OMAR LUGO
Caracas vivió el sábado a la mañana su precaria normalidad. Vagones del Metro sin aire acondicionado y atestados de gente; algunos comercios abiertos, y personas buscando hacer su día, cazando productos escasos en mercados populares.
Cerca del edificio Parque Cristal, un lugar tradicional de concentraciones opositoras, se instaló temprano -como cada sábado- el mercadillo al aire libre. Un poco más allá, dentro del Parque del Este, un grupo de mujeres practicaba yoga; cerca de la estación Miranda del Metro de Caracas, algunos malandrines planeaba sus fechorías; unos niños de la calle jugaban "metras" (bolitas) en un descampado; y unos vendedores ambulantes sembraban pequeñas plantas y flores en envases de bambú, para salir a venderlos en víspera del Día de Madres.
El sábado no apareció la marcha opositora que suele recorrer la avenida Francisco de Miranda rumbo a las concentraciones mayores, tampoco hubo nadie frente a Parque Cristal que enarbolara banderas, pancartas o gorras tricolores. Caracas parece estar a punto de sumirse en otra dimensión de la costumbre: en la inmovilidad política que ayude a prolongar indefinidamente la peor tragedia económica vivida por país americano alguno en la era moderna.
“Cada quien anda ocupado en resolver su día a día”, dice una mujer en alusión a lo difícil que es vivir en una país donde hay que tener dos y tres trabajos para medio comer; donde el transporte público ha colapsado, así como los sistemas de agua, gas y luz eléctrica; y además hay escasez extrema de medicinas. Los alimentos más básicos no se pueden comprar porque el salario mínimo equivale a unos 7 dólares por mes, lo mismo que cuesta un kilo de queso.
Poca gente en la manifestación del sábado en Caracas. EFE
Como una cruel paradoja, esa precariedad, el hambre y la rabia, que en teoría deberían ser combustible para las protestas masivas, parecen actuar como un desmovilizador colectivo.
Las explicaciones suelen ser concretas, y todas relacionadas de alguna forma: además del cansancio físico y del miedo a la represión, los opositores al régimen enfrentan dificultades de organización y comunicaciones para difundir sus mensajes.
Los partidos políticos se han quedado sin cuadros medios, especialmente sin jóvenes, confesaba el otro día un veterano diputado que hoy está en la clandestinidad para evitar se arrestado por los militares. Además es sumamente costoso conseguir medios de transporte para movilizar dirigentes y grupos de manifestantes, y cuando hay alguna gran manifestación nacional, las fuerzas militares y policiales cierran los accesos a Caracas para las caravanas que pretenden llegar desde otras ciudades a intentar formar una gran masa de personas que exhiba la fuerza opositora.
Desde las grandes protestas de 2017 el país ha cambiado, se ha acelerado el éxodo y muchos jóvenes activistas anónimos que caldeaban las protestas y solían enfrentarse con piedras a los policías y militares y devolverles las bombas lacrimógenas en plena calle, también ha salido del país.
Al menos 30 diputados, varios de ellos jóvenes agitadores en las manifestaciones del pasado, o duchos en la movilización de cuadros, están hoy exiliados (11), presos en cárceles militares, o refugiados en embajadas, según una crónica del sitio caraqueño El Estímulo (www.elestimulo.com).
Todo sin contar con que en Venezuela están censurados los medios de radio y TV y las manifestaciones se convocan a través de redes sociales. El chavismo además ha refinado sus técnicas para derrumbar conexiones de Internet y bloquear redes sociales cuando los líderes opositores intentan transmitir mensajes por Youtube o Periscope.
La escena del sábado contrastaba con las protestas masivas de comienzos de año, cuando se veía el entusiasmo y la esperanza pintados en los rostros de la gente. En los vagones del Metro -que suele cerrar el gobierno cuando hay marchas opositoras- no fue posible ver ningún grupo de manifestantes rumbo a la plaza Alfredo Sadel, de Las Mercedes, en el municipio Baruta, donde sería la más reciente aparición de Juan Guaidó.
