MARCOS BUSCAGLIA *
Es hora de entender que el capitalismo no ha dado buenos resultados”, dijo el presidente Alberto Fernández durante su participación virtual en el Foro Económico de San Petersburgo a principios de junio. Astuto, le estaba siguiendo el juego a su interlocutor, Vladimir Putin, quien en una entrevista en el Financial Times hace unos meses aseveró que “el liberalismo está muerto.”
Sus visiones son complementarias, y descriptivas de la realidad de los dos países. La cepa que lograron eliminar tanto Putin en Rusia como el peronismo en la Argentina es la del capitalismo liberal, reemplazándola por otra cepa, la del capitalismo de amigos. La mayor parte de la economía está manejada por el sector privado, solo que los amigos del poder tienen un acceso preferencial y creciente a partes del mercado, el cual, además, se mantiene al amparo de prebendas, protección y contratos con el Estado.
Los “expertos en mercados regulados” están multiplicando sus negocios en el gobierno del Frente de Todos. A la compra del grupo Manzano-Vila-Filiberti de Edenor, la mayor distribuidora eléctrica de la Argentina, le seguirían otras. El Grupo Olmos, ligado al sindicalismo y al kirchnerismo, estaría intentando hacerse de Telefónica Argentina. Y vendrán muchas adquisiciones más.
El desguace no alcanza solo al sector privado, sino también al público, que es apropiado por el partido gobernante como si fuese su propiedad privada. La cooptación del sector público tiene varias facetas. Una de ellas es la colonización de puestos de la administración por militantes sin experiencia ni conocimiento de los temas que manejan. Otra es la multiplicación de planes sociales, que son distribuidos en forma condicionada al apoyo al partido gobernante.
Una última faceta es el desguace de las empresas públicas para beneficio propio. No solo las colonizan con militantes, sino que además contratan servicios de publicidad, de consultoría y de provisión de insumos y servicios a más “expertos en mercados regulados”. Por eso, el lema “el Estado te cuida” le gusta tanto a los militantes de La Cámpora. Es autorreferencial.
La reciente ola de rumores sobre potenciales estatizaciones, desde el litio hasta la medicina prepaga, debe ser leída en esta clave de desguace. La idea central en el caso de las prepagas, como señaló Carlos Pagni en su columna del jueves pasado en la nacion, sería “redistribuir los recursos del sistema para fortalecer al sector estatal.” O sea, al sector que ellos (des)manejan de una manera escandalosa, como muestran los casos del PAMI y de IOMA, la obra social de los trabajadores estatales de la provincia de Buenos Aires.
Así, el debate en la Argentina no es sobre el capitalismo, sino sobre el tipo de capitalismo que queremos tener. En el mismo sentido, además de la discusión sobre el rol del Estado, hay otra previa que es sobre qué tipo de Estado queremos tener. En los países nórdicos que tanto deslumbran a la progresía local a nadie se le ocurre disputar las ideas de que la burocracia debe ser profesional y apolítica, que la ayuda social debe distribuirse sin contraprestaciones electorales, y que las empresas y organismos estatales deben e a criterios de eficiencia y transparencia impolutos.
Hace ya varias décadas, el economista Adolfo Sturzenegger argumentó que en la Argentina teníamos un capitalismo sin mercado, combinado con un socialismo sin plan. Hoy esa aseveración se queda corta. A partir del kirchnerismo tenemos un capitalismo de amigos combinado con un Estado cooptado. Si ya la versión de Sturzenegger dio como resultado un país con bajo crecimiento y alta inflación, imaginen los resultados de la versión kirchnerista.
En nuestro sistema institucional formal, quienes deberían evitar que esta deformación del capitalismo y este desguace del Estado tengan lugar son el Poder Judicial y el Poder Legislativo. En la Argentina, sin embargo, esto no ocurre en la práctica. La Justicia se mueve estratégicamente según quien ostente el poder, con algunas excepciones notables. Al Poder Legislativo, a los efectos prácticos, le falta efectividad.
