DANIEL GUSTAVO MONTAMAT*
Para revertir la declinación relativa que arrastra desde hace décadas la Argentina necesita urgentes transformaciones estructurales imposibles de realizar cuando la construcción de poder demanda enemigos. Cuando la selección de enemigos es funcional al proyecto político, se resiente el diálogo, desaparece el pluralismo y no hay políticas de Estado. La lógica del amigo-enemigo es consustancial con la búsqueda del poder perpetuo.
La pandemia dio una oportunidad excepcional a la política argentina para construir consensos que fueran más allá de la coyuntura. Esta vez se trataba de un enemigo invisible que atacaba a todos, al "pueblo" y al "antipueblo", a los del Frente de Todos y a los de Juntos por el Cambio, a las provincias con gobiernos oficialistas y a las provincias con gobiernos de oposición. Era un enemigo externo, pero había atacado a todo el planeta, no solo a los argentinos.
Las medidas sanitarias de confinamiento preventivo y de aislamiento social requerían un acompañamiento sin grietas de toda la sociedad. El Presidente lo entendió así cuando apareció rodeado de todo el espectro político para anunciar las medidas sanitarias que ayudarían a prevenir contagios y a evitar el colapso del sistema de salud. Muchos empezaron a percibir esas imágenes de convivencia cívica como premonitorias de una apertura al diálogo y de la búsqueda de consensos más allá de las consecuencias del coma económico inducido por la cuarentena y las graves secuelas económicas y sociales que habría que remontar.
La imagen del Presidente creció en las encuestas y puede que ello haya avivado resentimientos hacia adentro de su coalición. También es posible que para disimular la grieta propia, el Gobierno optó por tomar medidas que profundizaron la grieta con los opositores.
Por debilidad o por convicción, la agenda de convivencia y moderación que alentaba el diálogo, fue reemplazada por la agenda del ala más radicalizada y menos dialoguista del espacio político gobernante. Liberación masiva de presos, expropiaciones, toma de tierras, desplazamiento de magistrados, reforma judicial, presión a la Corte, quita de fondos a la ciudad de Buenos Aires y atentados varios contra la institucionalidad republicana.
El acuerdo con los acreedores externos por la renegociación de la deuda y el inicio de negociaciones con el Fondo para alcanzar un nuevo acuerdo hubieran servido como precedentes para canalizar la interlocución política hacia la discusión de reformas de largo plazo. Pero la militancia populista en el Frente de Todos se ocupó de abortar todo intento de diálogo político. Es una simplificación sostener que la agenda judicial de la actual vicepresidenta guio las prioridades del Gobierno. No, el Gobierno quedó entrampado en la lógica populista de construcción política y perdió la oportunidad de negociar una agenda alternativa que persiguiera consensos básicos.
La esencia del populismo es institucional. Su opuesto es la república, no el neoliberalismo como recitan de memoria sus militantes. Hay neoliberales populistas y populismos socializantes. Ambos son antirrepublicanos. La institucionalidad populista implica una lógica de construcción del poder. En palabras de Laclau, el populismo es "un modo de construir lo político".
La arquitectura racional es conocida. A partir de la sumatoria de demandas sociales insatisfechas, el populismo divide a la sociedad y convierte a la mayoría en un todo aglutinante que se apropia del concepto "pueblo". Apropiación indebida que, sin embargo, le permite una identificación sectaria con lo popular. El líder, que representa al pueblo, evita la intermediación propia de los mecanismos institucionales republicanos para articular su relación con el grupo, prometiendo soluciones inmediatas a problemas causados por un "enemigo" interno (el "antipueblo") que representa intereses de un "enemigo" externo (el neoliberalismo, la oligarquía, el marxismo, el FMI, los "zurdos", los "yanquis", los inmigrantes o el que sirva a la ocasión).
El enemigo de turno también es la excusa para justificar errores, resultados adversos, postergaciones de planes y las promesas incumplidas. En las bases de este modo de construir lo político aparece la inconsistencia con los equilibrios y contrapesos de la división de poderes, con la independencia de la Justicia, la libertad de expresión, la pluralidad de ideas y la alternancia de distintas fuerzas políticas en el ejercicio del poder: todos cimientos de la república y del Estado de Derecho. La institucionalidad populista puede coexistir un tiempo con la democracia mientras impone y usufructúa la "regla de la mayoría".
Pero, por su naturaleza, transforma la democracia en plebiscitaria y "delegativa", y, como sustituye la institucionalidad republicana por otra, puede acabar con la democracia con derivas autoritarias cuando las mayorías se disipan y se transforman en minorías que cooptan el Estado y se perpetúan en el poder. ¿Es este el proyecto que tenía en mente el Presidente cuando selló un pacto con la entonces expresidenta para encabezar la fórmula que lo llevó al poder? No puede ser el proyecto de construcción política de alguien que se define como "liberal de izquierda" o "socialdemócrata".
Hay partidarios y votantes del Frente de Todos que no adhieren a la lógica binaria del amigo-enemigo, y hay militantes opositores que a veces sucumben a la tentación, también antirrepublicana, de generalizar estigmas maniqueos de corrupción y descalificación que retroalimentan la lógica "nosotros o ellos". La república será de nosotros y de ellos, o no será. En la república habrá que superar las históricas dicotomías, reemplazando las "o" disyuntivas por las "y" conjuntivas. Morenistas y saavedristas, unitarios y federales, conservadores y liberales, conservadores y radicales, peronistas y antiperonistas. Adversarios, no enemigos.
Si subestimamos la esencia antirrepublicana del populismo, corremos el peligro de ceder a los cantos de sirena de relatos económicos coyunturales de muchos que no creen en la prioridad de la república. Es imposible construir diálogos y buscar consensos sin asumir la alternancia republicana en el poder. Las políticas de Estado que traducen esos consensos básicos son políticas del oficialismo y de la oposición.
Son las políticas de largo plazo que pueden revertir nuestra decadencia secular y que conllevan costos políticos de corto plazo que no se pueden evitar. En la república hay que recuperar la moneda y erradicar la inflación crónica. En la república hay que radicar inversiones productivas y generar empleo privado. En la república hay que consolidar el desarrollo inclusivo que va a resolver la pobreza y la exclusión.
En la república hay que generar igualdad de oportunidades y restablecer el ascensor social. En la república hay que reivindicar el valor del esfuerzo, la decencia y el mérito. En la república hay que restablecer los incentivos que promueven el desarrollo sostenible. En la república hay que consolidar la integración regional y proyectarnos a otras regiones con una nueva estrategia de valor agregado exportable.
La agenda populista está en marcha y va por la reforma de la Constitución. La agenda republicana también está en marcha y debe probar, promoviendo el diálogo y los consensos básicos, que representa una masa crítica mayoritaria en votos, y que, como opción de poder, asegura a los argentinos una alternativa viable de desarrollo económico y social.
* Ex Secretario de Energía y ex titular de YPF. Doctor en Economía y Derecho.