MARCELO CANTELMI
Los desbordes sociales que disparará esta crisis son inevitables porque no se está haciendo nada estructural para evitarlos. Las ayudas fiscales no apunta directamente a ese fenómeno y el riesgo es más tensión y protestas y el endurecimiento de los gobiernos.
En los umbrales de la peste que ahora ha paralizado al planeta, se produjo apenas meses atrás una serie de conmocionantes protestas sociales a nivel global. Esos levantamientos civiles en Latinoamérica, Europa, el espacio árabe y Asia reaccionaban al estrechamiento incesante de la distribución de la renta, proceso que se agudizó la última década. El frenazo de las economías centrales por las guerras comerciales, el proteccionismo y el abrazo a la insularidad se derramó por las periferias agudizando la deuda social y la exclusión, la fragua de una nueva política.
La desaceleración en el sistema de acumulación estaba en boca de preocupados economistas mucho antes de que llegara esta peste demoledora. La palabra recesión había reaparecido por un escepticismo que se revelaba en el simple dato de que apostar por el futuro no rendía en los mercados. Cualquiera sabe que si congela su dinero por plazos largos, merece un premio mayor que quien lo hace por periodos breves. Cuando eso sucede significa que las cosas van bien y que la economía crece. Pero cuando ocurre lo contrario, que las tasas por plazos más reducidos pagan más que las otras, es señal de derrumbe de la confianza en el futuro. Eso es lo que ha venido ocurriendo por lo menos los dos últimos años.
Ese proceso derrama de la peor manera hacia abajo con más austeridad y recortes porque los gobiernos pierden capacidad de maniobra, que es lo que brinda la economía cuando funciona. Una de sus consecuencias estridentes son los estallidos sociales. Nada de qué asombrarse. Así funcionan las cosas cuando van mal.
Recordemos que los procesos subsiguientes de ajustes que siguieron al tsunami de 2008/09, habían encogido como en un embudo las posibilidades de progreso individual, un efecto similar al espectro detrás de las movilizaciones que acaba de sufrir Chile; o que amenazaron con recortes cruciales en el extenso sistema benefactor francés, que explica la irrupción de los nuevos Chalecos Amarillos; o agregaron más calamidades a poblaciones de renta estrecha como Ecuador, Líbano, Irak o Irán.
Ese clima de repudio a cómo se hacen las cosas o cómo se las hicieron con los resultados anotados, es lo que está reapareciendo ahora. Lo hace con un adicional: la crisis económica asociada a la pandemia tensa y por momentos rompe las ya muy frágiles cuerdas de la geopolítica global y desmonta los necesarios equilibrios en la superestructura del poder. No hay gobierno mundial. No hay G 20 o G 7. Ni siquiera hay interconsulta.
El daño social es inevitable y crece en proporción directa a las medidas de aislamiento y contención que se adoptan para impedir que el virus se esparza. El efecto siguiente, que ya comienza a advertirse, es un fortalecimiento del perfil autoritario de los gobiernos acicateados por el desastre de la enfermedad pero también por la amenaza del descontrol doméstico. En EE.UU. se han multiplicado las protestas de empleados de automotrices, del transporte, los grandes almacenes de alimentos, o en el campo y hasta en Amazon rechazando primero las condiciones inseguras del trabajo que deben realizar y luego por el creciente desempleo. Eso se ha visto también en Canadá o en Europa donde Airbus, Renault o Mercedes Benz cerraron sus plantas recién cuando los empleados dejaron voluntariamente de ir a trabajar. La extensión del parate debido a la agudización de la peste, está arrojando a millones de personas a la calle y a su suerte y comienzan a producirse saqueos en países como Italia.
Algunos gobiernos apremiados por ese panorama han desarrollado un panóptico de vigilancia con alcances que ni hubiera imaginado Orwell. Israel aplica ahora a los civiles comunes las estrategias tecnológicas desarrolladas para la guerra que se libra ahí contra la vereda palestina. El pretexto en su parte razonable es la pandemia y la urgencia de registrar los contagiados, o los comportamientos que permitan trazar el sendero de esos contagios. Pero, como de pronto todo está permitido, el sistema ahí y en muchas otras fronteras viola derechos individuales para prevenir los desbordes que son parte de una realidad inevitable porque no se está haciendo nada estructural que los evite.
