Por: Enrique Szewach
Los argentinos usamos el dólar como unidad de cuenta y reserva de valor. Es decir, dos de las tres funciones que brinda una moneda. Esta característica de nuestra economía, como lo hemos discutido muchas veces, es el resultado natural de las políticas populistas que destruyeron, desde hace décadas, con la inflación, la capacidad del peso para cumplir las dos funciones antes mencionadas. El grueso del ahorro de los argentinos está fuera del mercado de capitales local, además, porque tampoco se brindó seguridad jurídica para que los fondos mantenidos en moneda extranjera en el sistema financiero, fueran respetados en su moneda de origen y/o en sus plazos de devolución.
Por todo esto, el mercado de capitales local es pequeño, no hay oferta de ahorro de largo plazo y, en consecuencia, tampoco hay oferta de crédito genuina de largo plazo.
Este problema se agudizó en los últimos años, después del fracaso de la convertibilidad, y con el mantenimiento posterior, de la prohibición de indexar contratos, sumado a la destrucción del índice oficial de precios y de los fondos de pensión.
Con este panorama, los argentinos sólo ahorran en pesos en plazos cortos y con una parte muy pequeña de sus portafolios, especulando con la relación entre la tasa de interés en pesos y la tasa de devaluación del dólar más la tasa de interés en dólares en el mercado de capitales internacional.
Por lo tanto, el mercado de ahorro en pesos (y en consecuencia el de crédito), y el ingreso o la salida de capitales, salvo cataclismos políticos, está dominado por las expectativas de devaluación.
Pero no sólo el mercado financiero está dominado por las expectativas de devaluación; también lo están, por la misma razón, la tasa de inflación y el nivel de actividad, dado que un ingreso de capitales, monetizado por el Banco Central se traduce en mayor demanda agregada. Y una salida de capitales produce el efecto contrario.
La clave, entonces, de todo este esquema es qué pasa con las expectativas de devaluación.
Uno de los indicadores de «olfato» que movilizan esas expectativas ha sido siempre la tasa de inflación interna medida en dólares. En otras palabras, cuando los precios locales empiezan a elevarse en dólares, encareciendo el valor en dólares del salario, y el costo en dólares de los productos argentinos, comienza la sospecha de que tarde o temprano habrá que devaluar más el peso, para restaurar un valor en dólares «de equilibrio». Las otras variables que se monitorean, en línea con lo anterior, son el saldo del balance comercial y la pérdida de reservas del Banco Central (contracara de la pérdida de depósitos en pesos del sistema financiero).
El razonamiento es más o menos así. Si la Argentina se vuelve cara localmente en dólares, los productos importados son más baratos, y las exportaciones pierden rentabilidad y crecen menos. Por lo tanto, surge un problema de competitividad que afecta el saldo del balance comercial. A su vez, este aumento de las expectativas de devaluación del lado «real» de la economía se traslada al sector financiero, porque genera una mayor salida de capitales, pérdida de depósitos de los bancos, aumentos de la tasa de interés, pérdidas de reservas del Banco Central y, al final del día, se convalidan las expectativas de devaluación, devaluando.
Éste ha sido el «modelo» argentino.
Sin embargo, en los últimos años se han producido dos hechos «novedosos», que alteran fuertemente este proceso.
El primero, el violento cambio de precios relativos a favor de nuestras exportaciones agrícolas, que ha generado una gran oferta de dólares comerciales y que ha permitido financiar el espectacular incremento de las importaciones de estos últimos dos años, sin que se produjera una crisis de balance comercial y sin que el Banco Central perdiera reservas de magnitud. En otras palabras, los dólares de la soja (y también de nuevos rubros como la minería), han permitido financiar el aumento de las importaciones y la salida de capitales, sin que los bancos perdieran depósitos en pesos y sin que el Banco Central perdiera demasiadas reservas.
Pero el segundo fenómeno es aún más complejo. Porque, efectivamente, la Argentina tiene alta inflación en dólares, pero esta inflación en dólares ha sido consecuencia de la devaluación del dólar en el mundo.
En efecto, en el último año, la Argentina ha tenido (en números redondos y utilizando el IPC calculado en Uruguay por Radio Colonia) un 20% de inflación en dólares. Pero también Brasil tuvo un 20% de inflación en dólares, también Uruguay tuvo un 20% de inflación en dólares, también Chile. Es decir, más que atraso cambiario, lo que estamos viviendo es la «exportación» del ajuste norteamericano, que ha devaluado su moneda, para reactivar su economía, alentando sus exportaciones y encareciendo sus importaciones y originando, entre otras cosas, la suba en dólares de los precios de todos los commodities. Pero mientras el resto de la región convalidó esta devaluación del dólar apreciando su moneda y manteniendo baja la tasa de inflación en moneda local, la Argentina intentó remar contra la corriente devaluando el peso. El resultado, la inflación en dólares es la misma, pero la tasa de inflación en pesos es cuatro o cinco veces superior.
En otras palabras, evitar la devaluación del dólar, devaluando el peso, lo único que logra es mayor inflación en pesos, y la misma inflación en dólares que en el resto de la región.
La Argentina está cara en dólares por la devaluación del dólar en el mundo y, además, tiene una oferta de dólares extraordinaria por la suba de los precios de los commodities que se mantienen elevados.
La «solución» de política a este entuerto, de persistir, no resulta sencilla.
Acelerar la devaluación nominal, en este contexto, es sólo más inflación y tiene efectos directos sobre la tasa de interés, la demanda de pesos y la estabilidad del sistema financiero. Intentar frenar las importaciones con la Policía e inducir a una «sustitución» tiene efectos marginales, genera corrupción y kioscos varios y termina en desabastecimiento, pérdida de productividad y más inflación. La alternativa no es «profundizar» el problema. La alternativa es un replanteo integral del programa fiscal, monetario, de ingresos y regulatorio jurídico, para desacelerar el crecimiento de la demanda agregada, converger a una tasa de inflación más baja y, simultáneamente, reemplazar consumo, por más inversión que en algún momento se convierta en mayor oferta, en especial de exportables.
En síntesis, si el mundo cambia, tendremos los problemas derivados de una caída del precio de los commodities y de un fortalecimiento del dólar, y habrá que cambiar la política interna. Si el mundo sigue parecido a éste, los actuales problemas de competitividad se agravarán y habrá que cambiar la política interna.
Lo siento, señora Presidenta, no hay margen para «profundizar» el modelo.