(Opinión) LAPEÑA X2: "FALTAN INCENTIVOS PARA INVERTIR EN INFRAESTRUCTURA"; "SE ACABÓ LA ENERGÍA BARATA"
Jorge Lapeña EX SECRETARIO DE ENERGIA
Faltan incentivos para invertir en infraestructura
Clarín
La inversión en obras de nueva infraestructura física en nuestro país enfrentará en el próximo turno constitucional enormes desafíos.
Las necesidades insatisfechas son cuantiosas y los recursos de capital y de crédito escasos.
¿Podremos satisfacer esas necesidades con el esquema vigente? Mi respuesta es no.
Hoy no existen suficientes incentivos para la inversión privada en la ampliación de la infraestructura.
El Estado, por vía presupuestaria, tiene por su parte una muy limitada capacidad de respuesta frente a esa demanda. Si esta situación no se modifica en forma radical, los déficit no serán resueltos y se agudizarán con el incremento de la población y actividad económica.
En algún momento el déficit se hará -social o económicamente- insostenible.
La situación presupuestaria en 2011 muestra que: a) no existe superávit fiscal disponible para encarar muchas más obras que las que hoy se realizan; b) los subsidios dentro del presupuesto ocupan una porción cada vez mayor del gasto público; c) los subsidios económicos (mayoritariamente energía y transporte) superan largamente a los subsidios sociales (vivienda, pobreza; niñez; etc.); d) los subsidios energéticos y los del trasporte crecen al 63% por año, mientras que los ingresos presupuestarios lo hacen con una tasa mucho menor.
El sector energético requiere importantes inversiones para incrementar la oferta y superar la decadencia productiva que nos precipita en la importación crónica.
El sector transporte requiere importantes trasformaciones si se pretende lograr un flujo de mercaderías de volumen creciente trasportado en forma segura y con costos competitivos: se necesitan no menos 4.000 Km. de nuevas autopistas y autovías; y, además, nuevos y modernos ferrocarriles.
El transporte de personas, sobre todo en las áreas metropolitanas de alta concentración, requiere transformaciones estructurales importantes y costosas que incluyen la electrificación y extensión de ferrocarriles metropolitanos, la interconexión entre terminales ferroviarias, el aumento de la frecuencia de trenes y la ampliación de la red de subterráneos.
La eliminación del déficit crónico de 3 millones de viviendas requiere grandes inversiones en vivienda social para los sectores de pobreza y pobreza extrema ; y – además- el acceso al crédito hipotecario para la clase media.
Se requieren inversiones cuantiosas superiores a las realizadas en el pasado, y sobre todo mucho mayores de las que se realizan en el presente. Se trata de resolver un problema complejo cuyo enunciado sintético sería: hacer la mayor cantidad de obras en el menor tiempo posible; no hacer obras inútiles socialmente y hacerlo al menor costo.
La solución de mínimo costo implica desterrar la práctica demagógica, el tráfico de influencias y la corrupción de la obra pública . No hacer obras socialmente inútiles requiere de un moderno Estado planificador, regulador, que fije tarifas justas y razonables, que controle los monopolios, que asigne y controle los subsidios socialmente necesarios, y que, además, asigne recursos presupuestarios para la inversión pública en forma eficiente . Requiere también una burocracia capacitada y comprometida. Esto hoy no existe.
Muchas de esas inversiones podrán ser llevadas a cabo por particulares interesados y su repago podrá ser realizado por tarifas y precios pagados por los usuarios que usufructuarán dichos servicios. Muchas, en cambio, no concitarán el interés del inversor privado; no serán repagables por tarifas, pero los beneficios producidos por ellas serán importantes y se distribuirán en toda la comunidad.
Esto posiciona en el rol de inversor a dos actores – y no sólo uno-: el privado y el Estado.
Proponemos el siguiente esquema: a) un grupo de inversiones basado en los aportes de capital y financiamiento privados; b) un segundo grupo basado en el financiamiento por fondos específicos por los usuarios; y c) un tercer grupo de inversiones basada en aportes de capital proveniente de fondos presupuestarios y en créditos públicos.
