El acuerdo para la explotación de petróleo y gas shale es una buena noticia. Primero porque une lo que la nación tiene de sobra con lo que le falta: un enorme stock de recursos naturales (posee la tercera reserva mundial de gas y petróleo shale del mundo), con los capitales necesarios para explotarlos y las políticas de largo plazo implicadas en emprendimientos de esta magnitud.
Luego, porque los 14.000 millones de dólares anuales que se erogan en importación de energía son una pesada mochila, que compromete la economía en mucho mayor medida que cualquier otra vía de fuga de divisas.
Sin embargo hay aristas negativas: la novedosa técnica involucra perforaciones horizontales de varios kilómetros de largo, la inyección de enormes volúmenes de agua a grandes presiones y de químicos para fracturar las rocas y liberar el mineral. Lo que la hace más costosa y contaminante. Prohibida en Francia y controversial en Canadá y Estados Unidos, donde se presentaron miles de demandas contra el Estado y los privados; en la Patagonia, la superposición territorial entre los yacimientos, con los escasos acuíferos subterráneos necesarios para su explotación, y un colectivo vulnerable que depende de ese agua para sobrevivir, genera un serio conflicto de intereses.
En Vaca Muerta, la comunidad mapuche de “Gelay Co” que irónica o proféticamente significa “sin agua” y que vive sobre y del acuífero de Zapala -declarado reserva natural por la provincia- demandó a la compañía que llevó a cabo la primera explotación shale en el área y ocupó parte de una planta en protesta por la negativa a consultar con sus “Loncos” y en reclamo de un estudio de impacto ambiental que establezca los químicos utilizados, información que -indica la empresa- está amparada por secreto de patente. La protesta fue suprimida y sus organizadores, objeto de acciones legales.
Eventos similares ocurrieron en Chubut y en Río Negro, donde en Cinco Saltos la municipalidad prohibió la actividad, acto que fue vetado luego por el propio gobierno y la asamblea legislativa.
El crecimiento económico suele llevarse mal con el ambiente.
La industrialización requiere de la eficiencia de los combustibles fósiles altamente contaminantes y de capitales que en procura de menores costos “premian” a las naciones que mas ignoran a su naturaleza y su sociedad fluyendo a los sitios donde los controles son laxos o no existen y los salarios, más bajos.
La reciente tragedia de Bangladesh es hija de esta lógica. En nuestro país la expansión de la frontera agrícola, resultado del boom de la soja de los últimos años, “se lleva puestos” bosques y montes originales de enorme potencial ecológico. Conforme avanza, las poblaciones que han habitado los territorios durante años (pueblos originarios y marginales rurales) son expulsadas de manera violenta. Confinados a las peores tierras, los que permanecen sufren la desertificación que -sobre suelos ya degradados- produce la alteración en el ciclo del agua que provocan los desmontes.
Un cambio es difícil. Las retenciones financian al modelo.
Además, muchos de los abusos ambientales y sociales ocurren en provincias leales al Gobierno y que constituyen parte de su base de sustentación política. Sin embargo, no se puede dejar pasar esta oportunidad histórica: habrá que avanzar con cuidado. El tema requiere un perentorio y postergado debate acerca de la identificación de las mejores políticas para conciliar el riesgo ambiental inherente a la expansión del sector energético con las necesidades de los actores excluidos.
La vinculación entre el conocimiento científico y la gestión juega aquí un rol esencial para marcar posibilidades y límites o para identificar y diseñar mecanismos de control del daño si el impacto ambiental se justifica como en este caso. Un desafío enorme que -sin duda- vale la pena.