La conocida gurú de la militancia anti extractivas en América Latina esboza circunoquios para denostar a los combustibles fósiles y proyectos de transición energética. Curiosamente en su texto hay cero alusión a los minerales estratégicos que permitirían dar solución a otra fase de desarrollo de la humanidad, pero si abundantes menciones a la desigualdad y las estructuras de poder en el mundo.
LA TRANSICIÓN ENERGÉTICA
MARISTELLA SVAMPA */EL DIARIO AR
No existe un manual para la transición energética, con preguntas y respuestas, mucho menos a partir de la gran escala y la aceleración de la crisis climática. Pero es claro que la transición no sólo se ha complejizado; es además un concepto en disputa. No hay una transición, sino muchas. Así, existen tantas miradas de la transición energética como intereses económicos, políticos, ideológicos, ecológicos, tecnológicos y hegemónicos. Hay propuestas de transición energética con objetivos claramente diversos. Miradas político-económicas desde el neoliberalismo, el keynesianismo y el anticapitalismo, desde perspectivas ecologistas, del culto a la vida silvestre o a la ecoeficiencia (culto a lo tecnológico), miradas desde las grandes corporaciones petroleras, desde el ambientalismo popular y desde pequeñas cooperativas ciudadanas.
Por un lado, en términos tecnológicos, los tiempos de la transición energética son de mediano y largo plazo, pues desde el despliegue hasta la maduración de un nuevo patrón energético se requiere entre cuarenta y cincuenta años, todo lo cual suele acentuar las asimetrías entre el norte (siempre refractario a la transferencia de nuevas tecnologías) y el sur global (cuya inserción subordinada en el sistema mundo se concibe como automática, sobre todo desde el discurso y las prácticas dominantes). Por otro lado, la crisis climática es de tal envergadura que lo más probable es que, de seguir así, la transición energética no se haga de manera ordenada ni gradual, como ocurrió en el pasado, sino de modo desordenado y caótico, incluso en términos autoritarios y/o compulsivos, en una dinámica que fluye siempre de centro a periferia, desde el norte hacia el sur global, que nos enfrente además a escenarios de escasez.
Creemos necesario abrir entonces la discusión sobre las diversas propuestas de transición energética, con el fin de brindar pautas que nos ayuden a pensar cuáles deben ser las características de una transición energética congruente con una mirada de justicia social, ambiental y poscapitalista frente al neoextractivismo y la crisis climática.
Si bien existen diferencias profundas, la mayoría de las propuestas de transición energética poseen un denominador común: aceptar el rol de la acción humana, particularmente a partir de la era industrial (Antropoceno), en la generación de la crisis climática; proponer la diversificación de la matriz energética y el fomento de la disminución del contenido fósil para reemplazarlo por otras fuentes (descarbonización); en algunos casos, por fuentes renovables y sustentables; en otros, por energía nuclear e, incluso en algunos casos, por los llamados fósiles no convencionales.
En pleno siglo XXI, se puede afirmar que la preocupación (o, en algunos casos, la oportunidad económica) para algunos actores que impulsan la transición energética es la crisis climática. Así, desde distintos espacios oficiales, como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), se plantean propuestas y condiciones para la transición energética. Al identificar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) como la principal causa de la crisis climática, estos espacios pretenden generar mecanismos para restringirlas, principalmente a través del uso de fuentes energéticas no fósiles.
Sin embargo, reducir el análisis de las causas de la crisis climática a las emisiones de gases de efecto invernadero deja de lado otros elementos, tanto en el ámbito ambiental (por ejemplo, contaminación, reducción de la biodiversidad) como social (consumo, desigualdades, violación de derechos). Son aspectos importantes, que forman parte de la crisis actual y deben tenerse en cuenta en la búsqueda de soluciones. Pero no podemos caer en la tentación metonímica, tomando la parte por el todo. Esta reducción conceptual se conoce como “carbonización del clima” y se asocia con el interés de establecer indicadores cuantitativos y, ligado a ello, crear herramientas de mercado. En muchos casos, todo se reduce a las toneladas equivalentes de dióxido de carbono, cuya disminución se convierte en el indicador único de la lucha frente a la crisis climática global.
En este contexto, son varias las vertientes que pretenden imponer su mirada de transición energética, algunas de forma autoritaria, y otras populares y en constante construcción. Como punto de partida, se pueden identificar dos grandes universos. Por un lado, están los actores que, frente a la situación climática, ven en la transición energética un potencial de acumulación de riqueza y posicionamiento hegemónico geopolítico —con mecanismos de sustentabilidad débil, con una mirada corporativa y patriarcal—, que se podría denominar “universo del ambientalismo corporativo” o la “narrativa capitalista-tecnocrática”. […]
Por otro lado, están quienes apuestan por una sustentabilidad plena y persiguen una transición energética que apuesta a la articulación de la justicia social y ambiental, en clave participativa y cooperativa, algo que se podría definir como “universo del ecologismo popular”, basado en la narrativa relacional y anticapitalista, así como de transición socioecológica. Esta perspectiva daría lugar a lo que hemos llamado en este libro, así como en otros trabajos, la transición energética popular.
