Con la victoria de Chávez, el domingo pasado, el reeleccionismo ha recuperado aliento en América Latina. No en todos los países, pero sí en el nuestro.
Chávez le dedicó el triunfo a Cristina Kirchner y la Presidenta retrucó declarando "¡Tu victoria también es la nuestra!" Un entusiasta apoyo a la estrategia electoral de un poder hegemónico más acabado que el argentino, en cuanto al control estatal de los medios de comunicación y de la renta petrolera (no es lo mismo extraer esa renta de una empresa nacionalizada que de un abundante número de productores privados de soja).
La trama del debate venezolano en torno al reeleccionismo giró a golpes de referéndum. Chávez entendió muy pronto que sin un cambio constitucional de fondo el proyecto bolivariano de la presidencia perpetua no podía prosperar.
Lo hizo de entrada en 1999, ratificando con el voto popular una constitución hecha a su medida; y en 2009, cuando se aseguró el camino para una segunda reelección en este año. Salvo en 2007, en estos trances lo acunaron mayorías que se ubicaron entre el 54% y el 62% de los votos.
En la trama del debate argentino la impronta plebiscitaria no existe con semejante perfección.
Sobrevive, más bien, como un designio que enfrenta las limitaciones propias de un orden constitucional sujeto, hasta prueba en contrario, a limitaciones republicanas. De esta manera, el proceso político está trabado por la dialéctica que se entabla entre un movimiento ofensivo con vocación plebiscitaria y la estructura defensiva que, por permanecer vigente, impone la propia Constitución.
La dialéctica en cuestión tiene raíces ancladas en el pasado. Desde 1949 en que una reforma, luego derogada, estableció la reelección presidencial ilimitada -el encuadre normativo de Perón que Chávez admira- la Argentina marcha a los tumbos en esta materia. No termina de arraigar nuestra política en el personalismo plebiscitario ni tampoco en la alternancia constitucional. Este disenso es causa de la incertidumbre institucional y de la desconfianza que permanentemente nos asalta.
¿Qué habrá de prevalecer al cabo? La demo- cracia que practican los venezolanos atrae por su simpleza y por la épica de masas contenida en esa sucesión estremecedora de episodios electorales. Es el trámite del todo o nada, febril, intenso, con el líder extraordinario que en todo momento empeña su vida, una salud cruzada por la enfermedad y una voluntad a toda prueba (el reflejo de ello en nuestra circunstancia es el sacrificio y la muerte de Néstor Kirchner).
La democracia que practicamos adquiere, en cambio, otra fisonomía todavía inalterable. Es un mecanismo de relojería en el cual alternan diferentes períodos presidenciales y parlamentarios: presidentes que sólo pueden ser reelegidos de manera inmediata una sola vez; una Cámara de Diputados que cada dos años se renueva por mitades y un Senado que pone en juego cada dos años a sólo un tercio de sus miembros.
Para una opinión pública adicta a las dicotomías estos resguardos no son fáciles de entender. Más aún cuando para elegir diputados y senadores se adoptan también diferentes regímenes electorales y para habilitar la reforma de la Constitución se requiere hacerlo con una mayoría calificada.
La Presidenta identificó en Harvard estos frenos y contrapesos. Ante la pregunta acerca de una po- sible reforma constitucional, sin cerrar el camino con una respuesta tajante, reconoció no obstante que esta operación sería imposible de no mediar en el Congreso el voto de los dos tercios del total de los miembros de cada una de las cámaras. De inmediato redondeó su respuesta señalando que, dada esta exigencia, era imprescindible contar con el auxilio de por lo menos dos partidos para llevar la reforma a buen puerto. En el discurso, apostó por el consenso.
Está claro que en la lucha por el poder las me- jores intenciones se pueden borrar con el codo. La retórica del consenso puede encubrir el propósito de agenciar votos prestados de legisladores mediante presión fiscal sobre las provincias o, simplemente, gracias a esas súbitas modificaciones del comportamiento que transforman a los adversarios de ayer en los dóciles acompañantes del presente.
Si bien de esto hay sobrados ejemplos, no está de más insistir en el hecho de los ritmos distintos con que se desenvuelve la política republicana. La acción plebiscitaria es, en efecto, rápida y fulminante; gratifica completamente al ganador como nos muestra la experiencia chavista, o deja desnudos a los perdedores, obligándolos a negociar con los partidos opositores como ocurrió con los militares en Uruguay y Chile.
La política republicana es al contrario mucho más lenta, sobre todo en el Senado de la Nación, en cuyo recinto la elección del año próximo no modificará de manera sustancial la relación de fuerzas hoy existente debido a la renovación por tercios y a la figura del tercer senador por la minoría incorporada a la reforma de 1994. Tendría que "borocotizarse" la representación en grado extremo con pasajes imprevistos de senadores en procura del calor oficialista para que ese esquema se revierta.
¿Significa esto, acaso, que las cosas están salda- das? Nada de eso. La arremetida sobre la Justicia y los medios de comunicación no se detendrá y seguirán su curso las políticas de incentivación al consumo, de defensa del empleo y de control de cambios en un Estado que cruje por el lado fiscal y no responde a los retos de la inseguridad y la inflación (retos que, en Venezuela, no fueron suficientes para derrotar a Chávez).
Podríamos enfrentar estas carencias con po- líticas de Estado, un deseo ilusorio si el reelec- cionismo prosigue contaminando la sucesión presidencial.
Queda en pie entonces la tarea de apuntalar con votos las limitaciones constitucionales. Este es el desafío mayor para las oposiciones: convertir en sufragios y representación parlamentaria el descontento que ya se vuelca en la calle.