Y esto último surge, como ya expliqué varias veces en esta columna, de nuestro sistema electoral. Elegimos diputados en listas multi-miembros, que son cerradas –es decir, no elegimos el orden en el que va cada candidato en la lista– y armadas a nivel provincial. Esto hace que la relación entre los votantes y sus representantes sea muy tenue. Los representantes responden a quienes los ponen en la lista, típicamente los gobernadores o líderes nacionales como Cristina Kirchner. Y, entonces votan según los intereses de éstos. Dada la dependencia de los gobernadores de las transferencias de recursos del Gobierno nacional, sus intereses suelen estar alineados con los del poder central. Es decir, la capacidad de control que tiene el Congreso sobre el Ejecutivo está muy limitada, por diseño.
Esta misma dinámica genera otra relacionada e igual de nociva: la falta de capacidad de nuestro Congreso. Un trabajo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) de hace algunos años le puso números y nota a este fenómeno. Según el estudio, la experiencia promedio de nuestros legisladores en sus cargos es de solo 2,9 años, comparado con un promedio de 4,4 en Latinoamérica. Esto se debe a que la tasa de reelección de los diputados en la Argentina es de cerca de 20%, la segunda más baja de la región. En los Estados Unidos, la tasa de reelección de los representantes es de 90%. Aquí los diputados son peones de sus jefes y no desarrollan carreras legislativas propias. Hoy están en el Congreso, mañana en un ministerio provincial, etcétera. No tienen un incentivo a desarrollar un expertise en las materias sobre las que legislan, ya que su paso por el Congreso es efímero.
Esto se ve agravado por el hecho que nuestros diputados trabajan, en comparación con otros países, en demasiadas comisiones. Existen 46 comisiones en la Cámara de Diputados. El legislador promedio participa, según el estudio del BID, en 4,5 de ellas, comparado con un promedio de 2,1 comisiones en América Latina. Demasiadas para poder ser expertos en algún tema.
La preparación con la que llegan nuestros legisladores al Congreso tampoco se destaca. El porcentaje de legisladores con estudios universitarios completos era el quinto más bajo de los 18 países incluidos en el estudio del BID. Si bien no existen datos, no parecería que los legisladores compensen esta deficiencia contratando asesores expertos en los temas relacionados a las comisiones en las que participan. Tampoco cuentan con institutos especializados en el Congreso para asesorarlos, con la honrosa excepción de la Oficina de Presupuesto del Congreso, creada en el gobierno de Cambiemos.
En resumen, nuestro Congreso cuenta con legisladores con un nivel educativo relativamente bajo, que participan en demasiadas comisiones, que esperan estar unos pocos años en el cargo y que, en muchos, casos responden a los intereses de gobernadores u otros dirigentes políticos, y no a los de sus votantes. Nada bueno puede salir de esta combinación. Es así como el estudio del BID, basado en un trabajo del politólogo argentino Sebastián Saiegh, catalogó al Congreso argentino como el de menor capacidad de toda la región.
El mal funcionamiento de nuestro Congreso como organismo de control (check and balance, como dicen en inglés) tiene implicancias en todos los órdenes de la vida institucional y económica del país. En algunos casos también tiene un impacto directo en la vida, o en la muerte, de los argentinos. Es el caso de la ley 27.573 de “vacunas destinadas a generar inmunidad adquirida contra el Covid-19”. Cuando la diputada del oficialismo Cecilia Moreau introdujo la palabra “negligencia” en su artículo 4, nadie se dio cuenta que impediría la llegada al país de las vacunas de la empresa Pfizer (sepan disculpar en el oficialismo la obsesión con el tema). La falta de expertos en el tema entre los legisladores, entre otras causas, está causando la muerte de muchos compatriotas.
Se ha convertido un lugar común entre referentes de la oposición decir que se requiere diálogo y una coalición amplia para salir de la crisis que nos acecha. Esto es cierto. Pero la gran pregunta es cuál debe ser el foco del diálogo.
La falta de capacidad de control de nuestro Congreso, puesta en evidencia durante la pandemia, deja en claro que sin un cambio en las reglas de juego electoral, que permita crear un Congreso independiente y eficaz, seguiremos con un Estado cooptado y un mercado reservado para los amigos del poder.
* Economista