DIEGO ROGER *
En los últimos años, el concepto de transición energética ha ido ganando espacio público a raíz de la problemática del cambio climático y la necesidad de tomar medidas de mitigación para contener el aumento global de las temperaturas, pero dicha ganancia de espacio no se corresponde con una discusión en profundidad de sus implicancias para nuestro país.
En buena medida, esto se debe a la densidad de la temática, ya que el energético es quizás el más complejo de los sistemas sociales, pero también responde a la opaca trama de intereses que rodean el tema, la asimétrica distribución de la información y la existencia de amplios significantes culturales de “lo verde” o “sustentable” que no necesariamente son lo deseable para nuestro país o lo que se corresponde con la evidencia científica disponible.
Abordar entonces una discusión con rigor exige el despliegue de un mínimo de cuestiones para empezar a reconstruir la densidad de la trama de la temática. Solo de esta manera es posible sopesar consecuencias, implicancias e impactos, porque al hablar del sector energético y su proyección no se está hablando de otra cosa que de la base que ha posibilitado y sustentado el proceso de evolución humana y el espectacular desarrollo tecnológico de los últimos siglos.
¿QUÉ ES LA TRANSICIÓN ENERGÉTICA?
Una transición energética (TE) es un proceso de cambio del orden de décadas que implica el pasaje de un régimen energético a otro. Este último puede ser definido como una formación histórica específica en la cual el modo en que se produce, distribuye y consume energía es indisociable de su entramado socio-económico, tecnológico y político, y donde por eso la dirección del cambio de la transición no resulta neutra, pues en esa configuración existen relaciones de poder y de fuerza entre diferentes actores que conforman una distribución de costos y beneficios para naciones y personas.
Una transición energética (TE) es un proceso de cambio del orden de décadas que implica el pasaje de un régimen energético a otro.
Entonces, una TE puede ser definida como un proceso de cambio estructural, cuyo sentido (progresivo o regresivo) dependerá de las políticas que adopte cada país para su gestión. Y acentuemos lo “estructural”, ya que ello implica cambiar los modos en los cuales se produce, habita, desplaza y, en general, se vive, pero también, el modo en que se dividen y administran los esfuerzos sociales tendientes a producir y reproducir el orden existente en la sociedad. Queda así a las claras que hablar del régimen energético y su cambio en modo alguno se restringe a la energía.
Respecto de la actual TE, se trata del pasaje de un sistema social que para su reproducción se apoya en el uso de combustibles fósiles, la generación de altas emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y elevadas pero decrecientes tasas de retorno energético (TRE), a otro bajo en emisiones de GEI y menores TRE (pero crecientes para algunas tecnologías). Todo ello implica un proceso de cambio simultáneo en las esferas tecno-económica, socio-técnica y política, y en escala global, la amenaza de una potencial caída de la productividad social, lo cual puede tener consecuencias catastróficas para los eslabones más débiles de la sociedad.
En términos de historia, “el gran salto adelante” en la República Popular China o “el periodo especial” en Cuba son ejemplos de lo que implican decisiones voluntaristas sin sustento técnico, por un lado, y una brutal caída de la disponibilidad de energía de alta productividad, por el otro.
El modo de vida que damos por sentado es mucho más frágil de lo que creemos, y se apoya en flujos constantes, predecibles y fiables de energía de alta calidad. Sin ellos, la vuelta a la calidad de vida de la era preindustrial sería casi un hecho.
Se trata de pasar de un sistema apoyado en combustibles fósiles, altas emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y elevadas tasas de retorno energético (TRE), a otro bajo en emisiones de GEI y menores TRE.
LA ARGENTINA Y EL MUNDO EN LA TRANSICIÓN
Desde el punto de vista de los impactos ambientales, la Argentina tiene solo un peso marginal en las emisiones del planeta. En 2018, las emisiones producidas por el sector energético local representaron el 0,5 % del total global, a la vez que, dentro de la estructura de emisiones del país, significan el 53 %, mientas que a nivel mundial ese valor llega al 76 %.
