La épica actuación deportiva de Carlos Berlocq en la Copa Davis pareció una metáfora del devenir del país. Mientras el tenista lidiaba con su rival y sus limitaciones, las letras de la palabra Argentina se iban desprendiendo de su camiseta.
Algo parecido ocurre con la relación sadomasoquista de millones de compatriotas que se empeñan en sobrevivir y progresar mientras sus élites dirigentes desgranan cada día el escenario nacional con un rosario infinito de chapuzas, desidias y miserias.
Ya se ha dicho que, como en el tren de Once, la inundación de La Plata (que no fue a otra que el paroxismo de las que sufre frecuentemente el área metropolitana) es el cabal striptease de cosas grossas que no funcionan, no por castigo divino sino por la acción de los hombres.
Pero hay en la Argentina una vocación especial para persistir en la pavada. Basta con apreciar el afán politiquero de la máxima autoridad del país que circunscribió ayer su raid por las zonas afectadas al abrazo con la militancia de La Cámpora, la cual como se sabe está repartiendo a su nombre víveres y enseres donados por la bonhomía de múltiples ciudadanos o en virtud del apriete de Guillermo Moreno y su elenco a las empresas.
Bajo agua. La Plata como metáfora
Pero no hay manera de ocultar lo harto evidente: la Argentina tiene un formato bastante parecido barco a la deriva. Si el Estado fuera una empresa y no el refugio frecuente de arribistas autodenominados políticos profesionales, ya sus accionistas, es decir los ciudadanos, habrían tirado por la borda a unos cuantos gerentes en vez de premiarlos con reelecciones y reubicaciones sine die en el universo del poder. Porque los problemas de gestión son la causa unívoca e indudable de una decadencia que asola el ánimo de hasta los más indiferentes.