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DEBATE
Romero: "La patria, los buitres y el enano nacionalista". González: "Epica, soberanía, globalización"
24/06/2014

La patria, los buitres y el enano nacionalista

La Nación

Por Luis Alberto Romero.

El mes de junio parece ser un mes fatal para nuestro orgullo nacional. El 15 de junio de 1982 se rindió la expedición militar que dos meses antes había ocupado las islas Malvinas, que volvieron a llamarse Falkland. El 16 de junio de 2014 un fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos colocó al país al borde del default. Lejos quedaron los días de vino y gloria: el golpe al imperio pirata primero y luego la triunfal batalla del desendeudamiento, que llegó a su clímax con el portazo al Fondo Monetario, tirándole un fajo de billetes a la cara. Puede agregarse un episodio intermedio, menor pero ilustrativo: en junio de 1994 le "cortaron las piernas" a Maradona -en palabras más pobres, lo sancionaron por doping- y troncharon lo que debió haber sido la conquista triunfal de un nuevo título Mundial de fútbol para la patria.

Ciertamente son cosas muy diferentes, por su naturaleza y su envergadura. Lo de Maradona es apenas grotesco. El posible default es un problema serio y la Guerra de Malvinas, con derrota o sin ella, fue una tragedia. Pero un hilo subtiende los tres episodios: en cada uno de ellos el orgullo argentino sufrió un cachetazo, un golpe de realidad, y afloró el nacionalismo traumático enraizado en nuestra cultura política. Pues quien más, quien menos, todos tenemos un "enano nacionalista" sumergido que emerge cuando es interpelado adecuadamente o cuando un sacudón inesperado conmueve nuestras seguridades.

Nuestro nacionalismo patológico se ha caracterizado por combinar la soberbia y la paranoia: los argentinos podríamos ser los mejores del mundo, pero lo impiden nuestros enemigos, de afuera y de adentro. La soberbia deriva de un razonable orgullo inicial, acuñado en tiempos mejores para el país, cuando la economía crecía y competía con las más dinámica del mundo, las instituciones estaban sólidamente arraigadas, la sociedad lucía expansiva, móvil y democrática y un Estado potente y experto podía decidir qué rumbo quería tomar. En algún momento del siglo XX -puede discutirse cuándo-, las certezas se tornaron en incertidumbres y luego en frustraciones crecientes. Entonces el orgullo se transformó en soberbia y a la vez en paranoia. Alguien -nunca nosotros- debía ser el responsable de que nuestro destino de grandeza no se concretara. Sospechamos de los países vecinos, que querían quedarse con parte de lo nuestro, y sobre todo de Brasil y su maquiavélico Itamaraty. Culpamos a Inglaterra, que, según descubrimos en 1930, siempre nos había explotado. Posteriormente cambiaron las ideas y, con ellas, los culpables: el imperialismo, el comunismo, el Fondo Monetario, la subversión, los grandes poderes mundiales y sus socios y agentes locales. Pero siempre hubo un responsable para concentrar la furia: una jefa de gobierno británica, tan nacionalista como los nuestros, un técnico de laboratorio que hizo un simple análisis de orina o un juez norteamericano que se tomó en serio su tarea. Todos "nos cortaron las piernas".

Nuestro nacionalismo nació a fines del siglo XIX, entre los intelectuales obsesionados por descubrir el "ser nacional", y creció en el siglo XX. Lo acunaron el Ejército, autoproclamado custodio de los valores supremos de la Nación; la Iglesia, que definió a la Argentina como una "Nación católica", y el peronismo, que transformó sus "veinte verdades" en Doctrina Nacional. Las definiciones eran diferentes, pero coincidían en una visión unanimista e intolerante que moldeó el sentido común nacional. Para quien puede manipularlo, su utilidad política es enorme, pues sirve para convocar a la unidad nacional cuando las papas queman y para colocar los problemas del país bien lejos, más allá de cualquier responsabilidad local.

