Por EX JEFE DE GABINETE, PERIODISTA Y ESCRITOR. RODOLFO TERRAGNO
Las primarias abiertas y simultáneas ofrecían una posibilidad que la oposición desperdició.
Se sabía que, después, ya no habría posibilidad de aunar esfuerzos. Y que el oficialismo tenía un solo candidato que se llevaría todos los votos de quienes quisieran continuidad. Y que la oposición tenía varios candidatos, por lo que aquellos ciudadanos ansiosos de un cambio tendrían que dividir sus votos.
La ley ofrecía una solución. Si los partidos opositores formaban un frente común, podían inscribirlo como alianza electoral y llevar todos los candidatos que quisieran. Ninguno tenía por qué bajarse.
El que obtuviese más votos en la primaria, representaría al frente en octubre. Compitiendo con una alternativa potente, el oficialismo no habría llegado a 50%. Pero si igual hubiese llegado, mapa político hoy sería otro. Habría mayores esperanzas y, en el peor de los casos, tendríamos una segunda fuerza amplia y sólida, capaz de controlar al gobierno reelecto y ser su eventual sustituto.
Esta no es una idea elaborada “con el diario de ayer”. La deben haber tenido muchos y, de hecho, yo la propuse formalmente el 5 de abril. Cada uno de los principales candidatos creía que no necesitaba un frente común para llegar segundo. Los resultados del domingo muestran que tenían motivos para pensar eso. Claro que segundos pero, según se probó, demasiado lejos. El frente común no habría afectado, sino potenciado, las chances de hacer impacto en la población y, a partir de un hecho nuevo, llegar a la segunda vuelta.
Uno de los candidatos presidenciales prestó su acuerdo. Pero la idea alarmó a los otros. Si se armaba ese frente, cada partido podía mantener su candidato a presidente, pero no su lista de diputados. Había que presentar una lista común y nadie quería resignar hipotéticos diputados propios.
La idea propuesta no era ensayar una alquimia electoral. Era condición sine qua non que se consensuara el “qué” y el “cómo” de un programa de gobierno. El acuerdo de gobernabilidad, firmado en diciembre por representantes de diversos partidos, era una base perfecta. Quien resultara candidato representaría a todo el frente, y debería ejecutar se programa. En caso de llegar al poder, además, formaría un gobierno de coalición.
Si en la primaria había paridad entre dos o más candidatos, la coalición subsiguiente debía ser, también, paritaria. Sin embargo, la existencia de una gran fuerza alternativa habría dado resultados distintos a los que cada opositor logró el domingo.Las alianzas ya no son posibles. Y ningún candidato podría renunciar ahora sin condenar a su partido a quedarse sin un solo diputado nuevo.
Pero no hay que llorar sobre la leche derramada. Cada uno hará, por su cuenta, un supremo esfuerzo para acrecentar en octubre los votos del domingo y mellar, siquiera en parte, el colosal apoyo que logró la Presidenta. Más allá de tales empeños, el acuerdo programático --que no sirvió como base de un frente común—debe servir para coordinar, e idealmente unificar, a los bloques de los partidos que podrían haber conformado tal frente.
Si el próximo Congreso reflejara el paisaje de la primaria la Argentina se vería frente a una peligrosa situación. Ya con la réplica de la primaria en octubre, la oposición le habría obsequiado la hegemonía política. Esto sería aun más indeseable si –por flacos razonamientos, como los que impidieron el frente común– también se regalara la hegemonía legislativa.
Por MARCOS AGUINIS, ESCRITOR
Las elecciones primarias del domingo eran predecibles, no fueron tan excepcionales como se está repitiendo. Sucede que durante el hervor de la competencia política, es más intensa la emoción que la lógica. Es débil la objetividad.
Aunque se insistía en las falencias de la oposición, no se tuvo en cuanta que eran demasiado importantes. Desde el año 2003, cuando resultó imposible que se uniesen Lilita Carrió y Ricardo López Murphy, la sociedad está cansada de políticos que tienen virtudes y no pueden vencer sus defectos. Esa simple alianza hubiera salvado al país de la era kirchnerista y habría aprovechado el viento de cola para elevarnos hacia un desarrollo genuino, equivalente al que protagonizan ahora Chile, Colombia, Perú, Brasil. Hubiera sido infinitamente menor la corrupción y la anomia. No habría crecido el narcotráfico ni se habrían volcado cataratas de beneficios sobre la élite oficialista.