Rige una cuestión de prioridades. Los multimillonarios estímulos fiscales que han puesto en marcha EE.UU. o Europa configuran una espectacular transferencia de dinero público al espacio privado. Se entiende, son esos sectores los que brindan empleo y tiran de la carreta en el sistema en el cual vivimos. Pero el desorden de la situación hace todo muy turbio. Y los antecedentes no son auspiciosos. Las enormes inyecciones de dinero que aplicó primero George Bush cuando estalló la crisis de 2008 en las postrimerías de su segundo gobierno, y continuó luego el demócrata Barack Obama, tuvieron un destino por lo menos desconocido. Y no aliviaron la crisis social que acabó fraguando el ejército de desesperanzados que eligieron el modelo populista que proclamó Donald Trump y, antes, sus colegas ideológicos ultranacionalistas en gran parte del territorio europeo.
El esquema de ayudas estatales puesto ahora en marcha desborda con creces los números de aquel momento. Larry Kudlow, el principal asesor económico de Trump, aclaró que el estímulo económico total alcanzará los 6 billones de dólares, millones de millones. Cuatro billones de dólares provendrán del programa de “flexibilización cuantitativa” de impresión de dinero de la Fed, la Reserva Federal, y el resto de la legislación, ya promulgada con apoyo bipartidario, de rescate corporativo. Ese paquete, y su contraparte menor europea, es presentado como un esfuerzo fiscal destinado a la gente del común. Pero lo cierto es que la cuota hacia la sociedad real, en el llano, es por lo menos exigua. El desembolso único de $ 1.000 o 2.000 dólares que irá de modo directo a los bolsillos de la gente en EE.UU. que gana menos de 75 mil dólares anuales y tiene hijos menores, o la extensión de los beneficios de desempleo, no compensan ni mucho menos la pérdida masiva de ingresos y de los empleos que experimenta ese país. La pandemia en EE.UU., en apenas 14 días destruyó la ocupación generada en el último lustro.
En Europa, la percepción de estos problemas es aún peor. La Unión Europea entró en zona de calamidad recientemente sin poder resolver la creación de un esquema de contención comunitario para los países que sufren lo peor de la pandemia y su crisis explosiva. Como en 2008, esas naciones son las del sur del continente, con España, Italia y Francia en el liderazgo de la pesadilla. Esas capitales están multiplicando el gasto público y su deuda para enfrentar la enfermedad. Madrid y Roma instaron a los miembros de la eurozona a mutualizar la deuda, con eurobonos respaldados por todos los miembros del espacio de la moneda común. Pero los países del norte, Alemania, Holanda o Austria, se negaron con el argumento de que ese pedido era un intento encubierto de los países meridionales para beneficiarse de ayudas a bajo precio financiadas por los Estados con presupuestos equilibrados. La respuesta era que cualquier ayuda de esa índole debería ir acompañada de un plan de ajuste de las economías. El disparate recurrente de atacar con combustible un incendio desmadrado.
La consecuencia es que la gente carga sobre los supermercados en algunas capitales, no tiene ingresos y no sabe cómo conseguirlos. Es, además, solo el comienzo. En esa fragua los liderazgos más extremistas se consolidan canalizando las furias sociales. No es difícil imaginar quiénes acabarán gananciosos de este desastre. La historia es elocuente sobre los hijos que fecunda el caos. La ONU, con un poco más de sensatez, acaba de proponer que se disponga el 10% del PBI mundial como respuesta multilateral para garantizar un acceso universal a vacunas, equipamiento médico, refuerzo a los sistemas públicos de salud y una inyección directa de fondos a las economías particularmente las más endebles.
Hace poco menos de 20 años, el politólogo Joseph Nye dividió al mundo en tres tableros de ajedrez. El primero, el de las relaciones militares ente los Estados, es hegemónico, ahí domina EE.UU. Pero ese poder no alcanza. El segundo, el de la economía, es multipolar, y se requiere la cooperaciones entre los Estados para conseguir los resultados buscados. En el último se juntan las cuestiones fuera del alcance de los gobiernos, el cambio climático, el terrorismo o las pandemias. El poder allí está repartido de forma caótica alejado de cualquier control. Nada de profecía. Era la visión de lo que ahora estamos experimentando.