Así ocurrió en 1982 cuando el gobierno militar, corroído por luchas intestinas y asediado por la protesta social, encontró una salida en las invasión a las Malvinas. En lo inmediato su éxito fue abrumador y Galtieri se arrulló en el balcón de Perón con los vítores de la plaza. Las consecuencias de ese acto insensato eran previsibles para cualquiera que pudiera abstraerse de la pasión nacionalista. Pero no fueron muchos, pues, como decían los griegos, los dioses ciegan a quienes quieren perder. En este caso, cegó a los gobernantes militares, principales responsables, pero también a los argentinos en general. Los jefes militares ya fueron condenados por sus errores. Para el resto de los argentinos no hubo juicio ni autocrítica: quienes aclamaron a los militares se limitaron a denostarlos, probablemente por no haber triunfado.

En ese momento, pareció que la lección había sido suficientemente dura. Pero luego de la crisis de 2001, que conmovió las recientes y poco consolidadas certezas democráticas y pluralistas, la vieja cultura nacionalista volvió a aflorar de la mano del kirchnerismo, su práctica y su discurso. A lo largo de estos trece años nos regocijamos atacando al enemigo de afuera: humillamos al presidente Bush, nuestro invitado; nos liberamos del Fondo Monetario; amonestamos a los poderes mundiales con lecciones de economía política; tomamos distancia de Brasil y del Mercosur, y pusimos en su lugar a Uruguay. Salió un poco caro, pero los réditos políticos lo justificaban. Con el mismo brío, enfrentamos a las corporaciones locales, la oligarquía rural, la Justicia, la oposición y en general a los "antiargentinos", que sintieron el rigor de un gobierno verdaderamente nacional. Así llegamos hoy a la más reciente expresión de los enemigos de la patria: los fondos buitre.

El discurso oficial es insostenible por donde se lo mire. El Gobierno tiene buitres en su periferia y en su centro mismo. Los problemas que enfrenta no se deben a la hostilidad del mundo -en general, poco interesado en nuestras cosas-, sino a su impericia e improvisación. Los supuestos enemigos internos -un juez, un empresario de medios- se parecen bastante a otros sujetos similares, pero amigos. Estos argumentos podrían ampliarse y ejemplificarse, pero difícilmente convencerán a quienes miran el mundo con los ojos de la fe y cuya convicción sólo vacila en el instante del cachetazo. Sólo un instante, pues de inmediato se activa la paranoia, se individualiza el chivo expiatorio, se convoca contra él a la Nación, unida para gritar.

En eso consiste el famoso "pensamiento nacional": imaginar una nación con una doctrina, una bandera y un líder, enfrentada con la antipatria, con los godos de 1810 o los buitres de 2014. El mal está afuera, y un poco adentro también, pues existen colaboracionistas infiltrados y otros obnubilados por ideas cosmopolitas o liberales. Todos contra la patria.

Néstor y Cristina Kirchner descubrieron la utilidad del antagonismo y de la apropiación facciosa de la Nación. Pero el mayor problema no está en ellos, sino en quienes los escuchan y se reconocen en ese discurso. Su éxito muestra, como ocurrió en la plaza de Galtieri, lo arraigado de la patología nacionalista. Está presente en quienes los siguen con fe y convicción, y no se inmutan ante el reculaje de estos días. Pero también existe en quienes los respaldaron masivamente y hoy empiezan a tomar distancia, sin terminar de despegarse. Incluso está presente entre sus opositores, vacilantes cuando se invoca a la Nación amenazada por los "fondos buitres", un nombre que todos usan y que nadie se ha detenido a examinar y cuestionar.

El 15 de junio de 1982 muchos argentinos tomaron conciencia de que habían apoyado y alentado una empresa desastrosa, que sólo podía terminar en derrota y desastre. Por un tiempo se escucharon otras voces y se siguió a otros dirigentes, y el desahogo de las malas pasiones se limitó al fútbol. Hoy el enano volvió para legitimar otra batalla perdida. En su nombre el Gobierno y sus seguidores se rebelan contra el destino adverso y también en su nombre lo aceptan, sin confesar una renuncia a sus principios. Hay muchos argentinos sensatos que, si se empeñan, podrían volver a controlar al enano. Pero me temo que su neutralización definitiva está más allá de nuestras modestas posibilidades.

Epica, soberanía, globalización

Página 12

Por Horacio González.

