Reflexiones de un veterano cronista en ocasión de otro 7 de junio, fecha en que se celebra en Argentina el Día del Periodista.
DANIEL BOSQUE*
Mi hijo me preguntó, ya varias veces, por qué acabé en el periodismo (no sé si esta expresión es la más válida). Muchas veces he dudado entre darle una respuesta paternalmente correcta y decirle, por ejemplo, “sigamos hablando de futbol” o “hace mucho no me contás, cómo van tus cosas”.
En nuestro gremio están los que descienden de castas de escribas o los que se desviaron de mandatos familiares para anclar en este oficio socialmente molesto, políticamente necesario, cotidianamente descartable por el imperio de las noticias.
Pertenezco a la segunda rama. Mi familia es un clan de abogados y de otras profesiones mejor miradas y menos sospechadas.
A mis padres, tíos, hermanos y primos nadie les ha dicho, aún en la intrascendencia de un cumpleaños infantil en la calesita del barrio, “ojo que esto no es para publicar”, “mirá que lo que hablamos es entre nosotros” o “por favor, por nada del mundo se te ocurra citarme”. A ninguno de ellos les han pedido, aún en casos de patentes pavadas, “en todo caso antes de hacer algo mandame el borrador así le doy el OK”.
Además de haber pasado años comiendo apurado, durmiendo poco y en vilo a la espera de novedades, mientras aguzaba el ingenio para que mis letras sobresalieran entre miles de millones, he tenido oportunidad de conocer mucha gente. De bastante cerca, hasta reparar en la verdadera salud de su cutis, he frecuentado a ricos y famosos, sin serlo, a corruptos y miserables, sin serlo, y a mujeres hermosas y sensuales que me daban su teléfono más privado a cambio de prensa gratis, sólo para eso.
Han pasado los años y siempre tengo la sensación de que mi querida familia, la AFIP, el cura confesor y hasta el chino del súper me siguen viendo como un bicho raro que lleva oculto el aguijón en la mochila. Tal vez sea la estructura paranoica que se apodera de cualquier cronista después de un tiempo prudencial de vida útil, pero en el único lugar que no siento esa mirada desconfiada es en la querida canchita de futbol 5 de los sábados, porque ahí lo que importa es otra cosa y fundamentalmente porque en nuestro equipo de estrellas supra y sub 60 hay, en buen número, colegas periodistas.
Mientras cuento esto, reparo en que mis seres queridos y los que no lo son tanto suelen tener una imagen de los periodistas similar a la de los futbolistas. A los dos colectivos los juzgan como prósperos, rutilantes, dignos de envidiar.
E igualmente, a pateadores de pelota y e informadores nos reclaman los buenos momentos y entretenciones que alivien la angustia existencial. Debo aclarar, querido público, que al menos en mi caso, no siento parecido alguno con los muchachos del balompié, fundamentalmente por la cruda realidad de mi cuenta bancaria.
Es más, si existe la reencarnación y no me toca ser en la próxima vida una mujer paraguaya ni un insecto volador, me gustaría volver como futbolista. Para meter goles de todos los colores y decirle a esos reporteros molestos “disculpame, hoy no tengo ganas de hacer declaraciones porque ustedes desfiguran todo”.
*Director de Mining Press y Enernews
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