La avenida principal de Las Mercades, que en la última concentración allí organizada estuvo a reventar desde Chacaito hasta casi la Autopista del Este (unos dos kilómetros), lucía como un sábado normal: despejada y con tráfico de carros en varios canales. Apenas había una retención al final de la avenida, en los alrededores de la propia plaza. Los manifestantes habían sido convocados a comparecer a las 10 de la mañana. Pero eran las 12.30 del mediodía y Guaidó hablaba para escasamente unas 700 personas.
Algunos lo escuchaban atentos, otros conversaban entre ellos, o deambulaban por ahí. Hubiera sido posible acercarse, subir a la tarima y halarle las faldones del saco a Guaidó. No había que apretarse mucho ni empujarse para hacerse una selfie con la tarima instalada frente a un enjambre de periodistas nacionales y extranjeros.
“Hoy le pido a Venezuela que no descansen un solo día hasta lograr el cese de la usurpación, de la persecución. Llegamos a un punto de inflexión para Venezuela. O somos presa del miedo, de la inacción, o nos mantenemos unidos en la calle a todo momento”, decía el presidente del parlamento, reconocido como presidente interino del país por unos 54 gobiernos americanos y europeos.
Sus palabras parecían querer contrarrestar un sentimiento colectivo, cierta atmósfera de desesperanza y derrota que parece prender entre las filas opositoras después de los últimos eventos políticos.
Cuando el fenómeno Guaidó apareció a comienzos de año, prendió una efervescencia colectiva que llenó de motivación a las filas opositoras. Sus argumentos son contundentes: el actual período de Maduro en el poder, iniciado el 10 de enero, nació de unas elecciones anticipadas más de seis meses; en las que los principales partidos de oposición y sus líderes históricos tuvieron prohibido participar; donde hubo manifiesto ventajismo oficial y compra de votos.
La elección además fue convocada por una asamblea constituyente creada por el propio Maduro para gobernar con poderes superemos, absolutos y soberanos, que usurpa las funciones del parlamento opositor. Estas circunstancias, según opositores y juristas, determinan la ilegitimidad del actual gobierno. Y por lo tanto un vacío que, según la Constitución vigente, debe ser lleno de manera interina por el presidente del Parlamento. En este caso le correspondió a Guaidó. Pero es difícil sostener estos argumentos ante un gobierno que no acepta objeciones, que se niega a negociar y aún más a entregar el poder.
“El 1° de Mayo sí eramos bastantes, marchamos por la autopista en Santa Fe , pero nos corrieron”, dice una mujer de unos 50 años, acompañada de su esposo y su hermana, recordando la dura represión con gases y perdigones que dispersó la última concentración importante de la oposición. Esa semana la represión dejó unos cinco asesinados y varios heridos y más presos políticos.
“La gente está esperando más, más allá de los discursos, donde dicen lo que ya sabemos”, se queja un hombre acompañado de su mujer y su hijo adolescente. Han venido a la concentración desde Catia, en el oeste de Caracas. En su zona donde ,dice, no se puede protestar porque los opositores están bajo permanente amenaza de los “colectivos” como llaman en Venezuela a las bandas armadas paramilitares adscritas al gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela.
“Que solicite ayuda militar (externa). Piedras contra balas no tienen chance. Esa gente no va a salir ni por las buenas ni por elecciones. Pero mientras tanto seguimos apoyándolo”, dice un padre de familia tras escuchar el discurso de Guaidó.
En la madrugada del 30 de abril, de manera sorpresiva el líder opositor apareció frente a la base aérea Francisco de Miranda, en Caracas, rodeado de algunos militares y de Leopoldo López, el preso político más famoso del país, que había sido liberado en la madrugada en medio de una rebelión en la después se sabría que participó el jefe de la policía política Sebin, general Manuel Cristopher Figuera.
La esperanza manifiesta por los líderes opositores era que un río de gente inundara las calles para apoyar la rebelión, entusiasmar a otros militares descontentos y marchar hasta los centros de poder político y militar y provocar un cambio dramático en la situación política de Venezuela. Nada de eso pasó. Guaidó y López se replegaron hasta la emblemática Plaza Altamira, en Chacao, de allí intentarían luego reagrupar fuerzas y marchar hacia el oeste de la ciudad (un bastión dominado por las bandas armadas civiles chavistas), pero fueron contenidos unos 700 metros más allá, en Chacaíto, por la policía con equipos antimotines.
