de octubre con un faraónico rescate, seguido por más de 1.000 millones de personas por Internet, que contó con la colaboración de la NASA y despertó el orgullo de todo un país.
Los mineros se convirtieron en una suerte de héroes nacionales por su resiliencia y su trabajo en equipo. Recorrieron platós de televisión y viajaron por todo el mundo. Hollywood, Israel, España, Gran Bretaña. Fueron recibidos por el papa e incluso el actor Antonio Banderas protagonizó una película de presupuesto millonario.
Hoy, la realidad de estos hombres es completamente distinta: casi no se hablan entre ellos y la mayoría sobrevive gracias a una pensión estatal que empezó siendo de 315.000 pesos y que ahora ronda los 400.000, la mitad de lo que cobraban en el yacimiento.
A Jimmy Sánchez, que con 29 años es el más joven del grupo, aún le tiembla la voz cuando habla de lo que ocurrió. Dice que apenas se acuerda de lo que vivió luego de ser rescatado porque iba muy "empastillado" y que el "golpe" le vino un tiempo después.
"A los 25 años me empecé a dar cuenta de todo lo que pasó. Me afectó mucho. Estuve mal, me cortaba los brazos para poder desahogarme", dice a Efe Sánchez, a quien el terapeuta que le proporcionó el Gobierno le dio el alta apenas tres meses después del rescate y ahora tiene que hacer malabares económicos para ir al psiquiatra.
En Copaipó, la comuna a 45 kilómetros de la mina de donde son la mayoría de los mineros, el joven cuenta que lleva diez años sin trabajo formal y que tiene que seguir viviendo en casa de sus padres con su esposa y sus dos hijos porque no le alcanza para una renta.
"Mucha gente ganó plata con nuestro sufrimiento y eso duele. No fue culpa nuestra quedarnos encerrados y tenemos que conformarnos con una miseria de pensión", denuncia.
Claudio Yáñez, de 44 años y también con apuros económicos, está convencido de que no le han ofrecido trabajo desde entonces por miedo a que denuncie las malas condiciones de seguridad de las minas de Chile, el primer productor de cobre del mundo.
"Nosotros no fuimos héroes, fuimos víctimas", reivindica mientras mira una fotografía colgada en la pared en la que aparece su esposa en el campamento que se montó a las afueras del yacimiento durante el rescate.
San Esteban Primera S.A, la compañía dueña de la mina, fue absuelta del derrumbe, pese a que una investigación parlamentaria evidenció flagrantes negligencias, y 31 de los 33 mineros decidieron entonces demandar al Estado, que fue condenado en 2018 a pagar más de 100.000 dólares a cada uno.
El Consejo de Defensa del Estado (CDE) apeló la sentencia, al considerar que los mineros ya habían sido compensados con pensiones vitalicias, y aún está pendiente su resolución.
"El juez que exculpó a la minera declaró que la responsabilidad era nuestra porque sabíamos que era muy peligroso. Por poco nos hacen a nosotros pagarles una indemnización a los dueños", ironiza Reygadas, de 66 años y para quien fue más duro el acoso mediático posterior que el encierro en sí.
"En Chile el que no tiene plata no es nadie. Seguramente los dueños de la mina metieron pesos por debajo de la mesa para que la causa quedara en nada", apunta Sánchez, tras recordar que tampoco recibieron ni un dólar de la película de Banderas pese a que les prometieron el oro y el moro.
Por culpa de la pandemia del nuevo coronavirus, que se ha ensañado con especial virulencia en Chile, este año no va a haber ningún acto conmemorativo en la mina -y eso que el actual Presidente Sebastián Piñera también gobernaba cuando se produjo el derrumbe- y hasta ahora solo hay convocado un seminario online.
Aunque a los mineros les da pena que no haya ninguna gran ceremonia, pues contribuye a enterrar aún más su desgracia, en el fondo se sienten contentos porque cada vez se les hacía más duro ir a la mina a "poner buena cara" a las autoridades.
Galleguillos, el segundo con más años del grupo, alberga pocas esperanzas sobre la indemnización y solo le pide a Piñera que construya el gran centro de visitantes que prometió, en vez de los destartalados contenedores con fotos y paneles explicativos que hay en la mina hoy en día.
"La mina tuvo 33 partos. Somos hijos de la tierra y es importante que se sepa que aquí ocurrió algo histórico, que ojalá no vuelva a repetirse", apunta emocionado, mientras contempla el agujero por el que hace diez años volvió a la vida en una diminuta cápsula de hierro.