En las siguientes elecciones volvió a presentarse la renuencia a formar coaliciones. Hubo alianzas en 2008 que se rompieron en 2010 para formar otras, menos creíbles. No se trabajó para establecer una alternativa superadora, que diese confianza. Cada uno de los candidatos mostró sus cualidades, algunos tenían experiencia de gestión y otros de honradez, pero constituían un catálogo demasiado confuso. La mitad del país los votó, es cierto. Pero con preferencias que n o definieron el comando del 23 de octubre. Porque ésa no era tarea de los ciudadanos, sino de los políticos. Se repite que en el Congreso casi todas las agrupaciones opositoras coinciden. ¿Por qué no pudieron coincidir y presentarse unidos? ¿Aprenderán ahora, tras la paliza, que deben dejar atrás diferencias menores? ¿Aprenderán que deben llamar a los más capaces para diseñar un programa que saque a la Argentina de la peligrosa bomba que late bajo nuestros pies? Por otro lado, suele decirse con razón que “un Gobierno con plata no pierde elecciones”. En este caso debe sumarse la cualidad actoral de la Presidenta, que goza de gran elocuencia y seducción. Su voz fue trasmitida por la cadena nacional en toda oportunidad que se le ocurriese, aunque no hubiera justificación para ello. Esta propaganda ha sido perforante. Además, consiguió hacer olvidar a la ciudadanía que en una democracia la cabeza del Poder Ejecutivo debe aceptar reportajes y contestar. No sólo hacer de maestra que enseña, ironiza, descalifica. Y cuando la estrategia política aconseja, felicitar, agradecer y asegurar que no gobierna para sí y unos pocos más, sino para todos… y todas.
También jugó un papel en el resultado la garúa de subsidios. Y la lluvia de promesas. Y la poca valoración que ahora existe por la honestidad y la visión a largo plazo.
Román Lejtman. Periodista
No importaron los números falaces del Indec, ni las tertulias de Amado Boudou con Eugenio Zaffaroni, protagonistas de una extraña mélange intelectual. Tampoco tuvieron peso las denuncias de corrupción que vincularon a las Madres de Plaza de Mayo con Meldorek, ni la decisión de armar las listas empujando al aparato partidario para ocupar los espacios con militantes de escasa historia y profunda lealtad. Cristina ha mutado el escenario político, y está reescribiendo la historia del peronismo y sus relaciones con los factores de poder de la Argentina.
En la democracia, lo que importa son los votos. Puede haber análisis sobre la realidad, cuestionamientos a la administración del poder y críticas al autoritarismo y a la utilización forzada de la necrofilia. Pero si desde la Casa Rosada entendieron que el fútbol para todos, Tecnópolis, carne para todos, la ley de Medios, chanchos para todos, la fricción con la administración de Barack Obama, televisores para todos, y el subsidio universal a la infancia, son hechos importantes para sostener la voluntad popular, no hubo ningún discurso en la oposición que convenciera de lo contrario.
Cristina apela a Néstor, creó su propia militancia, arrugó a Hugo Moyano y sedujo a votantes de todos los niveles sociales y educativos. Puede haber amor o espanto, lucidez ideológica o interés económico. Pero hay un cuarto oscuro, el voto es secreto y la oposición no estableció un discurso creíble para aquellos argentinos que no soportan 6,7 y 8, la sonrisa ladina de Guillermo Moreno y las cadenas de plata que aún hoy exhibe Ricardo Jaime.
Cincuenta por ciento de los votos, un triunfo en veintitrés distritos, una oposición atomizada y una economía que fluye en un mundo globalizado que descubre las vinculaciones sociales que puede haber entre los estudiantes de Chile y los jóvenes ingleses que atacaron los negocios de Londres. Europa batalla con las calificadoras de riesgo, y Estados Unidos con sus propias contradicciones políticas. A ambos lados del Océano Atlántico, los manuales de política se exhiben inútiles, amorfos, en blanco.
Cristina cree que representa un modelo blindado, a prueba de situaciones económicas que ponen en jaque el pensamiento intelectual más formado de Occidente. La Presidenta asegura que su programa de gobierno es sólido, y que cuando lo presentó en la última reunión del G20, fue relativizado por su origen nacional. El plan no tiene secretos: Soja, Brasil y bajo endeudamiento externo.
En la oposición, los errores se repiten como una letanía. Y nadie se hace cargo. Ricardo Alfonsín, Eduardo Duhalde, Hermes Binner, Francisco de Narváez, Alberto Rodríguez Saá, Elisa Carrió y Pino Solanas atomizaron los votos opositores, fracturaron las propuestas y abrieron el camino a un proceso político que se puede extender por doce años.
