Entre las varias facetas impresentables a nivel internacional que en materia económica tiene la Argentina, el autoelogio oficial a una década de política de subsidios a la energía va camino a sobresalir no sólo por lo equivocado sino por lo desubicado. Es que la reciente reunión de cambio climático global que se congregó en Varsovia vino precedida como nunca antes de un esfuerzo muy generalizado de un amplísimo espectro de organizaciones, que van desde Greenpeace al Fondo Monetario Internacional, destinado a reclamar que se ponga fin a la gigantesca montaña de subsidios a la energía basada en combustibles fósiles, estimada en medio billón (en nuestra medida) de dólares o 0.7% del PBI mundial. Los subsidios a la energía son vistos por todas estas organizaciones como un gran enemigo de las políticas de descarbonización del planeta al tiempo que ya está bien documentado que estos subsidios favorecen a los hogares de altos ingresos en especial en los países en desarrollo y a las empresas intensivas en capital en los países ricos. La evidencia que se está acumulando apunta a mostrar que los subsidios a la energía retardan el crecimiento y el empleo al tiempo que son regresivos, apartando al mundo del sendero de crecimiento con descarbonización que la sostenibilidad del planeta requiere.
Pero el gobierno argentino tiene una teoría aparte sobre el rol de los subsidios a la energía, que va a contramano de lo que vino ocurriendo en el mundo en la última década. Se insiste en sostener (en voz alta, para colmo) la falacia de que los subsidios a la energía han sido una suerte de política virtuosa para acelerar el crecimiento del país a través de transferencias a los hogares y empresas de modo que favorecieron el consumo y la inversión. La evidencia dice otra cosa muy distinta. En muy pocos años, la política oficial de subsidios energéticos en la Argentina se fabricó un desastre de proporciones macroeconómicas que a la vez es inédito en la historia económica del país. La energía va camino a representar importaciones cercanas al 3% del PBI y en ascenso, y no existen registros históricos de semejante efecto sobre las cuentas externas. Sólo el gas y la electricidad terminan este año con subsidios fiscales cercanos al 2.3% del PBI, con la mitad yendo a los hogares y con una incidencia distributiva espantosa.
¿Qué país va a sostener un crecimiento cuando se fabrica una bomba semejante a la que se armó con los subsidios a la energía?
Los subsidios no son un error más, además de ponernos ahora en ridículo a nivel mundial. Son el peor costado de la política fiscal y del sector externo de la Argentina durante la última década.
El desastre espectacular de los subsidios a la energía quiso ser tapado en el informe De Vido-Kiciloff, mal bautizado (porque fue un uso impropio de un nombre y memoria) informe Mosconi.
Al rescate de lo impresentable vino como muchas otras veces una falacia envuelta en la bandera nacional y destinada a taparle la boca a la oposición. Lo que hemos visto esta semana es un epílogo de esa operación, que más allá de que le hizo perder al país dos años y muchos billones de dólares todavía sigue asentada en la misma política que originó el colapso del sector energético en la Argentina. Y encima se supone que hay que ponerse contento porque significa una mejora respecto a lo que nos esperaba.
Si el amplio movimiento planetario en curso prospera, los subsidios a la energía tienen fecha de vencimiento en el mundo. Lo mismo va a suceder en la Argentina. El único temor es que se disfracen para reaparecer en otra vestimenta, porque la única forma que tengamos de hacer recuperar la producción energética sea terminar subsidiando a las empresas productoras para que vengan a invertir, con ventajas cambiarias e impositivas de todos los colores. Eso no sólo sería una consecuencia de haber intervenido mercados para luego expropiar empresas, tal que de subsidiar para expropiar ahora se pasa a subsidiar al capital a cara descubierta. Sería además otro error muy inequitativo para todos nosotros y nuestros descendientes.