Por Luis Alberto Romero
Expropiar YPF: otro golpe de efecto de un gobierno acostumbrado a gobernar a los golpes. Contiene la palabra mágica, "estatizar", y referida además a lo que fue el símbolo de los "odiados años 90": YPF. Una interpelación envenenada, dirigida al nacionalismo y al estatismo, fuertemente instalados en el imaginario, que probablemente cautive o atrape a la oposición. Ya lo hicieron otras veces.
Sin embargo, habría razones para desconfiar. Al fin, quienes instrumentaron la política de privatizaciones de los años 90 y la ratificaron en este siglo son los mismos que hoy aparecen como campeones de la estatización. Pero éste no es el centro del asunto. El verdadero problema es que el Estado, el sujeto de esta acción, está maltrecho, desarmado y sometido al Gobierno. YPF no está siendo estatizada: está siendo puesta en manos del Gobierno. El problema reside en el Estado actual, que está en situación miserable.
En otros tiempos, la Argentina supo tener un Estado potente, capaz de mantener orientaciones básicas, más allá de las oscilaciones de los sucesivos gobiernos. Mitre y Sarmiento echaron las bases institucionales, que perfeccionó Roca. Con Yrigoyen comenzó el interés social, que desarrolló Perón. En las tormentosas épocas posteriores, Frondizi, Illia y el segundo Perón tuvieron una idea del Estado como promotor de políticas sostenidas, orientadas al interés general.
YPF fue el emblema de ese Estado potente. La creó Yrigoyen, la construyó Mosconi, con Alvear, y la potenció Justo. Perón le abrió nuevas posibilidades y Frondizi se propuso llegar al autoabastecimiento, con la ayuda del capital extranjero. Pocas cosas fueron más emblemáticas de la nación integradora que YPF. Asociada con el Automóvil Club Argentino, aseguró el uso de la red caminera, pobló las rutas de servicios y de emblemas, y contribuyó a que todos construyéramos una imagen del país. Basta recordar los grandes premios de Turismo Carretera, transmitidos por radio. YPF fue una auténtica expresión del interés nacional.
El Estado potente tuvo, sin embargo, otra cara. Para impulsar objetivos generales, promovió y concedió franquicias, como los regímenes de promoción, que gradualmente devinieron en privilegios y prebendas. Para asegurar sus beneficios, los interesados colonizaron las oficinas del Estado, repartidas entre las corporaciones: la Sociedad Rural en Agricultura, los sindicatos en la CGT, los médicos en Salud Pública. En YPF, la corporación sindical expandió enormemente la planta de empleados y alimentó el déficit de la empresa y del Estado.
A mediados de los años 60, en medio de un descomunal conflicto distributivo, el Estado potente era a la vez el campo de batalla y el botín, permanentemente repartido: una resolución o un decreto significaban una ganancia o una pérdida importante.
El Estado y el país cambiaron mucho desde 1976; la Argentina próspera, vital y conflictiva se convirtió en un país decadente y empobrecido. La clave de la gran transformación estuvo en el Estado y su reforma. La dictadura militar recorrió los primeros tramos. Alfonsín hizo poco en este aspecto, pero el "segundo peronismo", que gobierna desde 1989, completó la tarea. Con discursos variados, pero con acciones parecidas o iguales.
La dictadura lanzó la consigna: "Achicar el Estado es agrandar la nación", que refleja el nuevo consenso en torno de las ideas neoliberales. Eliminaron a una parte de los prebendados -un sector industrial y la corporación sindical-, pero fortalecieron a la "patria financiera", a la "patria contratista" y a la "patria militar", que se sumó al festín. Contratistas y militares coincidieron en YPF, expoliada con la llamada "privatización periférica". La dictadura hizo mucho más: desmontó agencias, eliminó funcionarios competentes, limitó a las oficinas de control y corroyó la normatividad y la ética del funcionariado, contaminado por el Estado clandestino. Después de esta experiencia traumática, nada volvió a funcionar como antes.
En 1983, la democracia, con buenas intenciones, poco pudo hacer con un Estado debilitado y corroído. Alfonsín vio naufragar su módica política social de alimentación, salud y enseñanza. Tampoco colocó la reforma del Estado entre sus prioridades, por entendibles razones; no modificó los mecanismos prebendarios heredados, acordó con los "capitanes de industria", y cuando asumió el problema, ya era tarde para enfrentarlos y también para confrontar con el discurso nacional estatista, paradójicamente esgrimido por el peronismo que se aprestaba a retornar al poder.
