Los rankings internacionales no tienen piedad con las universidades argentinas. La UBA ocupa apenas el puesto 270 entre las universidades del mundo y el poco honorable puesto 11 entre las latinoamericanas, a la zaga de varias brasileñas, chilenas, mejicanas y colombianas. La segunda universidad argentina es la UCA, que ocupa el puesto número 20 entre las latinoamericanas.
Este tipo de rankings se construye con metodologías que consideran diversos factores. Se les da gran importancia a la titulación doctoral de los profesores, a sus niveles de dedicación académica y a las actividades de investigación, que en general se consideran reflejadas por la cantidad de publicaciones en revistas auditadas internacionales de prestigio.
Como cualquier criterio concebible, éstos son discutibles.
Paradójicamente, los que llevamos años educando, empleando jóvenes ingenieros y siguiendo las trayectorias profesionales de nuestros alumnos tenemos la enorme satisfacción de ver sus exitosas carreras tanto dentro como fuera del país.
Hay decenas de ejemplos de egresados de universidades argentinas que hacen excelentes carreras en empresas y organismos internacionales y son admitidos en los programas de posgrado de cualquiera de las mejores universidades del mundo, donde siempre se destacan.
Entonces, si nos medimos por los estándares habituales de los procesos educativos tenemos que mejorar mucho, mientras que si nos medimos por nuestro producto (ya que no debemos olvidar que el principal cometido es producir ingenieros para que trabajen de ingenieros), la calidad es realmente buena.
Existen dos razones fundamentales por las cuales nuestros ingenieros se destacan en cualquier lugar: la primera es su formación en ciencias básicas, y la segunda es que en el ciclo profesional tenemos docentes que ejercen la profesión práctica.
La estructura de nuestras carreras de ingeniería sigue aún hoy la tradición francesa que enfatiza fuertemente la formación básica en matemática y física. Esto hace arduo el camino de los primeros años, pero al mismo tiempo compensa el criterio de ingreso irrestricto que casi todas nuestras universidades parecen sostener. A cambio de ello, los estudiantes adquieren herramientas intelectuales que les permiten fácilmente entender nuevas tecnologías e inclusive incursionar en otras disciplinas.
Por otra parte, una de las características de nuestras facultades ha sido siempre contar en sus cuerpos docentes con los mejores ingenieros que además (y fundamentalmente) trabajan en la industria, la construcción, la consultoría y el sector público, resolviendo problemas de ingeniería reales, rindiendo examen permanentemente ante los colegas y los clientes.
Esos ingenieros, que frecuentemente no satisfarían los criterios de los rankings, les enseñan a los alumnos cómo ejercer la profesión a partir de su experiencia profesional y esos alumnos tienen la oportunidad de formarse con ellos en la realidad de los problemas de ingeniería. ¿No habrá llegado el momento de buscar la manera de rescatar el valor de esta experiencia en los criterios de evaluación de nuestras universidades? No sea cosa que terminemos mejor rankeados pero con peores ingenieros.