XAVIER HERMIDA
El país que hace una década aspiraba a ser una potencia en el mundo se hunde en la crisis política y moral
“¿Cuándo se jodió el Brasil? En 1500, cuando llegaron los portugueses”. La ironía de Clovis Rossi, uno de los más respetados periodistas brasileños, podría ser suscrita por millones de compatriotas. Es una sensación muy común, como si algo fuese mal desde el principio, como si sus problemas estuviesen tan anclados en la historia que difícilmente encontrarán solución. La rapiña colonial, un sangriento régimen esclavista que llegó casi hasta el siglo XX, una independencia sin héroes proclamada por el heredero de un rey portugués… Con un bagaje así, son muchos los que piensan que su país ya nació jodido y que la desigualdad social, la violencia y la corrupción forman parte de su naturaleza.
Hace apenas una década, todo era muy diferente. En 2008, mientras la crisis económica hundía a Europa y a EE UU, Brasil batía marcas de crecimiento, con un 7,5%. El viejo mito del país del futuro parecía a punto de ser realidad. Aquello era una potencia en ciernes, un gigante con una población de 200 millones que aspiraba a jugar un papel de primer orden al frente de la coalición de las naciones emergentes. Tanto confiaba el mundo en Brasil y tan seguros de sí mismos estaban los brasileños que de una tacada se hicieron con las sedes del Mundial de fútbol y de los Juegos Olímpicos. Y al comando, un héroe popular, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, cortejado por la elite de la política mundial.
Como si todo aquello hubiese sucedido en 1500 y no antes de ayer, Brasil es hoy un país arrasado por la crisis política y moral. Ni siquiera la recuperación de la economía, después de tres años desastrosos, ha conseguido aliviar el ánimo. Brasil tiene un presidente, Michel Temer, rechazado por más del 90% de sus ciudadanos. Tiene un Congreso con decenas de parlamentarios, incluidos los líderes de los principales partidos, investigados por corrupción. Sufre 60.000 asesinatos al año, con una guerra cotidiana en las favelas, y amontona entre rejas más de 725.000 personas, la tercera población carcelaria del mundo. Hasta Lula va camino de la cárcel, condenado por corrupción y dejando tras de sí la imagen de un país desgarrado, entre la rabia de sus seguidores y la euforia de los que celebran su desgracia.
Tanto se ha enfangado Brasil que, por primera vez desde el retorno de la democracia, en 1985, los mandos del Ejército se permiten hacer pronunciamientos políticos y lanzar amenazas veladas. Ahora se descubre que “muchos brasileños han perdido la vergüenza de defender la dictadura”, como apunta Clovis Rossi, veterano reportero del diario Folha de S.Paulo. Son los que han colocado en la segunda posición de las encuestas para las elecciones del próximo octubre al ultraderechista Jair Bolsonaro, un tipo que se ha negado a condenar el asesinato de la concejal y activista de Río de Janeiro Marielle Franco, otra reciente conmoción en el país.
Pero, sin remontarnos a 1500, ¿cuándo realmente empezó a torcerse todo? Hay una fecha clave, 2013. Ya con la sucesora de Lula, Dilma Rousseff, en el poder, la apuesta del Partido de los Trabajadores (PT) por protegerse de la crisis mundial inyectando dinero público en la economía daba síntomas de agotamiento. Y de repente explotó el malestar social. La chispa fue por un motivo que parecía nimio, la subida del transporte público, y la mecha prendió por todo el país con grandes movilizaciones, protagonizadas por jóvenes de izquierda. Rousseff aún ganó las elecciones del año siguiente por el margen más estrecho de la historia, pero la situación se deterioró a toda velocidad. Brasil se precipitó a la peor crisis económica en un siglo. Para completar lo que Rossi llama una “combinación letal”, las investigaciones de los contratos de la petrolera pública Petrobras revelaron que el sistema político se alimentaba de una gigantesca red de corrupción.
“En los años anteriores el consumo se había extendido y estaba surgiendo una nueva mentalidad de exigencia con la calidad de los productos”, explica la socióloga Fátima Pacheco. “Esa idea se trasladó a la política. El viejísimo dicho de "roba pero hace" se transformó en "si roba, no hace". La tensión se desbordó en las calles entre 2015 y 2016. Ahora los manifestantes eran otros: la clase media que sufría la crisis y se indignaba con los escándalos. Los hasta entonces socios de centro derecha del PT reaccionaron destituyendo a Rousseff. Para la izquierda, fue el equivalente a un golpe de Estado. A Rousseff la sustituyó alguien tan impopular como ella, su vicepresidente, Michel Temer. “Y la pérdida de credibilidad se extendió a todo el sistema político”, apunta Pacheco.
