RICARDO ALONSO*
Si buscamos la palabra lapidario en el diccionario de la Real Academia Española nos encontramos con que hace referencia a las personas que tienen como oficio labrar o comerciar con piedras preciosas o bien aquellos individuos que trabajan cortando o grabando las lápidas de las tumbas. Extrañamente ha desaparecido una acepción tan española como fueron aquellos libros que hicieron famosos algunos sabios del medioevo.
Aquí nos vamos a referir a esos Lapidarios, ricos textos iluminados que daban letra y color a las gemas y otras piedras preciosas y no tan preciosas. Aristóteles y Teofrasto entre los griegos o el romano Plinio, escribieron tratados sobre un amplio espectro de rocas y minerales. Ellos lo hicieron siguiendo un concepto físico y terrenal donde primaron las características relacionadas con el color, el brillo, el peso, la dureza, el sabor y demás propiedades fácticas, cualificables y cuantificables.
En los primeros siglos de la era cristiana hay un desinterés en esos estudios y recién en el siglo IV aparece un lapidario escrito por el judío converso Epifanio de Salamina, obispo de Chipre. Epifanio es el autor del “Sermón de las doce piedras preciosas”, que rescata aquellas gemas que se dice fueron dictadas por Dios a Moisés para que integraran el pectoral de su hermano Aarón. Contiene descripciones alegóricas en sintonía con las homilías exegéticas de San Basilio de Cesarea quien escribió su Hexamerón, en orden a describir los seis días de la Creación (al séptimo descansó). Unos diez siglos más tarde, aparecen varios Lapidarios, donde la impronta principal es la relación de las gemas con las estrellas.
Si bien seguía pesando como científico lo actuado por Aristóteles, Teofrasto y Plinio, la influencia oriental puso la cuota de magia en los minerales y a su vez la convicción de que esos poderes mágicos provenían de las estrellas. Los minerales y las piedras preciosas eran tomados como intermediarios entre los hombres y los astros. De allí entonces que el zodíaco tenía una importancia mayor y era la astrología el marco conceptual y metodológico donde cabían esas relaciones entre lo puro o superior y lo impuro o inferior.
Un mineral o una piedra preciosa ganaban poderes cuando se correspondían con su signo y sus estrellas en el cielo. Y había momentos en el año cuando esa poderosa fuerza astral alcanzaba su máximo poder y eficacia. La magia se había impuesto a la ciencia o al menos la ciencia aceptaba como lógico y normal que los minerales fuesen estudiados en sus aptitudes curativas del cuerpo y del espíritu. La idea principal era que los minerales del inframundo nacían con escasos poderes, algo así como pobres de espíritu, pero a medida que eran influenciados por las estrellas iban ganando y creciendo en fuerza interior.
El más célebre de los Lapidarios es el de Alfonso X El Sabio, único rey que mereció ese título por su impresionante conocimiento de las ciencias de su tiempo. Alfonso X de Castilla (1221-1284), toledano, reunió en su ciudad natal a la Escuela de Traductores de Toledo o “Scriptorium Real” donde se concentraron estudiosos hebreos, árabes y latinos cuya misión fue la traducción de textos antiguos, árabes y hebreos, al latín o al castellano. Gracias a este impresionante trabajo llevado a cabo por cristianos, judíos y musulmanes, el castellano toma fuerza como lengua regular en el ámbito científico y literario.
El Lapidario de Alfonso X es un ejemplo de ello. La traducción del caldeo al árabe de la primera parte del libro fue llevada a cabo en 1250 por Abolays, un moro de origen caldeo quien además agregó de su propio conocimiento las virtudes astrales de las piedras. Muerto Abolays el manuscrito fue adquirido por Alfonso X y entregado a los traductores de Toledo, donde el médico real y astrónomo judío Yehuda Mosca y el clérigo Garcí Perez lo vertieron al castellano.
El Lapidario alfonsí se enriqueció con diversos textos hasta formar un grueso volumen bellamente ilustrado con 50 miniaturas de animales del zodíaco y 638 ilustraciones. Junto a las Tablas del Lapidario o “Libro de las formas e imágenes que están en los cielos”, ambas obras se conservan en la Biblioteca de El Escorial. Las “Tablas” fueron un enredado trabajo astronómico ptolemaico y se mantuvieron sin cambios por más de tres siglos. Es entonces cuando se hace famosa la frase de Alfonso X que si Dios le hubiese consultado a él cuando creó el mundo le hubiera recomendado crear uno mucho más simple.