Después hubo dos intentos más de mover a las masas: el sábado pasado cuando los opositores se acercaron hasta instalaciones militares para presentar documentos que serían quemados por los uniformados; y ahora este sábado 11, cuando se convocó en Caracas y en varias ciudades del país a protestar por el golpe final contra el parlamento.
Tras la fallida revuelta cívico militar, un Maduro envalentonado y con manifiesto apoyo público del alto mando de la Fuerza Armada, ha iniciado una cacería de brujas contra civiles y militares opositores, inclusive diputados que acudieron el 30 de abril al distribuidor Altamira, frente a la base aérea.
Los dirigentes opositores confiaban en que este llamado del 11 de mayo fuera atendido masivamente, considerando que en las últimas horas una docena de diputados han tenido que pasar a la clandestinidad, al exilio o han sido hecho prisioneros; sus casas allanadas o atacadas con pintas de amenazas y han sido expuestos al escarnio público.
El chavismo los acusa de traición a la patria y los somete a juicios sumarios, saltándose la Constitución, que ordena antejuicios de mérito para despojar de su inmunidad a un legislador electo por el pueblo. Ese mismo pueblo que votó masivamente en diciembre de 2015 por estos dirigentes hoy neutralizados y que en su momento –hace tres años- se creyó que podrían usar el poder de la mayoría calificada en el Parlamento para desalojar al chavismo y cambiar la historia.
Pero el chavismo desconoció el resultado de esa elección y despojó de sus funciones constitucionales al Parlamento hasta convertirlo en poco menos que un foro de discusiones sin poder real, porque en Venezuela el único poder efectivo hoy es el de las armas.
RODOLFO TERRAGNO*
La ex Presidenta chilena Michelle Bachelet -militante como Salvador Allende del Partido Socialista- luchó contra la dictadura de Augusto Pinochet, sufrió cárcel y torturas, pero no claudicó. En ejercicio del poder, se empeñó en procurar “verdad, justicia y reparación” para “víctimas y familiares”. Hoy es la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y, desde esa posición, enfrenta a los gobiernos que violan tales derechos. Entre ellos está, a su juicio, el del venezolano Nicolás Maduro.
Bachelet ha denunciado que en la actual Venezuela se suceden las “torturas” y los “asesinatos”. Sus equipos contabilizaron, el año pasado, 205 homicidios atribuidos a las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES): una organización paramilitar que recuerda a la Triple A argentina.
Las de Bachelet son denuncias de una mujer progresista, que nada tiene que ver con la derecha.
Como no tienen que ver con la derecha Amnistía Internacional, que documentó seis “ejecuciones extrajudiciales” a manos de las FAES en distintas partes de Venezuela.
Ni son de derecha las expresiones del ex presidente socialista de España, Felipe González, quien llegó al extremo de afirmar que en Venezuela hay una “tiranía”.
El chavismo -que en dos ocasiones admitió una derrota electoral- se volvió cada vez menos democrático y, cuando la economía venezolana comenzó a desmoronarse, recurrió al encarcelamiento y la represión irregular.
El gobierno de Maduro atribuye la crisis económica, incluyendo la falta de alimentos y medicinas, a las sanciones que, desde mucho antes de hacerlas explícitas, vienen aplicándole los Estados Unidos a Venezuela. Eso pudo haber contribuido, pero no es la causa principal.
Por otra parte, si Washington tiene el poder de asfixiar al gobierno venezolano es porque la “revolución antiimperialista” que inició Hugo Chávez no supo acabar con la dependencia.
La Venezuela chavista vivió hasta hace meses de los Estados Unidos.
Cuando se inició el actual conflicto, exportaba al país de Trump unos 500.000 barriles de petróleo por día. Más de 40 por ciento de sus exportaciones iban a los Estados Unidos, de donde venían además sus mayores importaciones.
