El gobierno de Cristina Kirchner volvió a demostrar que en la Argentina es casi imposible discutir seriamente diagnósticos o propuestas alternativas al sinuoso discurso oficial .
En apenas una semana no sólo retiró de circulación, con una excusa inverosímil, los índices de pobreza igualmente inverosímiles que el Indec vino publicando hasta 2013. También se dedicó a empobrecer, hasta un extremo absurdo, los que podrían ser saludables debates con entidades empresarias o con la oposición política no peronista. Claramente, cualquier debate es inviable si quien piensa diferente recibe a cambio chicanas, descalificaciones o agresiones del oficialismo.
El debate sobre la magnitud de la pobreza no es posible si no se habla de la inflación de dos dígitos anuales y en aumento que padece la Argentina desde hace más de siete años. Por supuesto que la actual situación es mejor que la de 2003, cuando el país acababa de salir de su peor crisis. Pero también es cierto que desde 2007/2008 ese avance se frenó; y que, si no hubiera surgido a fin de 2009 la Asignación Universal por Hijo (que la propia CFK copió de apuro de propuestas opositoras), la indigencia habría alcanzado luego proporciones calamitosas con una inflación en alza.
Aún así, la AUH ya resulta insuficiente para asegurar que quienes eran pobres entonces dejen de serlo en el futuro, al igual que sus hijos. Lo mismo ocurre con otros reconocimientos tardíos del gobierno de CFK. Entre ellos, la existencia de un millón de jóvenes que no estudian ni trabajan, para quienes se diseñó recién este año, en plena fiebre inflacionaria, la compensación monetaria del plan Progresar, aunque sin exigencias de calidad de aprendizaje. O del empleo en negro, que desde hace décadas afecta a más de un tercio de los trabajadores en relación de dependencia y sólo ahora tratará de ser atenuado con la anunciada rebaja de aportes patronales por dos años a las microempresas, que acaba de ser enviada al Congreso.
Sin embargo, se mantiene clausurado cualquier debate sobre una reforma tributaria de fondo que abarque a trabajadores y empleadores e incentive a la actividad productiva antes que al imparable aumento del gasto público improductivo.
La necesidad de bajar la alta inflación, de una reforma tributaria integral que aliente a la economía formal, de mejorar la calidad de la educación y de articularla con la actividad productiva, son algunos de los ejes -aunque no los únicos- que el nuevo Foro de Convergencia Empresarial (FCE) propuso como políticas de Estado para una Argentina más previsible en el futuro.
En realidad, se trata de una cuidadosa declaración que comienza por otorgar prioridad al respeto de la Constitución, la división de poderes; el federalismo fiscal; la propiedad privada, la libertad de prensa y el acceso a la información pública, así como a la independencia de los organismos estatales de control y la participación ciudadana en la discusión de las leyes. Y concluye con la necesidad de desarrollar una política criminal integral para combatir la inseguridad y el narcotráfico.
Se podrá argumentar, con razón, que las casi 40 entidades empresarias y profesionales que suscribieron el documento del FCE tuvieron también una reacción tardía para unificar posiciones y plantear el marco general en que deberían resolverse los principales problemas institucionales, económicos y sociales de la Argentina. También que, con el temeroso silencio público de estos años, la mayoría de ellas avaló implícitamente los desvíos que las políticas populistas produjeron en muchos de esos principios.
Pero pocos podrían estar en desacuerdo con aquellos objetivos, aquí y en cualquier otro país que se plantee racionalmente la necesidad de debatir políticas sustentables para evitar que el largo plazo se reduzca a pocas semanas o meses.
La respuesta verdaderamente desconcertante provino del gobierno de CFK, por medio del jefe de Gabinete. Aunque, por definición, las políticas de Estado son aquellas que trascienden a los gobiernos, Jorge Capitanich optó por eludir las cuestiones de fondo y aplicar el reduccionismo de sugerir a los empresarios que no aumenten los precios. Como si las políticas oficiales no tuvieran nada que ver con la inflación o las decisiones privadas de inversión.
No muy diferente fue la reacción de Capitanich ante la presentación formal de la alianza opositora Frente Amplio-UNEN, cuando ironizó sobre los prontuarios de gestión de algunos de los partidos que la componen. Aunque quizás esta actitud resulte más comprensible por razones políticas, omitió reparar en que el sayo de otros prontuarios frondosos, como el de la corrupción en el manejo discrecional de fondos públicos, también le cabe al gobierno que integra y formará parte de la aún lejana campaña electoral.
Probablemente estas salidas por la tangente de Capitanich apunten a desviar la atención de las propias contradicciones del gobierno de CFK, donde el pensamiento único dejó paso a un pragmatismo por necesidad y urgencia para evitar el riesgo de una crisis por caída de reservas que resquebraje prematuramente su poder.
Así, pasó de las políticas populistas para sostener el boom de consumo, al ajuste cambiario y monetario con caída del salario real. De justificar los subsidios masivos a la energía y el transporte, a aumentar selectivamente tarifas después de años de congelamiento. De exaltar el desendeudamiento, a buscar financiamiento externo a alto costo. De mentir con estadísticas de baja inflación y alto crecimiento a blanquearlas parcialmente para recomponer relaciones con el FMI y los mercados financieros (y, además, ahorrarse en 2014 el pago de 3000 millones de dólares por el Cupón PBI). Ahora quedó claro que el límite de ese sinceramiento es que no se refleje en las estadísticas oficiales de pobreza que, según la UCA, alcanza al 25% de la población.
No son las únicas contradicciones. El mismo gobierno que se resiste a que el FMI verifique sus cuentas públicas les exige a las empresas que le presenten mensualmente sus listas de precios. Tuvo que llegar al déficit energético para reconocer ahora que recuperar el autoabastecimiento es crucial para el crecimiento económico. Promete combatir el narcotráfico y el lavado de dinero, pero prorroga el blanqueo gratuito de dólares no declarados. Minimiza el problema de la inseguridad, pero elude una discusión a fondo sobre la reforma del Código Penal. Zigzaguea con el proyecto para limitar los piquetes, pero permite que el bloqueo del gremio de camioneros paralice las dos principales plantas siderúrgicas del país. La única constante es mantener en alza el gasto público, pese a sus consecuencias inflacionarias y recesivas, para alinear a gobernadores e intendentes hasta que lleguen las PASO.
De cara al futuro, será difícil enriquecer el debate sobre las prioridades de políticas públicas más convenientes para la Argentina del siglo XXI, mientras el oficialismo se remita al pasado, eluda toda autocrítica y sólo compare los resultados de su gestión con el bajo punto de partida de hace más de una década.