Aunque ningún sector puede ser exclusivo en materia de un determinado tipo de inversión creemos que el sector energético, cuya necesidad de inversión anual se ubica en unos 2 % del PBI, puede mayoritariamente descansar sobre la inversión privada con las debidas regulaciones estatales; la ejecución de autopistas y en general la ampliación de la red vial y la ejecución de centrales hidroeléctricas pueden ser ejecutadas con fondos específicos; la inversión en ferrocarriles metropolitanos, vivienda social y saneamiento ambiental entre otras debería descansar principalmente sobre el aporte de fondos presupuestarios.
En estos sectores de inversión prioritaria se necesita invertir una suma anual cercana a los 14000 millones de u$s. si realmente pretendemos cambiar la tendencia a perpetuar y acentuar nuestros déficit crónicos . Esto es mucho mayor que la cifra de inversión que puede realizar el Estado por los métodos actuales. El despliegue de las posibilidades de inversión privadas está asociado, entre otras cosas, a la eliminación de subsidios innecesarios ; las posibilidades de la inversión estatal directa lo están a la existencia de un banco de proyectos de infraestructura bien evaluados y factibles y a un replanteo de la actual estrategia y gestión presupuestaria.
Se acabó la energía barata
La Nación
La Argentina ha perdido recientemente la condición de país autoabastecido de energía. Esto significa que la canasta de productos energéticos que producimos localmente -petróleo, gas natural, energía nuclear, biomasa, energía hidráulica, carbón- es de menor valor que la energía que consumimos, y por eso debemos erogar dólares para importar una cantidad de energía para satisfacer nuestro consumo interno.
El Gobierno, que ha sido negador sistemático de la existencia de problemas en este sector, ha tomado recientemente medidas desordenadas que indican una seria preocupación sobre este tema: 1) la intención de firmar a las apuradas un contrato con Qatar para importar 5 millones de toneladas por año de gas natural licuado (GNL) por 20 años; 2) el anuncio del gasoducto GNEA para importar de Bolivia una cantidad de 27 millones de metros cúbicos por día de gas natural; 3) en junio, YPF, con la estatal Enarsa, puso en funcionamiento un puerto en Escobar con capacidad para importar 18 millones de metros cúbicos por día de gas regasificado; 4) YPF acaba de anunciar que planea construir un nuevo puerto de GNL en Cuatreros, sobre la ría de Bahía Blanca; 5) hace dos años, entró en operación la planta flotante de Bahía Blanca con capacidad de inyectar a la red unos 10 millones de metros cúbicos diarios.
El listado anterior merece unos rápidos comentarios. La obra y los montos contractuales son voluminosos. Sólo el contrato con Qatar compromete en los 20 años de contrato un monto que superará los 50.000 millones de dólares; las cantidades de gas natural por importar -sumadas las de todos los orígenes- superan los 70 millones de metros cúbicos por día; una cifra enorme, si se tiene en cuenta que representa algo así como el 60% de la capacidad de producción actual de gas del país. De esto se desprenden dos conclusiones: o el Gobierno no ha hecho los cálculos o, por el contrario, el horizonte de dependencia previsto es mucho mayor que el jamás imaginado.
Si este volumen de obra y de contratos no formara parte de una planificación cuidadosa, con proyectos bien evaluados y bien financiados, habrá, con certeza, fuertes sobrecostos (mayores costos logísticos; superposición entre proyectos, y costos encubiertos, producto de gestiones no transparentes entre el Estado y los particulares).
La dependencia energética tendrá alto impacto económico y será de larga duración; además, encierra riesgos estratégicos para el país. Su manejo requiere idoneidad por parte de los funcionarios estatales, comprensión por parte de los partidos políticos con representación parlamentaria y una ciudadanía informada y solidaria. Requiere también -muy importante- un gobierno transparente que entienda el fenómeno y que evite la tentación demagógica del disimulo.
Nuestro país alcanzó la condición de autosuficiencia luego de un largo camino en el que desempeñaron papeles centrales el Estado argentino, las empresas estatales, las empresas privadas, los trabajadores, los partidos políticos y los consumidores. Ese esfuerzo empieza en la Argentina de principios del siglo XX, en la administración del presidente Figueroa Alcorta, cuando empleados del Ministerio de Agricultura descubren, en 1907, petróleo en Comodoro Rivadavia, y se continúa luego en todos los gobiernos nacionales.
