NICOLÁS GADANO *
Existe en el mundo un consenso amplio, fundado en sólidas bases científicas, sobre la relación de causalidad entre el incremento de las emisiones de dióxido de carbono (CO2), su mayor concentración en la atmósfera y el aumento de la temperatura media observado en los últimos 150 años.
Durante siglos, la concentración de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero (GEI) se mantuvo en torno a las 280 partículas por millón (ppm), pero a partir de la revolución industrial, y principalmente a raíz del uso generalizado de combustibles fósiles, creció sistemáticamente hasta superar en la actualidad los 400 ppm. Se estima que esta mayor concentración de GEI ha provocado un aumento de cerca de un grado centígrado en la temperatura de la superficie de la Tierra.
La emisión anual de CO2, que explica casi el 80% de los GEI, viene creciendo sostenidamente en las últimas décadas: pasó de 11.000 millones de toneladas anuales en los ’60, a 34.000 millones en 2019. En 2020, como consecuencia de la recesión mundial y el menor consumo de energía, las emisiones de CO2 cayeron un 6,3%, pero las tendencias de este año indican que esa reducción será revertida.
Cerca de tres cuartos de las emisiones de CO2 del mundo son explicadas por la energía. El consumo masivo de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas) está detrás de este efecto. Por su impacto en términos de cantidad de emisiones para una cierta generación de energía, el carbón es sin dudas el combustible más contaminante y el que primero debe ser reemplazado en la generación de electricidad y en otros usos.
De mantenerse las tendencias actuales, los GEI en la atmósfera y la temperatura seguirán en alza, con crecientes riesgos para el planeta. El reporte sobre cambio climático del IPCC, un organismo de Naciones Unidas, publicado hace unos días, confirma la relación directa entre el comportamiento humano, las emisiones de GEI y el aumento de la temperatura, con consecuencias negativas para el ecosistema terrestre, irreversibles en algunos casos: desertificación, tormentas más fuertes y frecuentes, cambios en los regímenes de lluvias, inundaciones, incendios, derretimiento de glaciares, aumento del nivel del mar. Además, el reporte del ICC plantea escenarios para el futuro en los que solo iniciativas muy estrictas de reducción de emisiones permitirán poner límites al calentamiento, mientras que en el otro extremo, los escenarios tendenciales nos llevan a un incremento de emisiones que podrían aumentar la temperatura media en más de tres grados centígrados, con fuertes pérdidas ambientales, sociales y económicas.
En este contexto, países y organismos multilaterales muestran una creciente preocupación por el fenómeno del calentamiento global, que se ha traducido en distintas iniciativas nacionales, regionales y globales, todas dirigidas a reducir las emisiones para acotar el aumento de la temperatura. En 2015, en el Acuerdo de París, los principales países del mundo acordaron enfrentar el problema, pero los resultados son insuficientes. La próxima COP26 de Cambio Climático, a celebrarse en Glasgow en noviembre de este año, deberá tomar acciones más rápidas y decididas que conduzcan a una reducción marcada en el nivel de emisiones en el corto plazo.
Cero emisiones en 2050
La publicación por parte de la Agencia Internacional de la Energía (IEA) de un extenso documento estructurado sobre la base de una meta de cero emisiones netas de GEI en 2050 reavivó los debates en torno a la transición energética. De acuerdo a la IEA, poner un techo de 1,5 grados al calentamiento global exige alcanzar la meta de cero emisiones en 2050, mientras que simultáneamente debe asegurarse el abastecimiento energético para una población en ascenso –incluyendo a todos los hogares pobres que hoy no tienen acceso a la energía–, y para un PIB que en ese año será más del doble que el actual.
La industria, los hogares, el transporte y la generación de electricidad deben llevar adelante un gran esfuerzo para reemplazar el consumo de combustibles fósiles por energías limpias, en un proceso que la IEA señaliza con hitos que deberían cumplirse año tras año para asegurar el cumplimiento de los objetivos de reducción de emisiones: eliminación de la generación térmica a carbón; límites a las ventas de automóviles con motores tradicionales; nuevas regulaciones en la construcción de viviendas tendientes a la electrificación, entre otros.