Durante muchos años las fuerzas avanzadas del país postularon el “no pago de la deuda externa”. Lecciones prácticas obtenidas en los momentos más dramáticos de la historia nacional –el empréstito de la Casa Baring Brothers– llevaron a muchos hacia una idea soberanista de cuño jacobino que cautivó a una parte importante de las fuerzas políticas, sobre todo del nacionalismo de izquierda y del socialismo latinoamericanista. Sucesora de la idea de esquivar la deuda denominada ilegítima fueron las propuestas, apenas un poco más moderadas, de distinguir por un lado entre débitos que eran deudas reales y, por otro lado, compromisos con quienes nada prestaron y sólo compraron papeles devaluados a la espera de dar un tóxico aguijonazo. Con un grano aún mayor de moderación, se ensayó la denominada reestructuración de la deuda, obligaciones tomadas en épocas anteriores del país –como la del Club de París–, con la que la época actual demostró la continuidad del Estado argentino, al retomar compromisos contraídos con mucha anterioridad, en períodos históricos a los que este gobierno les destinó duras críticas en el balance de la historia, aunque sin romper la idea de constituirse en sucesor responsable de esos gravámenes generados por otros estilos gubernativos y bajo otras condiciones de conciencia cívica en torno del endeudamiento financiero externo.

El fallo de la Corte norteamericana y la acción del juez Griesa, de quien se dice que “perdió la paciencia con Argentina” (¿qué clase de juridicidad encerraría el concepto de paciencia?), son hechos de extraordinaria significación, que remueven los cimientos –precarios, como se quiera– que durante varios siglos fundaron las complejas naciones contemporáneas periféricas. Pero incluidas también las centrales, a pesar de que sus organismos económicos, militares y jurídicos tienen las mayores posibilidades de control y hasta de intervención en economías subordinadas. Admitido esto, sin embargo subsiste el principio de la nación como órgano dador de identidades y aglutinador de relevantes funciones de autonomismo económico y cultural. No obstante, no es conveniente el nacionalismo autocomplaciente o las tentaciones costumbristas del “ser nacional”. En cambio, tenemos a mano la posibilidad de reconstruir el “Epos nacional”. ¿De qué se trata? El “Epos” es la historia narrada como epopeya autorreflexiva, entrecruzada de las interpretaciones que les asigna libremente cada colectivo social para justificar sus prácticas y deseos. Saquemos ya de circulación la palabra relato, que lamentablemente pasó a significar impostura. Por eso la infortunada decisión de Griesa y la Corte norteamericana permiten un debate sobre el Epos nacional, en este caso ligado a la gran cuestión: ¿cómo hablar del tema? Comenzando por la palabra “buitre” y siguiendo por la palabra “extorsión”, las palabras a ser usadas constituyen verdaderos cuerpos ideológicos que marcan rumbos diversos para la interpretación del estatuto autonomista de una ética democrática de la nación. La nación comienza por yacer implícita en la lengua. El punto justo en que debe establecerse el autonomismo nacional debe ser una primicia política. La patria es el otro. Por lo tanto, ni apoteosis patrioterista ni torpes acusaciones de “falta de profesionalismo” hacia el ministerio público nacional (en sentido amplio, denominamos así al conjunto constitucional-político que conforman la presidencia, los propios ministerios, las instancias públicas de argumentación y negociación). Esto debe reflejarse en el vocabulario, las instituciones oratorias de una nación, que son las pulsaciones anunciadoras de toda justeza argumental. De ahí que lo que llamamos un nuevo Epos nacional debe hacerse cargo de las “estructuras de sentimiento” que sondeen más lúcidamente el recinto práctico y conceptual adecuado, para redescubrir el interés nacional, en este tramo de la historicidad universal en que se halla nuestro país. Se reclama más democracia invencional, globalización no agresiva, pacifismo ejemplar y crítica teórica a los estadios del capitalismo que llevan a guerras territoriales y neocolonialismos financieros.