Es una gesta que se inicia con el descubrimiento del petróleo y su explotación por parte del Estado, la creación de YPF y sus antecesoras, pero se continúa con la construcción de las centrales hidroeléctricas, con las centrales nucleares y, fundamentalmente, con el descubrimiento de los grandes yacimientos gasíferos en la década del 70 y del 80. También, con la construcción de la red de gasoductos nacionales. Hubo -digámoslo claro- una política de Estado, no escrita, pero irrenunciable, de búsqueda del autoabastecimiento. El autoabastecimiento -tiempo y esfuerzo de todos mediante- llegaría en 1989. Esa situación se mantendría durante 20 años, hasta perderla en 2010; y allí comienza el nuevo ciclo.
Este nuevo ciclo de la economía energética argentina debe ser adecuadamente comprendido. Nadie debería verse sorprendido por sus efectos, si estos son adecuadamente planteados y debatidos por los interesados directos. El Estado debe desempeñar un papel clave en esta etapa.
En primer lugar, se trata de un fenómeno estructural con el que vamos a convivir muchos años; arriesgo un número: diez años. Puede ser más; en este caso, la dependencia podría llegar a ser crónica. Pero esta condición podría abandonarse antes, si somos capaces de plantear una estrategia exitosa para revertir la caída productiva. Personalmente, me inclino por esto. Pero los consumidores (empresas y público en general) y quienes formulan políticas públicas deben tener en claro que el fenómeno de la dependencia no es coyuntural; y en estos años todos deberíamos trabajar duro.
Luego, es importante que se entienda de qué modo se ha perdido el autoabastecimiento. No es lo mismo ser un país importador marginal, que importa en forma estable un 5% de su canasta energética, que un país -como la Argentina de hoy- que entra desordenadamente y en forma no planificada en la importación, a raíz de un derrumbe sin precedente de la producción local de sus hidrocarburos, combinado con una demanda creciente y una matriz excesivamente dependiente del petróleo, y que tiene que salir a importar faltantes que crecen a tasas exorbitantes y por montos que se harán insostenibles.
La Argentina, en 2006, tenía un saldo de balanza comercial energética positiva de 5600 millones de dólares; las exportaciones caen, pero las importaciones se incrementan a tasas mucho mayores. En 2010, el saldo fue neutro; pero en 2011, según un reciente informe del Indec, de mantenerse las tendencias del primer semestre se prevé un saldo negativo de la balanza comercial energética de entre 2500 y 4000 millones (depende de si consideramos las exportaciones de biodiésel del polo aceitero pertenecientes a sector energético o manufacturas de origen agropecuario). Una mirada a mediano plazo nos dice que este valor se multiplicará rápidamente. No es aventurado pensar que el próximo gobierno convivirá con saldos negativos muchísimo mayores.
En tercer lugar, es necesario entender que un país dependiente es un país vulnerable, que puede sufrir interrupciones accidentales o provocadas por un tercer país: es importante el desarrollo de un pensamiento estratégico, la estimación de los riesgos y su diversificación. En este aspecto, la Argentina atrasa por lo menos 25 años en la forma de capacitar y organizar sus recursos humanos.
Por otro lado, nos enfrentaremos a dos problemas concurrentes. El primero es la generación de divisas para adquirir la energía faltante. Si el problema se lo proyecta en el mediano plazo, me animo a decir que nuestro país deberá preguntarse de dónde obtener los dólares de exportación para pagar las importaciones. Queda el tema planteado, pero me parece que necesitaremos exportar más commodities alimentarias para importar las commodities energéticas. Acaso pensar en pedirle al campo 20 millones de toneladas adicionales de soja para este fin no sería descabellado.
Por último, debe entrar en consideración el tema de los precios internos de los productos energéticos. Los dos gobiernos de los Kirchner han tenido una pésima política de precios internos; han conservado el orden legal de los años 90, pero no han cumplido sus disposiciones, lo que ha causado un gran desorden administrativo y un volumen injustificado de subsidios insostenibles que han creado una gran confusión ciudadana. Habrá que poner orden en esa confusión. También se ha paralizado la inversión -particularmente, la de riesgo- para ampliar la oferta.
Vamos con un ejemplo: el gas importado como GNL vale en Escobar 13 dólares/MBTU; el gas de Bolivia puesto en Buenos Aires costará no menos de 11 dólares/MBTU; debemos preguntarnos por qué vender ese gas a precios ridículamente bajos para andar en taxi por Buenos Aires o para alimentar el consumo residencial, la industria o la generación de energía, en vez de cobrar lo razonable.
Entre todos, tenemos que asumir que, mal que nos pese, se acabó la energía barata en la Argentina.