En el caso de la generación eléctrica, se espera que el peso de los renovables (principalmente eólica y fotovoltaica) crezca del 29% en 2020, al 88% en 2050. En el transporte, el escenario proyecta que la participación de los derivados del petróleo caiga del 95% actual al 10, de la mano de la generalización de los vehículos eléctricos y otras tecnologías neutras en emisiones.
Naturalmente, el escenario de la IEA para la industria de los hidrocarburos es sombrío: hacia 2050 pronostica una contracción sin precedentes del consumo mundial, del 75% en el caso del petróleo y del 55% en el gas natural. En un mercado con semejante reducción de la demanda surgen precios internacionales a la baja, tanto en gas como en petróleo, y una mayor participación de los productores de la OPEP en esa reducida oferta mundial. Naturalmente, está implícita una fuerte reestructuración de la industria de los hidrocarburos a escala global, con la consecuente pérdida de empleos y de capital hundido.
Las cifras de la IEA no son proyecciones, sino el resultado de una simulación cuya meta es llegar a las cero emisiones netas en 2050, objetivo que será muy difícil de cumplir. En cualquier caso, son un importante llamado de atención sobre las tendencias que dominarán al mercado mundial de la energía, y en particular de los hidrocarburos, en los próximos años.
El mundo se mueve
Mientras se suceden las simulaciones alarmantes y las declaraciones plagadas de buenas intenciones, las emisiones siguen en ascenso, y muchos se preguntan cómo pasar de manera efectiva de las palabras a los hechos. Europa, una de las regiones del mundo que más rápido adoptó una posición activa en la lucha contra el cambio climático, aprobó recientemente un nuevo conjunto de iniciativas –conocidas como Fit for 55– que apuntan a acelerar la transición sobre bases concretas que conduzcan a la reducción sostenida de las emisiones.
La iniciativa se plantea un objetivo de reducción de emisiones de GEI del 55% para 2030 respecto al nivel de 1990, y cero emisiones netas en 2050. Para lograrlo, el paquete incluye un endurecimiento de los mercados de emisiones que ya operan en la Unión Europea desde hace años (se traducirán en mayores precios al carbono), un cronograma mas exigente para la meta de ventas de automóviles libres de emisiones (en 2035 quedarán prohibidas las ventas de vehículos nuevos que emitan CO2), mayores impuestos al carbono, y la imposición de un esquema de compensación en frontera (aranceles / impuestos) para gravar productos que ingresen a Europa desde economías que no cuenten con programas de protección ambiental similares al europeo. También se incluyen metas de crecimiento de los renovables en la matriz de generación (40% en 2030), y un fondo social de 72.000 millones de euros dirigido a asistir a los sectores más débiles afectados por la transición.
China, que es responsable del 31% de las emisiones totales de CO2, anunció en los últimos días la puesta en marcha de un sistema de cap & trade de carbono en el que participarán inicialmente más de 2000 generadores de electricidad, responsables del 40% de las emisiones de GEI. El mercado chino de carbono debutó con precios de alrededor de 6-7 euros por tonelada, bajos respecto a los objetivos consistentes con las metas de cero emisiones, pero superiores a la media mundial de hoy.
La posición de Estados Unidos frente a la agenda del cambio climático se modificó sustancialmente tras la asunción del presidente Biden, quien nombró al ex secretario de Estado John Kerry como delegado presidencial especial para el clima. A fines de julio, Kerry y la secretaria del Tesoro Janet Yellen instaron a todos los líderes de los bancos de desarrollo multilaterales (Banco Mundial, BID, y otros) a alinear los objetivos de las instituciones con las metas del Acuerdo de París, y a movilizar el financiamiento en la dirección de la transición energética. En la misma línea, Biden firmó una orden ejecutiva para que en 2030 la mitad de los autos 0 km vendidos en Estados Unidos sean libres de emisiones.
Argentina, ¿mirando otro canal?
Pese a que esta transformación de la energía mundial tendrá inevitablemente un enorme impacto sobre nuestra economía, las discusiones de la política energética en Argentina parecen ajenas a la cuestión de la transición. A fines del año pasado, Argentina presentó su Segunda Contribución Determinada Nacional (NDC), en la que compromete una meta de 359 millones de toneladas de CO2 equivalente en emisiones de GEI para el año 2030, un 19% por debajo del máximo histórico de 2007. No hay, sin embargo, una estrategia clara que explique cómo llegaremos a esos objetivos, ni hitos que permitan evaluar y monitorear la verosimilitud de los objetivos planteados. Surge una pregunta inevitable: ¿se trata de un compromiso firme, o es más bien una expresión de deseos?