Esta enorme diferencia porcentual muestra que nuestro país puede hacer esfuerzos para mitigar emisiones en otros sectores, como en la agricultura, que puede transformarse en un capturador de CO2 por medio del cambio en prácticas agrícolas, a la vez que darse un ritmo más pausado en el sector energético, acorde al escalamiento de capacidades locales. Esto sin desconocer la necesidad de aportar al esfuerzo mundial por la baja de emisiones, pero haciéndolo compatible con una agenda de inclusión, equidad y justicia social que requiere de más energía para incorporar a enormes porciones de la población.
Si observamos el pasado para entender cómo hicimos la anterior transición (de la biomasa y el carbón a los hidrocarburos y la electricidad), podemos apreciar que se trató de un esfuerzo de décadas, organizado en torno de capacidades estatales (empresas públicas, instituciones de ciencia y tecnología, financiamiento, planificación) y que, en lo central, implicó gestionar, desarrollar y disponer de recursos tecnológicos para llevar adelante la prospección, explotación, transformación y distribución del patrimonio energético del país.
En derredor de empresas públicas como YPF, Gas del Estado o Aguas y Energía, se construyeron las capacidades que permitieron producir y explotar energía según nuestras necesidades, garantizando su provisión pero también la seguridad nacional, en el sentido de que la Argentina no se hallaba a merced de otros actores con posibilidad de bloquear al país. El actual conflicto entre Rusia y Ucrania vuelve a poner en primer plano estas cuestiones cuando se aprecia que hay multinacionales que actúan como ariete de sus naciones de origen para dañar a otras.
Si observamos cómo hicimos la anterior transición (de la biomasa y el carbón a los hidrocarburos y la electricidad), apreciamos que se trató de un esfuerzo de décadas, organizado en torno de capacidades estatales.
Entonces, observando el pasado y la necesidad de llevar la TE en un sentido que sea inclusivo y desarrollista, aparece un vacío en el espacio de las competencias nacionales para la transición, puesto que las reformas de la década de 1990 en el sector energético han vaciado de capacidad de acción al Estado en favor del sector privado, dejando atrofiada la posibilidad de planificación al solo hecho de ofrecer incentivos a la inversión. Esta deriva, donde la financierización de la reproducción del capital inclina el fiel de la balanza en contra del capital productivo, empuja de manera brutal la dirección del proceso de transición hacia la importación de equipos energéticos, la búsqueda de rentas y la salida de divisas, lastrando la macroeconomía, la captura de empleo local y el potencial de cambio estructural positivo de la transición.
LA “ESTRATEGIA DEL SEMBRADOR” Y LA TE EN LA ARGENTINA
Tal como hemos señalado, el cambio que supone la TE es sistémico, por lo cual abarca a suministros energéticos, tecnologías e industrias, y modelos de organización social, tanto desde el lado de la oferta como del consumo. La sola enumeración de estos espacios pone de relieve lo implicado, ya que aparece, por un lado, la necesidad de una enorme capacidad de coordinación de políticas para la transición, y por el otro, el requisito de generar reglas de juego adecuadas a las necesidades del país, pero también de planificar, ejecutar y financiar enormes volúmenes de obras e infraestructuras bajo un criterio de desarrollo territorial.
Desde el punto de vista estrictamente energético, se trata de enfrentar “el dilema del sembrador”. Este se basa en la necesidad de balancear las necesidades alimentarias actuales con las futuras (guardando granos para semillas y, por ende, para las siembras por venir). En el tema que nos compete, se trata de una doble problemática.
La primera es cómo se va gestionando la transformación del actual mix energético de modo que no se produzca una caída brusca de productividad y oferta energética, sino dando tiempo mediante la productividad de los hidrocarburos a que se desarrolle la productividad de las energías renovables.