Comenzó entonces el "segundo peronismo", que gobierna hasta hoy, salvo interrupciones menores. La crisis hiperinflacionaria le permitió a Menem realizar una importante concentración del poder institucional, con leyes de emergencia, renovadas hasta hoy, y decretos de necesidad y urgencia. Por otra parte, controló o desactivó las agencias estatales de control, avanzó sobre los jueces y conformó una Corte Suprema con mayoría asegurada. Así colocó al Estado en manos del gobierno.
Ese poder se usó para privatizar las empresas del Estado. El gobierno pudo echar mano de masas de ahorro social acumulado, cerrar el déficit fiscal y crear las condiciones para la convertibilidad y la renegociación de la deuda. Obtuvo buenos resultados en lo inmediato, aunque con consecuencias catastróficas para el futuro. Son excelentes ejemplos del estilo de gobierno del segundo peronismo.
Reducido y amputado, pero con capacidad para otorgar beneficios, el Estado fue presa fácil de los prebendados depredadores, congregados alrededor de la "carpa chica" de Menem. Con cada privatización se repartió una porción de despojos del Estado, y hubo una cantidad adicional para acallar las protestas. YPF se vendió por etapas; las áreas exploradas de explotación se repartieron entre petroleros amigos y las provincias petroleras recibieron las regalías. Un beneficio demasiado grande para que lo rechazara un gobernador consciente, como era Kirchner, entusiasta defensor de esta privatización.
El ciclo de los años 90 llevó a la formidable crisis de 2001 y a la aparición de nuevas demandas sociales, para las que Kirchner elaboró un discurso acorde: un Estado fuerte, que se planta frente a los monopolios. La sorpresiva transformación de las condiciones internacionales lo benefició con sólidos superávits del comercio exterior y fiscal. ¿Cuánto cambió la situación del Estado en esas nuevas condiciones?
Muy poco. Los Kirchner aprovecharon los recursos fiscales para profundizar la concentración del poder en el Gobierno. Avanzaron también en el ataque a las instituciones estatales de control. El emblemático caso del Indec indica que al Gobierno no le interesaba formular políticas de largo plazo. Los ejemplos son conocidos y llegan hasta el día de hoy. También mantuvo el rumbo en las prebendas. Los subsidios, sustentados en el superávit fiscal, benefician a los empresarios y a los funcionarios que los administran. En general, la tajada de los políticos creció, sin que nadie pueda controlarlos.
Todo esto confluyó en la etapa final de YPF. Mantener bajos los precios de los combustibles provocó un desajuste en la empresa. El Gobierno metió a un socio local, "experto en mercados regulados". Sólo cuando la caída de los superávits gemelos hizo trastabillar todo el armado, surgió la urgencia del día: además de alimentar tantos bolsillos privados, YPF debe producir petróleo. Lo único que se les ocurrió fue estatizarla. Como Aerolíneas.
Parecidos en tantas cosas, los gobiernos de Menem y de los Kirchner tuvieron una diferencia importante: en un caso el discurso público fue neoliberal y privatizador y en otro caso fue estatista y populista. Pero hicieron lo mismo con distintos argumentos. Peor aún, encontraron la forma de avanzar en la concentración del poder y en el prebendarismo privatizando primero y estatizando después. Siempre en beneficio de los gobernantes y a costa del Estado.
El país tiene hoy su Estado astillado y fragmentado, gobernado por un grupo de personas que se dedica sistemáticamente a seguir arruinándolo. Cuando tiene necesidad de legitimidad o conformidad, recurre a la ficción del viejo Estado potente: el de la administración confiable, los procedimientos, los controles y hasta las políticas de largo plazo. Muchos se dejan engañar por las palabras y creen que la estatización de YPF remite a ese Estado y no a los Kirchner y De Vido. No es así. No sé qué cosa mejor se puede hacer hoy con YPF. Pero estoy convencido de que quienes quieren pensar una alternativa para el país, deben encarar, en primer lugar, la cuestión de la reconstrucción del Estado.