En la década de 1930 se reconoció a Alfonso X como astrónomo internacional y un cráter de la Luna fue bautizado con su nombre (Alphonsus). El Lapidario alfonsí está dividido en cuatro libros titulados: I. Libro de las piedras según los grados de los signos del zodíaco (Lapidario atribuido a Abolays); II. Libro de las piedras según las fases de los signos (Anónimo); III. Libro de las piedras, según la conjunción de los planetas (Anónimo); IV. Libro de las piedras ordenadas por el ABC (alfabéticamente) (Lapidario atribuido a Mahomad Aben Quich).
Cada uno de estos cuatro libros trae un corto prólogo explicativo que ayuda a entender el espíritu general de la obra. Como se aprecia, piedras y minerales, fueron clasificados según los signos del zodíaco. Figuran allí 360 piedras, una por cada grado del círculo zodiacal, o sea 30 grados por cada uno de los 12 signos. La idea era que las estrellas influían como causa y consecuencia en la formación de las piedras y que al mismo tiempo le transmitían propiedades mágicas, además de cualidades farmacológicas.
Según se lee en uno de los prólogos, las estrellas influyen en la forma y en la materia de las cosas. Los cuerpos son bajos y al mezclarse se hacen una materia pesada, fuerte y de naturaleza vil, pero ello cambia con el influjo virtuoso de las estrellas ya que los cuerpos celestes son altos y nobles. Compara a un niño que es indefenso y débil al nacer pero se hace fuerte cuando se hace hombre.
Y así también con las plantas y los animales…”y en las piedras y en todos los demás metales, pues no tienen tan gran virtud cuando nacen como cuando son maduras, porque la materia de las mismas no está preparada para recibir toda la forma completamente”.
Entre esas 360 piedras nombradas, con sus propiedades farmacológicas y mágicas, se enseña -por ejemplo- que la magnetita da valor al hombre débil y vuelve aguerrido al fuerte; que la esmeralda evita el deseo de mujer y por ello deben usarla los monjes, ermitaños y quienes hayan hecho votos de castidad; que los que porten cuarzo serán amados por las mujeres; o que la turquesa espanta los negocios y deja pobre al hombre que la lleva.
Y así hay piedras para curar heridas, ayudar en partos, sanar distintas enfermedades internas y externas, espantar espíritus y pesadillas, etcétera. Recordemos que el Lapidario fue escrito en el siglo XIII antes del descubrimiento de América y antes de que Copérnico diera por tierra con el sistema tolemaico geocéntrico y lo reemplazara por uno nuevo heliocéntrico.
Otro valioso Lapidario es el escrito por el judío alemán San Alberto Magno, dominico y obispo de Ratisbona. Alberto fue un gran sabio del siglo XIII que abarcó la suma del conocimiento de su época. Se lo llamó el “Doctor Universal” y fue el maestro de Santo Tomás de Aquino. Se interesó en las ciencias naturales, físicas y químicas, pero descolló también como filósofo, teólogo, músico, astrólogo, geógrafo, botánico y entomólogo.
Una de sus obras principales es “De mineralibus et rebus metallici”, un texto de mineralogía en forma de Lapidario donde se mezclan las cuestiones físicas modernas y las mágicas del mundo medieval permeadas por la influencia astrológica árabe. Se le atribuye el descubrimiento del arsénico. El papa Pio XII lo declaró en 1941 como “Santo Patrono de los Científicos”.
Otros Lapidarios medievales del siglo XIII son los de Arnaldo de Sajonia, Bartolomé de Inglaterra, Tomás de Cantimpré y Vicente de Beauvais. Los Lapidarios en general pueden considerarse como proto textos o pre tratados de la moderna mineralogía. Georg Bauer o Agrícola, padre de la ciencia mineralógica, se nutrió de todos esos Lapidarios medievales y de otros anteriores como los de Dioscórides, Damigeron, Isidoro de Sevilla, Constantino el Africano, Marbod, etcétera.
Los Lapidarios, independiente de la cuestión astrológica y mágica, son una verdadera enciclopedia mineral y fuente indispensable de consulta para la historia de la mineralogía.
*Doctor en Ciencias Geológicas