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DEBATE
Terragno: "El que juega a ser segundo pierde"
11/08/2014

El que juega a ser segundo pierde

Clarín

Por Rodolfo Terragno ESCRITOR Y POLITICO.

Donde no hay un par de grandes partidos, la democracia corre el riesgo de negarse a sí misma. El voto popular puede erigir un “gobierno de minorías”. En la Argentina lo hemos experimentado. En 1963, con el PJ proscripto y la UCR partida en dos, el candidato de la Unión Cívica Radical del Pueblo, Arturo Illia, llegó a la Casa Rosada con 25 por ciento de los votos. O, lo que es lo mismo, contra el deseo de 75 por ciento del electorado.

En cambio, en 1983, con el PJ rehabilitado y la UCR unida, el candidato radical, Raúl Alfonsín, logró 52 por ciento de los votos. La ventaja respecto de su rival, el peronista Ítalo Luder, fue amplia: 12 puntos. Pero el 40 por ciento de Luder hizo que, entre la UCR y el PJ, representaran a 92 por ciento de los ciudadanos.

La consolidación de la democracia requería que los resultados electorales fueran más parecidos a los de 1983, no a los de 1963. Pero, muchos creían, no había forma de garantizarlo.

Sí había. Era una fórmula francesa.

Todo empezó cuando, en 1958, Charles De Gaulle ganó 79 a 13. Nunca más alguien conseguiría el caudal del héroe de la II Guerra Mundial. Sin embargo, Francia quiso evitar que el electorado se acostumbrase a provocar desproporciones, aunque no fuera de igual magnitud. Cuatro años más tarde se estableció esta regla: O el primero supera el 50 por ciento, o debe ir a una final con el segundo.

Es el sistema de doble vuelta, o ballotage.

El propósito es claro: el que gana la final, gobierna en nombre de una real mayoría; y el perdidoso hace de fiscal, representando al resto de la sociedad. En 1965, De Gaulle buscaba su reelección, pero no la consiguió en la primera vuelta (45 a 32) y debió ir al ballotage. Sumó entonces 55 por ciento de los votos, pero el otro finalista se elevó a 45%.

Para asegurar resultados semejantes, y darle así estabilidad política a la democracia, la Argentina adoptó en 1994 el sistema francés, aunque atenuándolo: si el primero tiene más de 45 por ciento, no hay segunda vuelta. Tampoco si tiene más de 40 y el segundo no llega a 30.

En una democracia bipartidaria, o tripartidaria, el sistema funciona; sea porque hay segunda vuelta o porque, en la primera, un candidato llega al número mágico que lo exime de la final.

No ocurre lo mismo en las democracias fragmentadas, donde el sistema suele fallar y hasta promover mayor fragmentación.

Mientras la Argentina tuvo dos grandes partidos -fuera con el viejo o con el nuevo sistema electoral- los gobiernos fueron ungidos con la mitad de los votos, y la oposición tuvo la fuerza necesaria para controlar. Con el aporte de aliados, el PJ y la UCR sumaron 85 por ciento de los votos en 1989; y 87 diez años más tarde. Resultados como estos no garantizan gobiernos exitosos (algo que ningún sistema puede garantizar) pero mantienen el necesario equilibrio político y, llegado el momento, le permiten a la gente castigar y cambiar a los gobernantes que decepcionan.

Cuando hay fragmentación política la gente encuentra a quienes le permitan inferir el castigo y lograr el cambio. El empequeñecimiento de la UCR, a principios de esta década, dejó en la escena a una sola fuerza autosuficiente: el PJ, que ha conservado su poderío pese a sus pragmáticos cambios de nombres, caras e ideología.

Sin dos grandes fuerzas políticas, capaces de alternarse en el poder, el ballotage, que es una polarización forzada, puede dar lugar a una falsa mayoría.

Es lo que ocurrió, de hecho, en 2003. Con sólo 24 por ciento de los votos, Carlos Menem fue el candidato más votado; pero, entre quienes no lo votaron, él sufría un fuerte rechazo. En la segunda vuelta, el voto anti-Menem (no el voto pro-Néstor Kirchner) lo habría derrotado. Al desistir de la competencia, no hizo sino adelantarse al resultado: el poder quedó en manos de quien había obtenido 22 por ciento de los votos.

Fue una muestra de atomización política: ni Menem ni Kirchner consiguieron superar el porcentaje de Illia.

Es cierto que, no obstante eso, Kirchner formó desde el gobierno una clara mayoría. Los partidos opositores no tuvieron los mismos instrumentos (ni la cohesión y habilidad) para crecer.

Eso dio origen a otra falla del sistema electoral: cuando hay un solo partido fuerte y, frente a él, una pléyade de pequeños partidos impotentes, el fuerte queda en condiciones de ejercer un gobierno omnipotente. Esto es lo que pasó en 2011, cuando Cristina Kirchner le ganó al segundo, Hermes Binner, por 37 puntos.

¿No podría haber pasado lo mismo con el viejo sistema electoral? No necesariamente.

Dado el régimen de doble vuelta, y con una oposición dividida, se multiplican los candidatos que juegan a ser segundos. Cada uno apuesta a que, así haga una muy pobre elección en la primera vuelta, si el ganador no llega a 40 por ciento pueda ganarle en la segunda. Confía en el voto “anti”.

El sistema de Primarias Abiertas y Simultáneas (PASO) ha venido a cambiar el panorama.

Permite que varios partidos integren un consorcio electoral, y que todos sus precandidatos compitan por ser el candidato único del consorcio. Esto no sólo proporciona chance electoral a quienes no la tendrían por separado: abre la puerta a eventuales fusiones, aptas para reconstruir el sistema bipartidista.

Eso exige que, antes de las propias PASO, y sobre la base de un plan de gobierno consensuado, el consorcio se amplíe. Contra esto pueden conspirar el individualismo y el dogmatismo. Si estos dos males se imponen, la oposición tal vez les ceda el paso a aquellos a los que le gustaría ganarles.

Si los continuadores del “modelo” son dos, y la oposición no utiliza las PASO para unificarse, puede ser que uno de los continuistas gane en primera vuelta, o que el ballotage se libre entre los dos continuistas.

Es necesario (y todavía posible) evitar ese resultado. Para eso, hay que entender que, buscando una carambola electoral, no sólo se puede perder; la gente puede concluir que no pueden conducir el país, ahora o más adelante, aquellos que se sienten incapaces de triunfar y juegan a constituirse en una triste minoría triunfante.


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