Roy Hora* y Juan Carlos Hallak**
Durante el año pasado, importantes movilizaciones ciudadanas frustraron proyectos acuícolas en Tierra del Fuego y mineros en Chubut. También como producto de la presión de grupos ambientalistas, un ambicioso programa de exploración hidrocarburífera en las profundidades de nuestro mar tiene un futuro incierto.
¿Expresa el bloqueo de estos proyectos productivos un compromiso claro y explícito con la protección ambiental, consciente además de las pérdidas que su cancelación implica en términos de empleo, recursos fiscales y divisas? En esta nota nos gustaría sugerir que no. Antes que eso, debemos concebirlo como el resultado de la incapacidad de nuestra sociedad, nuestras instituciones y nuestros gobiernos de encontrar fórmulas que nos permitan negociar visiones e intereses contrapuestos en torno a los dilemas que plantea la explotación de los recursos naturales.
Por supuesto, el telón de fondo de este fracaso colectivo es la inquietud ciudadana ante los efectos adversos de la explotación de recursos naturales, una preocupación en ascenso en las últimas décadas. Ya no vivimos en la era en que el descubrimiento de un yacimiento de hidrocarburos podía celebrarse como una efeméride nacional. Para amplios sectores de la opinión, en particular entre las nuevas generaciones de la clase media, la conexión entre desarrollo económico, progreso social y extracción de recursos naturales se ha vuelto problemática. Bajo la creciente conciencia de que vivimos una crisis ambiental de enorme magnitud, que compromete el futuro de la vida humana en el planeta tal como la conocemos, la preocupación por el cuidado del ambiente ha echado hondas raíces en la Argentina.
El malestar ambiental se despliega en dos planos. Por una parte están los problemas que afectan al planeta en su conjunto, como la crisis climática. Dar respuesta a este enorme desafío demanda, ante todo, acciones coordinadas a escala global. Pero la agenda ambiental también se nutre de preocupaciones más localizadas referidas, por ejemplo, al impacto potencial de una mina, una planta de producción de celulosa o una explotación acuícola sobre la calidad del agua de las napas, ríos o porción del mar en las cercanías de dichos emprendimientos. En el tratamiento de estos temas prima el horizonte nacional o subnacional, sus instituciones y sus actores. Y es por eso que, dado el nuevo umbral que ha alcanzado la preocupación ambiental, no hay dudas de que en las próximas décadas veremos no menos sino más movilización ciudadana en torno a estos asuntos.
"Aunque deseable, la movilización ambientalista no opera en el vacío, y sus logros y limitaciones no pueden evaluarse de manera aislada"
Se trata de un fenómeno inevitable pero también deseable, habida cuenta de la necesidad de poner freno al creciente e indiscutible deterioro del ambiente. Los reprobables métodos de protesta de algunas minorías militantes –responsables, por ejemplo, del bloqueo del puente internacional de Fray Bentos-Puerto Unzué durante más de tres años o del reciente incendio de la casa de gobierno de Chubut– no deben hacernos perder de vista que estamos ante un movimiento social de indudable legitimidad, cuyo volumen crece día a día.
Sin embargo, la movilización ambientalista no opera en el vacío, y sus logros y limitaciones no pueden evaluarse de manera aislada. Países como la Argentina, que todavía se encuentran muy lejos del desarrollo, están compelidos a expandir su economía para atender impostergables demandas de inclusión y mayor bienestar. No podrá haber un futuro mejor para nuestra población de menores ingresos si no estimulamos el crecimiento económico, lo que inevitablemente vendrá acompañado de un aumento de la presión sobre los recursos naturales.
¿Cómo conciliar entonces el cuidado del ambiente con el estímulo a la actividad productiva, particularmente en lo que hace a la explotación de recursos naturales?
En alguna medida, se trata objetivos contrapuestos. Dada una elección de tecnología, un incremento de la explotación de los recursos naturales conlleva, inevitablemente, un mayor impacto ambiental (lo que los economistas suelen llamar un trade-off). De allí se sigue una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto privilegiar las urgencias económicas del presente por sobre el cuidado ambiental o, por el contrario, erigir a la protección del ambiente en un valor superior al crecimiento, condición necesaria para reducir la pobreza?
No existe respuesta fácil a un dilema que coloca bienes inconmensurables en los platillos de la balanza, asociados a la primacía ya sea del corto o del largo plazo, o de los bienes adquiribles en el mercado versus bienes públicos como la calidad del agua, del aire o la biodiversidad. Los atajos que algunos invocan para esquivar este dilema (desestimando o negando, según el caso, consideraciones económicas o ambientales) no son más que callejones sin salida, nacidos de la fantasía o la deshonestidad intelectual.
Aunque no siempre formulada de manera explícita, esta disyuntiva conceptual define los términos de la acalorada discusión ciudadana sobre el problema ambiental. De hecho, el extendido uso de expresiones tales como “prohibicionismo” y “extractivismo” para definir las posiciones predominantes en el debate nos hablan de una polarización que banaliza el intercambio de ideas y obstruye la búsqueda de soluciones. Pues la cuestión de fondo es que, planteado en términos dicotómicos, este dilema impide avanzar en la construcción de los instrumentos que nos permitan alcanzar una mejor comprensión de las opciones disponibles (y de sus costos) y, por esta vía, ampliar el espacio para el diálogo y los acuerdos posibles.
