Cada uno con partituras diferentes y sin nadie que lleve la batuta para coordinar o dirigir, el gabinete de Cristina Kirchner se convirtió en un conjunto de individualidades con serias dificultades para armonizar palabras, acciones y resultados.
La inesperada salida de escena pública de la Presidenta alteró el esquema de toma de decisiones oficiales. Sus ministros y funcionarios pasaron de la subordinación absoluta a ensayar un azaroso mecanismo de prueba y error, con contradicciones y contramarchas forzadas para disimularlas. Tampoco pueden refugiarse en el "relato", que perdió omnipresencia y fuerza después de la derrota electoral de octubre: las viejas respuestas dejaron de servir para explicar nuevos problemas políticos, económicos y sociales. La crisis policial en las provincias; la crisis eléctrica; el deterioro de infraestructura; la pérdida de casi un tercio de las reservas del Banco Central en 2013; la desigualdad social agudizada por la alta inflación, ya no pueden ser barridas debajo de la alfombra sin costos políticos ni de imagen. Ni tampoco ser contrarrestadas por el éxito de la temporada turística en la costa, donde alquilar un departamento de tres ambientes puede insumir en una quincena de enero entre dos y tres sueldos promedio de la economía.
En poco menos de dos meses, Jorge Capitanich sufrió un prematuro desgaste como jefe de Gabinete con alta exposición pública. Al haber quedado entrampado entre las directivas del entorno presidencial y la desautorización de funcionarios que debieran ser sus subordinados, enfrenta ahora el costo político de ejercer una delegación de funciones sin delegación de poder.
A la inversa, Axel Kicillof acumuló más poder en el área económica, pero no tanto como para subordinar a los funcionarios ajenos a su propio equipo que, al menos por ahora, cuentan con respaldo directo de CFK aunque hayan quedado notoriamente debilitados. Los casos más elocuentes son los de Julio De Vido, Ricardo Echegaray y la cúpula del Indec.
El ministro de Economía debió actuar como vocero presidencial para negar la drástica suba del Impuesto a los Bienes Personales (IBP) anunciada por Echegaray en conferencia de prensa y confirmada por Capitanich, tras atribuirla insólitamente a "versiones periodísticas". En realidad, el diseño de cualquier reforma impositiva corresponde a la Secretaría de Hacienda, que depende de Kicillof. Puede que el titular de la AFIP haya lanzado la idea al ruedo para desviar la atención del escándalo por la revelación de su costoso viaje de placer a Brasil junto a empresarios amigos. Pero -aunque no por este caso- sufrió una nueva desautorización, que se agrega a las que ya debió digerir cuando recomendó no prorrogar el blanqueo (que ahora rige hasta el 31 de marzo) o negó que fuera a aumentar el recargo impositivo sobre el "dólar turista" (elevado de 20 a 35%).
Al costo de poner al descubierto estas discrepancias internas, el gobierno de CFK abortó los cambios en el IBP porque no podían haber surgido en peor momento: subir de golpe la valuación de los inmuebles entre 5 y 10 veces equivaldría a echar un balde de nafta sobre el fuego encendido por una clase media inflamada por los cortes de electricidad, la aceleración de precios y el permanente aumento de la presión tributaria. También a poner en un brete a los bloques oficialistas en el Congreso. Todo para subir un gravamen que en su momento fue bautizado como "impuesto a la riqueza" y cuyo mínimo no imponible -desactualizado por la inflación, ya que no se ajusta desde 2007- equivale hoy a sólo 45.800 dólares al tipo de cambio oficial; o sea menos que el valor de un departamento de un ambiente.
INSTRUMENTOS DESAFINADOS
El IBP tampoco mueve el amperímetro fiscal: en 2013 recaudó 10.300 millones de pesos, apenas 1,2% de la recaudación total de la AFIP. Desde otro ángulo, esa cifra cubre menos del 10% del gasto que le insumirá al gobierno de CFK haber contratado los derechos de TV para televisar el Mundial de fútbol de Brasil y que aún no definió si habrá de financiar con publicidad privada, donde sobrarían ofertas, o abrumar con propaganda oficial.
Puertas adentro, Kicillof enfrenta otros problemas, derivados de su propia impronta intervencionista. Aunque logró desembarazarse de Guillermo Moreno y de Beatriz Paglieri, todavía no pudo afinar el mecanismo de permisos previos de importación (DJAI). La decisión de borrar los pedidos acumulados que estaban pendientes y comenzar desde cero a recibirlos y tramitarlos por vía electrónica, hizo que los importadores se cubrieran y llegaran a presentar más de 15.000 declaraciones diarias. De ahí que ahora deba recurrir al auxilio de cámaras empresarias para determinar la urgencia y prioridad de las importaciones de insumos, repuestos y equipos para no frenar aún más la actividad productiva sin dejar de administrar la escasez de divisas. En este contexto, que el Gobierno se haya interesado en abrir importaciones de tomates parece una humorada. O un tardío reconocimiento del error de haber incluido productos frescos en la difundida canasta de "precios cuidados". Que, en realidad, es un eufemismo de la necesidad de mostrar una mínima acción para frenar algunas subas de precios sin que ello implique una política antiinflacionaria.
Aquí el mayor riesgo es que la inflación perdió sus principales anclas con la aceleración del ritmo de devaluación del peso (más de 6% en diciembre) y de la emisión monetaria de fin de 2013 para cubrir el déficit fiscal. Esto crea más presiones sobre los precios (con el impacto adicional de la suba de los combustibles) y sobre el dólar paralelo. Con la brecha cambiaria otra vez por encima de 60%, se realimenta el fenómeno de que, quienes pueden, "ahorran" aumentando su consumo antes de que los productos aumenten. Y que quienes deben reponerlos, calculen los costos en base a un tipo de cambio (oficial y paralelo) más alto, mientras la demanda los convalide. Salvo en el caso de los autos de gama media y alta (así como motos y embarcaciones), donde el Gobierno aplicó un "impuestazo" para desalentarla y ahorrar divisas a costa de frenar las ventas del sector, como ya ocurrió en diciembre.
En última instancia, Kicillof también está pagando el costo de no diseñar un plan coordinado para corregir los desequilibrios macroeconómicos y pretender reemplazarlo con parches y medidas aisladas. Paradójicamente, para evitar costos políticos aunque ello aumente la incertidumbre.
El problema es que así tampoco se ven los beneficios. Por caso, el economista Miguel Bein prevé para 2014 un crecimiento de 1,5% en el PBI y una inflación de 27% anual, si el ajuste del tipo de cambio oficial fuera de 30% y el de salarios en paritarias de 24%; dos supuestos que reconoce tan hipotéticos como inciertos.
Otro tanto vale para la posibilidad de que el gobierno de CFK se reorganice y evite que cada anuncio oficial se convierta en un sobresalto o en una desmentida. De lo contrario, su apuesta a mejorar el clima social se limitaría a concretar en junio la anunciada renovación de los desvencijados trenes de las líneas Sarmiento y Mitre y a rezar para que la selección argentina logre el campeonato mundial de fútbol.