La voluntad popular manda, fija el futuro y ordena las ideas. Cristina tiene un nuevo mandato, un nuevo respaldo que es inédito, fuerte y heterogéneo. No tiene adversarios a la vista, ni resistencias internas poderosas. Ahora puede oxigenar la CGT, ordenar los números del Indec, fiscalizar los fondos que partieron a la Fundación Sueños Compartidos, mejorar el control del narcotráfico en la frontera norte, terminar con los programas de propaganda oficial en Canal 7, reducir aún más los niveles de pobreza y bajar los índices de trabajo informal.
Es un programa de Estado.
Es para todos: que es más que el cincuenta por ciento de los votos.
Juventud y viudez, sus escudos y sus lanzas
La Nación
Por Beatriz Sarlo
¿Cómo no recordarlo? En noviembre de 1951, Perón ganó un segundo período presidencial con más del 62 por ciento de los votos, el doble de los que obtuvo la Unión Cívica Radical. Fue la primera elección nacional en la que votaron las mujeres. La casualidad o el destino le dieron a David Viñas, fiscal radical, el papel de llevar la urna al Policlínico de Avellaneda, donde Eva estaba internada. Muchos años después, Viñas recordaba el momento: un friso de suplicantes en las puertas del hospital, rezando, "como en una película de Eisenstein". Una fotografía muestra a Eva, extenuada, en el momento en que una mujer le acerca la urna. La cabeza sostenida apenas por las almohadas, el rostro demacrado y el gran rodete rubio. Viñas espera afuera. Cuando le devuelven la urna, escucha la voz de Perón, que le pregunta a Eva: "¿Apago la luz, negrita?" Eva y todas las mujeres argentinas votaban por primera vez. También Victoria Ocampo, gran opositora, votó por primera vez, y fue éste el único reconocimiento que le hizo al peronismo. Como ahora con los derechos humanos, siempre hay algo que reconocer.
Eva Perón murió en 1952. Hubo paredes en Buenos Aires donde se escribió la frase repulsiva: "Viva el cáncer". La fatalidad se entreteje con la historia del peronismo. En 1974, la muerte de Perón, mientras ejercía la presidencia, abrió el camino de la violencia dentro y fuera de su movimiento. En 2010, la muerte de Néstor Kirchner, por el contrario, le da a la línea que él armó dentro del justicialismo una dimensión que su viuda ha sabido aprovechar. En 2009, Kirchner venía de perder una elección. Parecía que su poder se debilitaba, pero su muerte esfumó los efectos de la derrota, la manipulación de las candidaturas testimoniales, el estado deliberativo del Partido Justicialista.
Cristina Kirchner se rodeó de un escudo protector juvenil (los "pibes" que el domingo cantaban por "la liberación"); se apoyó en una burocracia de Estado que administra dinero y militancia, y cerró Olivos a casi todo el mundo excepto a la mesa más pequeña, a la que se sientan hombres de su extrema confianza personal.
La muerte de Kirchner contribuyó a esta victoria de una manera paradójica. Pero, antes, dejó su obra. Son suyas las bases económicas sobre las que Cristina Kirchner acaba de lograr su gran triunfo. Aunque se le fueron unos cuantos, por el momento contuvo las tendencias centrípetas. Sobre esto último es claro testimonio el discurso con el que Scioli celebró el domingo a la noche su victoria: agradeció primero a Néstor Kirchner, luego a Alberto Balestrini; saludó a sus competidores internos (como Ishii); reafirmó que su mano está tendida para sumar. Y sólo al final dijo: "Tenemos que encontrarnos con Cristina Kirchner y darle un abrazo y decirle que se merece este respaldo".
Ese lugar de Scioli fue un inteligente recurso de Néstor que Cristina Kirchner tuvo la precaución de conservar, como muchas otras medidas de su marido. Cuando la militancia entusiasmada cantaba en la noche del domingo: "Néstor no se murió, Néstor vive en el pueblo", reconocía esto. La Presidenta, en el momento más evocativo de su discurso, dijo: "El está mirando desde algún lado. Está acá, ¿no es cierto? Díganme que sí". Abrazada a su hija, no sólo se permitía un tributo fúnebre de tono animista. Estaba haciendo un reconocimiento al edificio político que le dejó el muerto.
La paradoja es que si Kirchner hubiera seguido en este mundo estaría en peores condiciones que su mujer para beneficiarse con su propia obra. Vivo, su espíritu belicoso y el recuerdo de las jornadas que rodearon la resolución 125 lo perjudicaban. Muerto, la viuda supo cambiar el tono.