Entonces: ¿por qué no se puede decir que hay extorsión, cuando aun para los mismos institutos jurídicos universales aceptados por la propia “pax armada” de la razón capitalista, la decisión de la Corte norteamericana es facciosa? ¿Hay que hablar de fracaso de los negociadores argentinos y de los “errores cometidos” antes de señalar la gravedad de que en el seno más problemático del capitalismo mundial se tome una decisión tan catastrófica? ¿No son más culpables los gobiernos precedentes que tomaron la deuda, antes que el gobierno actual que, sin contar con otras posibilidades, aceptó como sede de litigio a la ciudad de Nueva York? Pero además: ¿se dará rienda suelta a un nacionalismo vulgar; se irá a negociar envueltos en banderas épicas que no cuenten con la necesaria sabiduría? ¿O habrá propuestas de decoro nacional –la epopeya honrosa y sobria– que evite la acomodaticia postulación de que hay que pagar y se acabó? ¿Nos expondremos al default técnico o surgirá una veta de acuerdos necesaria y no deshonrosa, que se inspire en las epopeyas de la juridicidad democrática y busque soluciones imaginativas para el trato con estos poderes desmandados? Por otra parte: ¿reafirmaremos derechos soberanos con intrepidez o volveremos cabizbajos al mercado de capitales, desfinanciados e implorantes? Y sobre todo: ¿podrán subsistir autónomamente las naciones? Muchas de estas preguntas ya cuentan con respuestas adecuadas.

En uno de sus discursos, la Presidenta afirmó: “No se trata de una disputa jurídica ni legal sino de la discusión de un modelo de negocios, que si prospera va a producir tragedias inimaginables, en las que ya no será necesario explotar a nadie sino contar con gobiernos dispuestos a negociar comisiones desorbitantes”. ¿No abre este pensamiento una discusión fundamental que conviene seguir estudiando? Desde luego, no cuadra abandonar el “epos nacional”, es decir, la epopeya bien escrita como hilo significativo de una historia. Pero tampoco es posible, ante tamaña coyuntura nacional y mundial, devolverse mutuamente la acusación de “mentirosos” entre los partícipes de la querella intranacional, que nunca cesa, pero debe encontrar otros cauces. Cuando dos parapetos se lanzan el epíteto de falsarios, no gana nadie el debate porque no hay debate. Liberemos las cápsulas que retienen a las palabras como si brotaran ya interpretadas, refutadas y escarmentadas de antemano. No es desacertado decir que ésta es una disputa por el “Epos” de las sociedades, que por cierto, también aparece como “una discusión por el modelo de negocios”, el de la “extorsión” o “comisiones desorbitantes”. ¿Qué se opondría a esto? Una supuesta racionalidad en el intercambio de la producción de mercancías y dinero en una nueva escala mundial de circulación de productos (informaciones, imágenes, consumos, deuda, tiempo, lenguajes, símbolos, los “productos” de los nuevos dominios imperiales). Pondremos sin embargo alguna reticencia en esta cuestión.

Max Weber veía una épica de salvación en la “ética protestante”, considerándola uno de los motores del capitalismo. A la inversa, debemos recurrir ahora a otro tipo de épica de movilización democrática que cuestione el “espíritu del capitalismo”, representado por este modelo de negocios, que no es sólo tal: son ideologías que cubren groseramente la revolución tecnológica, como la “teoría de la información”, y también superestructuras jurídicas fusionadas por lógicas complejas de la globalización. Léase por ejemplo lo que escribe Carlos Pagni para demostrar que no se puede cambiar la sede de pago. Dice: son bonos que “están depositados en la Depositary Trust Company, una especie de Caja de Valores de alcance global. Quiere decir que la hipótesis de profugarse de la jurisdicción norteamericana presenta inconvenientes logísticos casi insolubles”. ¡Linda noticia! Se da por natural que la mera existencia de esas misteriosas organizaciones inhabilita cualquier otra reflexión o alternativa que no sea pagar en las condiciones dictaminadas por un juez que hace de su ciencia jurídica un grave hecho intempestivo. Porque no es fácil decir quién es Griesa. No hay duda de que fue amasado lentamente en los pliegues de las nuevas derechas norteamericanas, sorbiendo el té vespertino del mando imperial que en ciertas esferas ha fusionado la circulación del derecho con la circulación de la destemplanza financiera. Muy lejos ahora de los tiempos de Jefferson o Beccaria, en países como Estados Unidos, una parte sustancial del orden judicial se convirtió en un fino oído de las necesidades de algunas de las más alienadas y oscuras formas del dinero “derivado”, como postrera forma fetichista del gobierno abstracto de la humanidad: la globalización. Sin innecesarios vituperios, conocemos quién es el juez en tanto arquetipo paradójico de una justicia infundada, por más que algunos de sus fallos anteriores fueron “pacientes” con el país. Evaluando toda su actuación, será valeroso exigirle nuevas condiciones de negociación.

