Guiado por la consigna de ahorrarse costos políticos, el kirchnerismo siempre se ha mostrado diestro como pocos en el arte de patear problemas hacia adelante. Pero si su intención era continuar así hasta 2015, la realidad está pasándole facturas ya mismo. Y hasta ocurre que cuando quiere encarar alguna de las cuentas pendientes, lo sacuden los efectos colaterales de sus decisiones.
Es el caso del atraso cambiario, que el Gobierno busca achicar a fuerza de minidevaluaciones aceleradas. Lo hace tarde y en el momento menos oportuno, porque la movida coincide con una inflación real que parece enfilada a desbordar el 30% anual: evidentemente, aquí hay un cortocircuito.
Otro salta cuando el cable pelado de la devaluación se toca con la crisis energética. El cruce entre ajuste cambiario fuerte e importaciones de gas y combustibles siempre crecientes, y ya monumentales, tiene un correlato inevitable: las importaciones se vuelven más costosas en pesos.
Luego, si la nafta y el gasoil que necesariamente deben venir de afuera son más caros, no es ninguna novedad pensar que eso será trasladado a los precios internos. Tampoco que, de seguido, también quedará abultada la factura de los subsidios en pesos.
Los apremios ya inocultables dejan a la intemperie a cualquier relato oficial. “El país está atravesando por una fase de muchísima prosperidad, pero no ignoramos que en los últimos cinco años la caída de Lehman Brothers (el banco que desató la crisis de las hipotecas en EE.UU.) significó una gran incertidumbre. Estamos poniendo recursos para que la circunstancial falta de producción no se refleje en los precios”. Muy suelto de cuerpo, así fue la película que Axel Kicillof contó la semana pasada, en la comida del Día del Petróleo.
Aún gastando mucho esfuerzo de imaginación, resulta inútil tratar de que la fase de muchísima prosperidad del país encaje con los datos crudos de la realidad. O empalmar los recursos que se ponen, según Kicillof, con la seguidilla de aumentos de combustibles.
“Circunstancial” le dijo el ministro a una caída en la producción de petróleo que se agudizó en la era K y a otra en la de gas que nació en la era K: dar vuelta un cuadro así consumirá años e inversiones cuantiosas. Y eso de que el mundo se nos vino encima huele adiscurso demasiado viejo.
A mediados de septiembre, Clarín había adelantado que después de las elecciones de octubre el Gobierno iba a subir las tarifas de la luz y el gas a ciertos consumos considerados medios y altos. Simplemente, porque la situación fiscal ya no bancaba la magnitud de los subsidios.
La fecha habría sido corrida hasta enero, bajo el supuesto de que la temporada de vacaciones es una época más propicia para filtrar un ajuste tarifario. Claro que cuando la situación económica y social aprieta, cuesta dar con los buenos momentos.
El problema es que a la velocidad que corre, el tren de las subvenciones va camino de chocar: incluyendo el transporte, estudios privados calculan que este año el paquete completo sumaría unos 135.000 millones de pesos, de los cuales 88.000 millones corresponderían a la luz y el gas.
Eso significa que desde 2005, cuando el kirchnerismo las echó a andar, aumentaron 3.750% en un caso y 4.900% en el otro.
¿Nadie vio, durante todos estos años, que había un riesgo grande de pegarse una piña grande? ¿A ningún funcionario se le ocurrió que algo estaba fallando en las políticas del bendito Estado presente?
Una bomba de tiempo semejante fue gestándose por el lado de las divisas. Especialistas del sector estiman que en 2013 las importaciones energéticas bordearán los 13.000 millones de dólares, y pueden pasar de 15.000 millones el año próximo.
Así, el déficit del balance de divisas energético treparía de 7.470 a 11.000 millones de dólares. Todo pinta para peor; al menos durante un tiempo que muchos estiman no inferior a cinco años.
En el trasfondo existe una crisis largamente anunciada, tanto que en 2004 había expertos que ya la pronosticaban. El poder kirchnerista siempre ninguneó el problema y dejó pedaleando a los funcionarios que aconsejaban tomárselo en serio: “Estás jugando para las petroleras”, le dijo Néstor a uno de ellos.
Según fuentes del sector, el Gobierno ensayaría primero con un quite de subsidios a la industria. Y excluiría a los usuarios domiciliarios.
No es la salida que promueve Kicillof, porque en tal supuesto sería escaso el ahorro de energía y de dinero: economistas del arco opositor estiman que con un aumento de tarifas domiciliarias moderado es posible achicar la demanda un 20%. Por ahora, manda el impacto político de cualquier decisión.
El Gobierno sigue metido en su propio laberinto. Pero los pesos no alcanzan para sostener una montaña de subsidios que no para de crecer, ni aún exprimiendo, cada vez más peligrosamente, las cajas del Banco Central y de la ANSeS. Y ni hablar de las divisas, que de tan escasas alumbran una serie interminable de malabares de Kicillof y compañía.
Sean verdes, o violetas como el billete de cien, no hay cómo explicar que se gaste tanta plata y al mismo tiempo, y todo el tiempo,sobrevengan los cortes de luz y gas.
El kirchnerismo también está pagando la factura de un proceso inflacionario que nunca controló y que ahora, justo ahora, alimenta la presión salarial. El jefe de Gabinete lo atribuye al efecto contagio. Y así pasa: cuando hay precios que suben otros también tienden a subir.
Es la conocida puja distributiva, donde todo el que puede pugna por no quedarse atrás.
Y el que no puede, pierde.