En realidad, encarnó una imagen de gran poder simbólico: la mujer fuerte, destrozada por el dolor, que se solloza y se recupera al mismo tiempo; que apela al muerto pero demuestra que puede reemplazarlo con ventaja; tocada por la desgracia pero indomable. El luto es emblema de una soledad espiritualmente fortalecida y no de desfallecimiento. La viudez de Cristina ha sido su escudo y su lanza. Hay que reconocer que supo usarlos y que su victoria no puede ser solamente atribuida a que la oposición no hizo bien sus tareas.
Las alianzas hipotéticas
Esto último salta a la vista en cuanto se suman los votos de las diversas listas opositoras. Si se hubieran unido todos, igualmente Cristina habría vencido. Esta hipótesis de oposición unificada fue imposible y, por muchas razones, no deseable. En cambio, otras convergencias más verosímiles no tuvieron lugar: sólo el personalismo impidió que Eduardo Duhalde y Alberto Rodríguez Saá presentaran una lista conjunta. ¿Qué obstáculo insalvable pudo separarlos después de compartir tantos años el mismo Partido Justicialista y enunciar discursos que no se contraponen? En ese caso, el peronismo habría concurrido con dos boletas. Es sensato pensar que Cristina Kirchner habría ganado, puntos más o puntos menos. Simplemente, el electorado no peronista habría podido comprobar que el peronismo todo junto sigue siendo una mayoría impresionante, cosa que puede comprobar ahora mismo si suma los millones de votos kirchneristas y los de Duhalde y Rodríguez Saá.
Los kirchneristas duros dirán que cualquier unión de estos votos es contra la naturaleza ideológica que separa (¿para siempre?) las dos líneas del movimiento nacional. Los duhaldistas dirán que, retirada Cristina de la política, cumplida esa condición, ambas líneas podrán sentarse a la misma mesa, como lo vienen haciendo desde hace más de medio siglo (a veces se han peleado a tiros, a veces han competido en elecciones).
La otra alianza que se reclamaba era la de Alfonsín y Binner. Fue impracticable en el momento mismo en que Alfonsín optó por Francisco de Narváez. De cualquier cosa se podía retroceder, pero no de esa opción. Es significativo que un porcentaje considerable de votantes haya recompuesto la que habría sido la lista "natural": cortaron boleta y pusieron en el sobre la de Duhalde para presidente y la de De Narváez para gobernador de la provincia de Buenos Aires. Alfonsín tomará nota de esto, que quedó exhibido en la escena mediática cuando la periodista María Laura Santillán cometió el lapsus más apropiado: "Está llegando De Narváez a la sede de Duhalde. ¡Qué acto fallido!". Nadie puede reprochárselo. Los votantes que cortaron boleta hicieron de ese acto fallido una demostración de que cualquier alianza no es posible.
Por otra parte, Binner y el Frente Amplio Progresista, sumados a la campaña hace pocas semanas, tienen como objetivo una construcción a mediano plazo, con disposición para alianzas programáticas pero no para poner en la calle barredoras de hipotéticos votos antikirchneristas de cualquier color. Obtuvieron sólo dos puntos por debajo de Alfonsín y de Duhalde. Una buena elección, hecha sin plata y sin asesores de imagen. Si hubieran decidido aceptar a De Narváez en la provincia de Buenos Aires, no habrían ganado nada para el futuro. Tendrán que aprender, en cambio, que esa provincia es dura para quienes no son peronistas. Allí los colores del estandarte siguen siendo justicialistas, de los tonos que prevalezcan en cada momento.
Se ha repetido que los oficialismos ganaron en las elecciones provinciales previas. En estas primarias lo que ganó es el oficialismo nacional, votado por aquellos a los cuales les va muy bien o pasablemente bien y que, por lo tanto, no ven razones para un cambio sobre el que no tengan la seguridad de que les conviene. Y también votaron al oficialismo los pobres, que no están convidados al consumo sino apenas a la supervivencia; que dependen del sistema de subsidios y creen que mover un gobierno podría afectarlos. Cuando se es pobre, se teme con motivos fundados, ya que la vida es precaria y perder un poco es perder todo. Si ese temor se une a una identidad difusa de origen cultural peronista, allí están los votos.
Y como la victoria dulcifica, ayer a mediodía Cristina Kirchner dio una conferencia de prensa y no les indicó a los periodistas cómo debían portarse..