Clovis Rossi tiene 75 años y por primera vez en su vida asistirá en octubre a unas elecciones sin Lula. Ausente el que, a pesar de todo, seguía siendo el favorito, nadie tiene la menor idea de lo que puede suceder. Con un debate público cada vez más violento y la amenaza de Bolsonaro, muchos brasileños temen que lo peor aún esté por llegar
Marcelo Cantelmi
El ex presidente acaba en la cárcel posiblemente sin comprender por qué el poderoso empresariado de su país no compró su proyecto.
Entre las numerosas frases que se le atribuyen a Lula da Silva, hay una que exhibe su profundo pragmatismo y el lugar político que acabó eligiendo y marcó en gran medida sus dos gobiernos. “Si uno conoce a un izquierdista muy viejo es porque debe estar en problemas…” La cita continúa con una reflexión: “La gente se transforma en el camino del medio.. quien vas más de derecha va quedando más de centro, y así quien está más de izquierda...”.
En las horas bajas actuales, con la celda inevitable en su camino, el líder del PT padece menos ese infortunio que su frustración por no haber podido convencer al establishment de que puede ser el timonel que rescate a Brasil y recupere su tasa de acumulación. Lula está convencido que la justicia actuó en su contra tironeada por los hilos de una estructura de poder económico que decidió descartarlo. Revolea en la intimidad los números notables del crecimiento de Brasil durante sus dos mandatos y el aumento de la clase media consumidora que incorporó en esos años, 34 millones de brasileños.
Esos son los presupuestos con los que intentó salvar el gobierno de su sucesora Dilma Rousseff cuando el país comenzó a derrumbar su crecimiento año tras año. Después de la agónica reelección de la mandataria en 2014, fue Lula quien presionó para un giro al pragmatismo como el que impuso en sus dos gobiernos con un liberal en Economía y otro en la presidencia del Banco Central, el actual ministro de Hacienda, Henrique Meirelles.
La galera mágica de Lula sacó al monetarista ortodoxo Joaquim Levi, asesor de la campaña del rival de Dilma, Aecio Neves, para incorporarlo al gabinete en esos momentos amargos y operar las correcciones contra reloj. Pero el desgaste de la presidente imposibilitó ese avance, y el PT era un remolino de tendencias y crisis interna por la corrupción y la pérdida de líneas ideológicas.
El Parlamento además se oponía con un cierto cinismo a las medidas de ajuste, vaciando de capacidad de decisión al Ejecutivo. El ex mandatario entonces arremetió para asumir como jefe de Gabinete de Rousseff , que implicaba que sería en adelante el verdadero conductor del país y en las sombras y quien se ocuparía de intentar cuadrar la economía. No funcionó, nunca llegó a ese sillón.
El núcleo más fuerte del poder económico de San Pablo, que había logrado seducir con esfuerzo durante sus dos gobiernos, lo descartaba. Un sector muy duro de ese vértice decisorio comprendía que tenía una oportunidad para fulminar al PT y sus prejuicios socialdemócratas para avanzar a un esquema de concentración como el que se va imponiendo en el mundo y con alguna cuota de autoritarismo como expone en estas horas la vibra militar. La remoción de Rousseff por el Parlamento formó parte de esa estrategia. La ex presidente fue derribada sin ningún cargo en su contra, a excepción de su ínfimo poder político para resolver la crisis.
El país seguía en el derrumbe con su economía encogiéndose hasta casi un 10% en tres años, una descomunal pérdida de riqueza. El experimento con el ex vicepresidente de Rousseff y aliado histórico del PT, Michel Temer, concentró la expectativa de un cambio desde la superestructura. Se avanzó en algunas medidas de corrección y reducción del gasto. Temer, al revés que Rousseff, contaba, además, con apoyo parlamentario, aunque desgajado por los negociados que fueron volteando a parte de su gabinete y a las presidencias de las dos cámaras que retenían su propio partido, el PMDB. Sin embargo, el respaldo en la calle era mínimo para llevar adelante las medidas quirúrgicas necesarias.
Lula tenía un liderazgo amplio en las encuestas para las elecciones de octubre. Al margen de los discursos de campaña, eran pocas las dudas sobre que su eventual ministro de Economía sería Meirelles, y que el ex sindicalista metalúrgico se ocuparía de mantener y administrar las medidas de ajuste que pergeñaba el ejecutivo debilitado de Temer. Pero Lula jamás logró convencer a ese poder que necesitaba como aliado en el intento. La cárcel, en su íntimo pensamiento, fue la respuesta que recibió para su proyecto de ajuste y contención.
Al cabo queda una paradoja. El ex presidente, como lo señalaba en aquella cita, es el único político de centro con cierto poder en un país donde la credibilidad de la gente hacia su dirigencia está en los abismos. Pero tampoco el PT debería ilusionarse con eso. Quedó claro que ese proceso de disolución también acabó golpeando a su partido y a su liderazgo atento al relativo apoyo que el ex mandatario logró en el país y en San Pablo --donde nació su carrera sindical y política- en estas horas dramáticas. Tendrá mucho Lula que reflexionar desde la cárcel. Pero no sólo él.