En la contemporánea historia jurídica de los Estados Unidos tenemos de todo: la historia del fiscal Garrison, develador del asesinato de Kennedy, o grandes culturas del liberalismo ético y democrático, descendientes de Emerson, Withman o Henry Thoreau. Mencionemos una recordable narración basada en el género dramático jurídico, el film de Sidney Lumet, Doce hombres en pugna (1957), con la formidable actuación de Henry Fonda. Es una joya del humanismo judicial que también existe en el país del Norte. ¡Qué diferencia con Griesa! Avergüenza el sector de la prensa escrita argentina que, desconociendo éstas y otras historias, actúa como parte de un razonamiento que brota de pliegues soterrados de una conciencia infecunda que grita, desde los sótanos del alma: “¡Como sea, paguemos ya!”, “¡El juez tiene razón!”, “¡Autogolpe!”, “¡El Depositary Trust nos conmueve!”, “¡Los fondos buitre evocan el ‘ave totémica’ que le conviene a nuestro país!” Detalle: los grandes diarios de este país... ¿no titulan sus notas con la expresión autoinculpatoria, fondos buitre, sin entrecomillar?

Las tesis del valor-trabajo de David Ricardo y Smith fueron citadas por la Presidenta. Son las que le dan desemboque a las teorías de la plusvalía, cuya historia realiza Marx en la Historia crítica de la plusvalía. Por su parte, éste sería el verdadero “Epos” del capitalismo, que ahora adquiere novedosas máscaras. Contienen en verdad nuevas formas de explotación. La Presidenta suele afirmar que las mutaciones del dominio económico globalizador importan más que los actos de explotación. Debemos llamar la atención sobre el interesante problema planteado, pero es conveniente seguir empleando también el concepto de explotación, de larga memoria en los movimientos sociales universales. Es cierto, sin embargo, que adquiere nuevos rostros. En los años ’60, Baran y Sweezy –la izquierda intelectual norteamericana– hablaron de excedentes económicos potenciales. La modalidad irracional que éstos vehiculizan constituye otra forma de explotación. Tampoco han desaparecido las fórmulas novedosas de plusvalía. Sin ir más lejos, la propia decisión de la referida Corte Suprema es un tipo específico de plusvalía jurídica, vinculada con extremos intereses financieros de cuño arbitrario. Hay un tipo reestructurado de plusvalía que lleva a situaciones de explotación basadas en acciones del “dinero a futuro”, vinculadas con ideologías punitivas: swap, warrants, turbowarrants, over the counter, calificaciones de países según su “riesgo”, estilos de gerenciamiento, compra de bonos defaulteados, todo combinado con guerras interreligiosas o interétnicas, knowledge management y regencias sobre las conciencias universales de un único tipo monolítico de industria cultural, demasiadas veces ajena a los grandes legados intelectuales, basada en un modelo humano lejano al genuino goce artístico.

Son muchas las formas que pueden llevar a novedosos estilos de explotación. Es preciso no abandonar estas palabras al desván de los bártulos antediluvianos, ni dejárselas a las partes ociosas del lenguaje. Son también la garantía que permiten responder a los que creen que se caerá en la “tentación heroica” por falta de madurez de los argumentos. No parece ser así, no será así, pero la negociación que haya revestirá formas de epopeya democrática. Porque puede y debe haber un “epos” nacional basado en la democracia y en la justicia autonomista, maduro en el reconocimiento de sus propias fuerzas y de los poderíos trágicos de la compleja mundialización de los flujos económicos y vitales. Es preciso buscar el tertium datur entre cumplir humillados o recaer en la facilidad teatral neonacionalista. Recrear la propia actividad social democrática del país, indagar en un soberanismo renovado, hablar con dignidad frente al mundo, mostrar las pasiones colectivas y forjar una firme serenidad al expresarlas, son los imperativos del momento.


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