Y la segunda cuestión es cómo se utilizan las actuales fuentes para apalancar el desarrollo de las renovables, en dispositivos que permitan acelerar el ritmo de la transición sobre la base del escalamiento de capacidades locales y el desarrollo de mecanismos de financiamiento endógenos.
El cambio que supone la TE es sistémico, por lo cual abarca a suministros energéticos, tecnologías e industrias, y modelos de organización social, tanto desde el lado de la oferta como del consumo.
La construcción de este puente entre no renovables y renovables, que debe basarse en la seguridad energética, implica sin duda conflictos y discusiones y requiere gran disponibilidad de información de parte del Estado. Por ejemplo, incluir fuentes de suministros que poseen buena productividad (TRE) pero que suscitan desconfianza, como el petróleo costa afuera (offshore), o el desarrollo de nuevas producciones de hidrocarburos, la energía nuclear y la hidroeléctrica. Y esto armonizado con un despliegue de renovables como la energía solar y la fotovoltaica, basadas en el escalamiento de capacidades nacionales, de modo de reducir su dependencia de las importaciones y la dolarización de la energía.
Respecto de la cuestión del financiamiento, es imperativo recuperar la capacidad de financiar de manera local el escalamiento de tecnologías renovables nacionales, pues sin ellas es inalcanzable el objetivo de pesificación y sostenibilidad de la transición, ya que de lo contrario la misma debería basarse en importación de tecnologías, deuda externa y tarifas dolarizadas. Por eso es preciso que el Estado recupere flujos de caja asociados a la producción de energía, invirtiendo la actual corriente de rentas de recursos naturales del sector financiero hacia el desarrollo productivo.
De lo que se trata, básicamente, es de capturar parte de la renta de recursos naturales, como regalías hidrocarburíferas o producción hidroeléctrica ya amortizada, para redirigirla al desarrollo del financiamiento de la transición mediante tecnologías nacionales. En la consolidación de estos mecanismos se juega la factibilidad o no de una TE de carácter progresivo, ya que sin financiamiento local no es posible construirla con trabajo, tecnología y ciencia argentina.
Para cerrar, debemos recordar que oportunidades como la actual transición se dan una vez por siglo, y que en la anterior la Argentina fue ejemplo al crear una empresa pública de hidrocarburos. Esa iniciativa no nació de un capricho, sino como respuesta a requisitos concretos del desarrollo del país, donde la seguridad nacional y la necesidad de pilares para asegurar el bienestar de la población eran elementos centrales.
La construcción del puente entre no renovables y renovables, que debe basarse en la seguridad energética, implica conflictos y discusiones y requiere gran disponibilidad de información de parte del Estado.
No pretendemos volver el reloj atrás sino poner de relieve que el cumplimiento de los objetivos de desarrollo, bienestar y equidad en el contexto de la transición hoy exige nuevas respuestas para el desarrollo del sector energético. La estructura actual del sistema energético puede dar solo lo que tiene para dar, y eso no es precisamente lo que el país requiere y necesita con urgencia.
Sin lugar a dudas, el mundo se ha tornado más inestable, lo cual magnifica la necesidad de construir anclas para garantizar lo básico. La pandemia lo ha hecho evidente en el aspecto de la salud, y la guerra desatada en Europa del Este lo viene a subrayar en lo energético. Estar en “el arrabal del mundo” no nos pone a salvo, pero nos da la oportunidad de estar lo suficientemente lejos como para ensayar nuevas opciones bajo el norte de nuestras necesidades.
En el centenario de YPF, no está mal repasar las lecciones y aprendizajes que nos ha dejado el legado de un gran grupo de visionarios. Las cartas están sobre la mesa, y a la luz de la experiencia de las últimas décadas en el sector energético, queda más que claro que el imperativo va por el lado de la invención.
* Politólogo, investigador y especialista en energía en la Universidad Nacional de Quilmes, y director de Biocombustibles de la Secretaría de Energía de la Nación