Esta duda se acrecienta cuando se observan los proyectos de ley vinculados al sistema energético que ha promovido el oficialismo este año. La ley de Zonas Frías, aprobada por iniciativa de Máximo Kirchner y otros diputados del Frente de Todos, extendió los subsidios al consumo de gas de la Patagonia a otras regiones del país, abaratando el costo del hidrocarburo a cerca tres millones de usuarios residenciales. El costo de este nuevo subsidio se financia con un cargo fiduciario a todas las ventas de gas, incluyendo los consumos de la generación eléctrica térmica. Mas allá de sus inconvenientes sectoriales y distributivos, en el plano ambiental la ley va en la dirección contraria al sentido de la transición energética en las viviendas: fomenta el consumo hogareño en base a combustibles fósiles (gas), en detrimento de la electricidad.
Otro proyecto energético sancionado recientemente en el Congreso es la extensión del régimen promocional de biocombustibles. Pese a los plazos de la nueva ley (hasta diciembre de 2030 y prorrogable por cinco años más) y al estrecho vínculo entre la problemática de la transición energética y el núcleo central de la promoción –el corte con biocombustibles de naftas y gasoil–, el tratamiento legislativo de la nueva ley estuvo más influenciado por las disputas políticas entre petroleros y productores de biocombustibles, que por una discusión profunda del régimen promocional en el marco general de una estrategia nacional de transición energética.
¿Vamos a apostar por los biocombustibles como sustitutos de los fósiles en los autos? Si fuera así; ¿por qué la nueva ley reduce el corte obligatorio de biodiesel en el caso del gasoil? Y si vamos a apostar por los vehículos eléctricos, como parecen hacerlo la mayoría de los países: ¿no deberíamos incluir en un proyecto como éste un cronograma de convergencia, que vaya limitando las ventas de vehículos con motores a combustión interna? Más allá de las virtudes y defectos de una u otra hipótesis, nada de eso se ha discutido en el Congreso, y la ley aprobada no nos da ninguna pista de hacia dónde se dirige la Argentina.
Lo mismo sucede con el proyecto de ley de hidrocarburos que el oficialismo viene anunciando desde que asumió, y del que circulan diversos borradores. Se trata de un largo y ambicioso proyecto de casi cien artículos que aborda cuestiones vinculadas a la exploración y producción de petróleo y gas, transporte y almacenamiento, precios e impuestos, inversiones en las refinerías, permisos de exportación, sustitución de importaciones y grandes obras de infraestructura. No hay sin embargo ni una sola sección, capítulo o artículo dedicado a la transición energética. Por el contrario, como sucedió con las leyes antes comentadas, lo que se propone aprobar va en muchos casos en la dirección contraria de las iniciativas mundiales contra el cambio climático.
Dada la creciente importancia de la problemática del cambio climático y de las iniciativas para mitigarlo, parece difícil que Argentina se mantenga al margen, o incluso insista con políticas de subsidios e incentivos de los combustibles que el mundo quiere dejar atrás. De seguir así nos enfrentaremos con restricciones a nuestras exportaciones, y dificultades aun mayores de financiamiento, incluyendo a los multilaterales. Tenemos una importante industria productora de petróleo y gas, con un peso significativo en algunas provincias, que tarde o temprano deberá reconvertirse a la nueva realidad mundial. Es asombroso que en vez de avanzar en ese camino, sigamos inyectando fondos públicos para construir una central térmica a carbón en Río Turbio, en el mismo momento en el que el mundo programa el cierre y/o la transformación de esas plantas.
En el corto plazo, nuestra economía enfrenta fuertes desequilibrios en su sistema de energía, agravados una vez más por una política tarifaria irresponsable que aleja los precios de los costos y provoca impactos negativos en las cuentas fiscales y externas. Sepamos que en nuestra habitualmente abultada y problemática agenda de temas energéticos, debemos incluir también la necesidad de entrar en sintonía con el proceso de transición energética global. Cuanto antes lo hagamos, menos costosa y traumática será nuestra propia transición.
* Economista (UBA), especializado en finanzas públicas e industria de los hidrocarburos