RODOLFO SCHMAL *
Vivimos tiempos inverosímiles, en los que la velocidad cuenta como nunca. Atrás ha quedado la vida lánguida, parsimoniosa, rural, en la que dábamos tiempo al tiempo. Somos por ello ¿más felices? No lo sé, pero escribo esta columna porque al menos desde que jubilé siento una distensión que rara vez he sentido en mi etapa laboral y porque percibo que la vida lenta tiene su gracia, su secreto, su valor.
Sumergidos en una vorágine que nos atrapa, ella nos exige correr, galopar sin parar para poder asentarnos, clavar estacas, pero rara vez lo logramos. Algo nos mueve e impulsa a seguir, a producir más en menos tiempo, y por lo mismo, paradojalmente, a consumir más, a rodearnos de objetos no siempre imprescindibles. Curiosamente, a medida que ascendemos social y económicamente, la insatisfacción con lo que se tiene, pareciera que en vez de disminuir, aumenta. Pugnamos por más y más sin parar.
En la carrera contra el tiempo, atrás quedaron los almuerzos con entrada, sopa, plato de fondo, postre y café, además de la infaltable sobremesa. Ahora prima la comida rápida, en un dos por tres, no hay tiempo que perder.
Cuando enfermamos, la necesidad de recuperarnos rápido, de volver a la cancha, nos extrae del necesario tiempo y reposo, impulsándonos a ingerir remedios que fuercen la aceleración de nuestra rehabilitación, obviando las consecuencias colaterales que pudieran producirse.
La necesidad de no perder el tiempo, porque el tiempo es oro –como me lo recalcaba insistentemente un querido jefe que tuve por más de un lustro-, es lo que está tras muchos de los males de la sociedad moderna. Así es como se nos va la vida sin parar, salvo aquel que hacemos para seguir corriendo. De tanto correr estamos en los primeros puestos mundiales de obesidad, de depresión, de licencias médicas, de descontento con nosotros mismos.
La pandemia ha constituido una preciosa oportunidad, al menos para quienes estamos sobreviviendo a ella, para hacer ese necesario alto en el camino, para repensar nuestros objetivos y lo que hacemos, para restablecer una nueva forma de relacionarnos con los demás y con la naturaleza, para valorar la vida campestre, lánguida, parsimoniosa. Un alto para perder el tiempo y contemplar sin apuro la majestuosa cordillera que nos acompaña, así como los múltiples colores que nos ofrece la naturaleza, y ese mar que no tan tranquilo nos baña. Un alto para relacionarnos con quienes más queremos, con quienes nos rodean, para mirarnos y apoyarnos mutuamente, para distendernos.
La necesidad de ser más productivo, de producir más en menos tiempo, tiene consecuencias: tensa. Paradojalmente los portentosos avances científico-tecnológicos que a diario observamos, tienden a esclavizarnos en vez de liberarnos en el marco de una cultura de la productividad de la que resulta difícil escapar. Son pocos quienes lo logran voluntariamente.
Se nos tiende a medir por la velocidad con que hacemos las cosas, con que producimos. Estamos rodeados de indicadores en tal dirección: el n° de pacientes que atendemos por hora; la cantidad de papers que somos capaces de generar por año; la tasa de alumnos que repiten de curso en los colegios. Son todos indicadores de velocidad, de nuestra capacidad para prestar servicios o elaborar bienes como si fuésemos máquinas productoras de salchichas. Es hora de volver atrás porque por este camino no tenemos solo al ser humano estresado, sino que también a la naturaleza. El cambio climático no es sino una consecuencia de la agresión a la que es sometida por parte nuestra al no darle tiempo al tiempo.
No estoy contra el progreso, pero éste debe ser para tener más tiempo libre para nosotros mismos, para reflexionar, para sentirnos mejor, no peor, para vivir en armonía con la naturaleza, no para acelerar su destrucción ni la extracción de los recursos que atesora.
Parece increíble, pero todo apunta a que el valor de la vida lenta es substancialmente superior al de la vida rápida.
* Ingeniero Civil Industrial, Master en Informática; académico de la Universidad de Talca