La transición energética corporativa no es solo empresarial, sino que esta mirada puede tener adeptos diversos, desde empresas multinacionales, Estados (países, provincias, regiones, municipios), instituciones y organizaciones que ven en este camino el único posible —o, para ellos, el más “rápido”— para responder a la urgencia de la crisis. Quienes impulsan una transición energética corporativa se enfocan en una perspectiva estrictamente tecno-economicista hegemónica. Para esta visión, el objetivo principal es emitir menos gases de efecto invernadero y generar cierto respaldo geopolítico ante la creciente preocupación pública por el cambio climático, en un proceso creciente de acumulación de riqueza y poder a través de las nuevas áreas de extracción, manteniendo las relaciones de desigualdad existentes. En muchos casos, impulsan salidas a las urgencias climáticas sumamente controvertidas e impactantes, como el uso de la energía nuclear, el gas no convencional y las grandes represas, y en última instancia, la geoingeniería.
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Así, la transición energética corporativa se asienta en la banalizada idea del “desarrollo sustentable” y la “economía verde”, esto es, en continuar el camino del crecimiento sin límites, intercambiando recursos fósiles por renovables y de alta tecnología, sin modificar las lógicas de explotación y consumo capitalistas, ni cuestionar la distribución o el acceso a la energía de las poblaciones o la participación ciudadana en los procesos de toma de decisión.
La pandemia del Covid 19 –de origen zoonótico– y el agravamiento de la crisis climática habilitaron debates más integrales acerca de la transición ecosocial, la necesidad de articular justicia social y justicia ambiental; y muy particularmente, encarar el proceso de descarbonización de nuestras sociedades. El Pacto Verde europeo y el Green New Deal en su versión débil para Estados Unidos constituyen hojas de ruta de una transición hablada desde el Norte, en clave corporativa, cuyo énfasis en la descarbonización, de cara a los compromisos con el Acuerdo de París y la Agenda 2030, son más evidentes hoy, frente al agravamiento de la crisis climática, así como del desastre sanitario y económico producido por la pandemia.
La transición energética corporativa no representa un cambio de paradigma, sino una expresión del modo en que el sistema capitalista intenta montarse sobre la crisis energética y climática para lanzar un nuevo ciclo de acumulación. El fin último de los actores que impulsan esta visión de la transición energética es liderarla. […]
En contraposición a este “universo del ambientalismo corporativo”, encontramos el “universo del ambientalismo popular”, el cual está atravesado por nuevas gramáticas políticas, surgidas de las resistencias locales y de los movimientos ecoterritoriales, de experiencias de carácter prefigurativo y antisistémicas, que plantean una nueva relación entre humanos, así como entre sociedad-naturaleza, entre humano y no humano; una nueva agenda de bienes comunes y de transición ecosocial. Desde el sur, el ambientalismo popular alude a las experiencias de autoorganización y autogestión de los sectores populares ligadas a la agroecología y la economía social y el autocontrol del proceso de producción, otras ligadas a la reproducción de la vida social y la creación de nuevas formas de ecocomunidad. En los países del norte, la apertura del imaginario de transformación local viene de la mano de comunidades de transición, horticultura urbana, reparto del trabajo, monedas sociales, entre otras.
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Asimismo, son pocas las miradas que entienden la energía no como un fin, sino como una herramienta para mejorar la calidad de vida de las personas en un marco de derechos sociales congruente con los derechos de la naturaleza. Esto significa una gran disputa de poder, pero también de sentido. Desde esta otra mirada, urge construir colectivamente una transición energética popular contrahegemónica, basada en el respeto de los derechos, en la justicia socioambiental, y la sostenibilidad y cuidado de la vida digna. Las condiciones materiales del planeta imposibilitan la idea de la expansión o el crecimiento sin límites. Esta realidad se debe analizar en una perspectiva geopolítica, de deuda ecológica, en un contexto de conflictos ecológicos distributivos, por los que diversos actores, con diferentes niveles de poder e intereses distintos, se enfrentan a las demandas de recursos por parte de otros actores en un momento ecológico particular.
Por último, esta mirada sobre la transición energética popular apunta a instalar la premisa del derecho a la energía al tiempo que cuestiona la energía como una mercancía. Se asienta sobre la idea de desprivatizar, de fortalecer las diversas formas de lo público, lo participativo y lo democrático. Se afirma sobre la imperiosa necesidad de reducir la utilización de energía y, a la vez, de desfosilizar las fuentes energéticas utilizadas. Se asienta sobre la lucha por eliminar la pobreza energética, y descentralizar y democratizar los procesos de decisión en torno a la energía. Se asienta sobre la necesidad de despatriarcalizar esto es, de desnaturalizar una multiplicidad de niveles que configuran el carácter patriarcal, capitalista y colonial del sector energético, y los actores sociales vinculados con este (no sólo empresas y decisores políticos, sino también sindicatos y trabajadores, entre otros).
* Socióloga, escritora, investigadora anfibia del sistema público argentino