"Es preciso encontrar una forma de llevar a cabo estas actividades con sólidas salvaguardas ambientales"
La experiencia argentina reciente ofrece numerosos ejemplos de que el proceso político asociado a la explotación de recursos naturales ha tomado un carácter espasmódico e impredecible. Ha puesto en movimiento grandes energías sociales, pero se caracteriza por la pobreza de sus resultados. Para no referirnos más que a los casos que ya mencionamos, recordemos que, luego de varios años de trabajo en la formulación de un proyecto de salmonicultura, Tierra del Fuego prohibió esta actividad en toda su jurisdicción. Algo similar sucedió en Chubut, cuyo gobierno, intimidado por una protesta que culminó con violentos incidentes que incluyeron el incendio de la casa de gobierno, suspendió las excepciones para la explotación de minerales en la meseta central de esa provincia. Desde nuestro punto de vista, en ambos casos hubiese sido no solo posible sino también deseable encontrar una forma de llevar a cabo estas actividades con sólidas salvaguardas ambientales. Por desgracia, el marco en el que se debaten estas cuestiones no lo hizo posible. Primó nuestra incapacidad de formular un proyecto que contemple el punto de vista de los distintos actores y reconociera sus inquietudes y demandas.
A grandes rasgos, la discusión cívica sobre la explotación de los recursos naturales exhibe dos grandes limitaciones. Por una parte, nuestro país carece de referencias creíbles que sirvan como fuentes de información confiable para determinar, en concreto, cuáles son los riesgos, costos y beneficios de un determinado proyecto productivo. Las dificultades de una tarea de este tipo nunca deben subestimarse, dada la complejidad técnica de muchos de los aspectos involucrados, que incluso pueden dar lugar a diferencias de juicio entre los expertos. Tampoco creemos que los desacuerdos en este campo tengan soluciones meramente técnicas o que el diálogo pueda hacer desaparecer las discrepancias, toda vez que en su naturaleza inciden distintas prioridades sociales, valores e intereses. Sin embargo, en ausencia de un mínimo consenso sobre los riesgos, costos y beneficios de un proyecto productivo, la discusión racional se vuelve imposible.
En segundo lugar, las instituciones nacionales y provinciales encargadas de regular y controlar tienen innegables déficits de credibilidad. Los ejemplos abundan. Las movilizaciones en la ciudad de Rawson contra el proyecto minero de la meseta central de Chubut tuvieron por trasfondo el incumplimiento de compromisos electorales y extendidas sospechas sobre la percepción de sobornos por parte de legisladores y funcionarios públicos. En el caso de exploración sísmica off-shore frente a las costas de la provincia de Buenos Aires, llama la atención que el Ministerio de Ambiente diera a conocer su autorización un día 30 de diciembre. El certificado no solo fue concedido en un momento en el que la atención pública estaba distraída por las celebraciones de fin de año, sino que además las autoridades no explicaron los motivos que los llevaron a desestimar las numerosas críticas al proyecto expuestas en la audiencia pública.
Tierra del Fuego, Chubut y Mar del Plata no deberían pasar en vano, sin dejar algunas enseñanzas. La más importante es que la renovada preocupación ciudadana por los impactos socioambientales de las actividades extractivas obliga a las autoridades a ofrecer respuestas creativas ante los desafíos que les plantea una sociedad movilizada. No alcanza con lo que ya existe. Para elevar la calidad de la participación ciudadana en los procesos de toma de decisiones, el Estado debe comprometerse a ofrecer información veraz, neutral y abundante. Y debe trabajar para que el derecho a la participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones sobre proyectos concretos se inscriba en procedimientos que aseguren un alto umbral de objetividad y transparencia en todo lo referido a la determinación de la factibilidad y los costos medioambientales. Además, debe poner especial énfasis en mejorar sus capacidades regulatorias, tanto a nivel nacional como provincial, para proveer mayores garantías a la ciudadanía de que las actividades de explotación autorizadas serán adecuadamente controladas.
Un camino posible para ello (sugerido en un trabajo reciente de Delfina Godfrid y Ana Julia Aneise, https://abrohilo.org/hidrocarburos-transicion-desafio/) es la conformación de un ente autárquico, protegido de las presiones originadas en el mundo político, el empresario o el activista, que tenga bajo su responsabilidad la realización de los estudios y la concesión de autorizaciones, de manera de aportar legitimidad y credibilidad en todo lo referido a salvaguardas ambientales. Por supuesto, hay otras opciones a considerar, y una amplia experiencia internacional que estudiar. Lo importante, en todo caso, es reconocer que en este terreno, como en otros tantos, nuestro país tiene un déficit institucional que sería importante subsanar.
Tener presente este déficit es importante porque, mal que les pese a algunos, los conflictos ambientales han venido para quedarse. En un contexto marcado por las demandas en tensión de la crisis ambiental y el crecimiento económico, estas disputas se nutren de las pasiones y los intereses que atraviesan a una sociedad civil díscola e indisciplinada, que se caracteriza por su alta capacidad de movilización. De allí que, más que condenar las expresiones de descontento, o celebrarlas acríticamente, nuestro sistema político debe canalizar el malestar en una dirección compatible con el cuidado del ambiente y la mejora del bienestar para el mayor número posible de personas. El fortalecimiento de las instituciones de análisis y toma de decisiones es el mejor instrumento para procesar y volver más productivo ese malestar y, sobre esta base, para forjar acuerdos lo más amplios posibles sobre cuáles son los caminos que conducen al desarrollo sostenible.
*Doctor en historia por la Universidad de Oxford e investigador principal del Conicet
**Economista, investigador del Conicet en el IIEP (UBA-Conicet);