No hay país que tenga más reservas de petróleo que Venezuela. Ni Arabia Saudita. Pero el chavismo no se ocupó de incrementar la producción, diversificar mercados y desarrollar la petroquímica. Más aún, Venezuela siguió yendo a refinar su petróleo en los propios Estados Unidos, donde es dueña de una empresa, basada en Houston, que tiene allá tres refinerías.
El chavismo gozó de varios años de precios record del petróleo en el mundo. Cuando asumió Chávez, 18,48 dólares por barril. Cuando asumió Maduro, 98,92. Es cierto que en 2015 el precio comenzó a caer y el año pasado estuvo a 57,77, pero ese valor (tres veces superior al que encontró Chávez en su debut) habría bastado para resistir, si el país se hubiese desarrollado y el gobierno mantenido un fondo de reserva. En cambio, el chavismo dilapidó recursos y creó el Fondo Nacional para el Desarrollo Nacional (sic), conocido como FONDEN, que desde 2005 manejó más de 100.000 millones de dólares, perdió ingentes sumas en inversiones financieras y no modificó la estructura productiva del país.
La economía se redujo a la mitad en seis años, y la inflación está hoy en 1.623.656 por ciento anual. Sí, 1.623.656.
Quienes más sufren este colapso son los sectores de menos ingresos.
El “socialismo del siglo XXI”, como el chavismo bautizó a su doctrina, comenzó disminuyendo la desigualdad social pero terminó aumentándola. Con la creciente crisis económica, desde que asumió Maduro hasta ahora la pobreza extrema pasó de 23,6% a 62,1% de la población. Son datos de la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI): una organización formada por la Universidad Central de Venezuela, la Universidad Simón Bolivar y la Universidad Andrés Bello.
Esa es la causa principal del pasmoso éxodo venezolano.
El Alto Comisionado de las Uniones Unidas para los Refugiados ha comparado la diáspora venezolana con la causada por la guerra de Siria. Según el organismo, desde 1999, abandonaron Venezuela tres millones de venezolanos; alrededor de 10 por ciento de la población.
Human Rights Watch publicó recientemente un informe titulado “El éxodo venezolano: Urge una respuesta regional ante una crisis migratoria sin precedentes”.
Es que esos millones de venezolanos se han repartido, en su mayoría, por Colombia, Perú, Chile y la Argentina, creando un problema migratorio de envergadura.
Fue eso lo que convirtió el drama interno de Venezuela en un fenómeno internacional.
Más de medio centenar de países -la Argentina entre los principales- procuran hoy que cesen los padecimiento en la República Bolivariana. Con ese fin, han tomado una decisión asombrosa: reconocer como Jefe de Estado de Venezuela a Juan Guaidó, que no gobierna ni un metro cuadrado del territorio, pero que se ha constituido en ese necesario líder que la oposición no supo encontrar durante años. El apoyo político y económico a Guaidó, sumado a nuevas sanciones, terminarán por voltear a Maduro. Ya los Estados Unidos, aunque con muy dudoso derecho, congelaron los recursos que Venezuela tenía en ese país, y le han impuesto un cuasi bloqueo a su comercio exterior. El apoyo de Rusia y China no le alcanzarán a Maduro para conservar el poder.
Ojalá la comunidad internacional hubiese tenido la misma sensibilidad, en su momento, cuando Chile vivía bajo la impía crueldad de Augusto Pinochet y la Argentina sufría el terrorismo de Estado de una infame Junta militar. Ambos gobiernos ejercieron un poder absoluto y cometieron crímenes de lesa humanidad a gran escala, sin recibir de los Estados Unidos sanciones sino apoyo.
Ahora, cualesquiera sean sus motivaciones, Washington es al menos parte de un movimiento internacional capaz de llevar libertad y sosiego a un pueblo devastado. El desenlace debería llegar cuanto antes: de lo contrario las sanciones dirigidas a liberarlos, acrecentarían las penurias de los venezolanos .
Rodolfo Terragno es político y diplomático. Embajador argentino ante la UNESCO.