Luis Castelli
Para LA NACION
Apenas han pasado unos meses y no recordamos Fukushima. La ciudad que fue un lugar confortable y bien abastecido es ahora un pedazo de tierra baldía, donde los habitantes no pueden regresar siquiera a buscar a sus muertos porque allí el aire está enfermo. Una bestia invisible lo contamina todo. Los hombres, las mujeres y los niños desplazados viven ahora atormentados ante la incertidumbre de estar ingiriendo pescados, frutas o vegetales radiactivos. ¿Será éste el concepto de progreso en la era nuclear?
En la planta de energía atómica del país más avanzado del mundo tecnológicamente, un montón de hombres indefensos disfrazados de blanco continúan corriendo de aquí para allá. Tratan de evitar que los reactores se fundan y se produzca una fuga masiva de radiación que podría causar un desastre de escala planetaria. Tienen la certeza de trabajar en un ambiente letal.
Toda el agua arrojada, inyectada y rociada sobre la planta se ha convertido en un veneno radiactivo, en un agua que ya no es de este mundo. No obstante, se la ha devuelto al océano por miles de toneladas. Sin dudas, los sistemas marinos están siendo afectados, aun cuando los efectos sean todavía difíciles de evaluar.
Un puñado de hombres sacrificando sus vidas. Familias desarraigadas. Enormes cantidades de agua extendiendo la contaminación hacia otros ecosistemas. Resulta patético asistir a la impotencia del hombre frente a las monstruosas creaciones que no puede controlar. ¿Será ésta la metodología segura que tiene la industria nuclear para luchar en caso de accidentes?
La tragedia de Chernobyl fue atribuida a la gestión soviética y al diseño de sus reactores. La de Fukushima, a la violencia de la naturaleza. En todos los casos, la industria de la energía atómica se ocupa de tranquilizarnos diciendo que todo irá bien, que los modelos nuevos serán más seguros, que tengamos confianza. Y para reforzar este mensaje nunca falta ningún científico de dudosa ética que, ante cada nuevo accidente que pone en jaque a nuestro planeta, nos explique que se debe a circunstancias excepcionales. Cabe preguntarnos, entonces, cuál será la próxima circunstancia excepcional.
Apenas un año atrás, en el Golfo de México, se produjeron la explosión y el hundimiento de una de las más sofisticadas plataformas petroleras del mundo, la Deepwater Horizon. Además de quitar la vida a once trabajadores, provocó una fuga de más de cuatro millones de barriles de petróleo en el océano. Las consecuencias para las personas, los recursos naturales y las industrias siguen multiplicándose hoy. Y muchas otras aún no pueden medirse ni comprenderse.
Un análisis simple nos permite ver coincidencias entre la central de Fukushima y la Deepwater Horizon: el sueño de un crecimiento ilimitado y una cultura de complicidad entre las empresas de energía, los reguladores y los políticos. En el derrame del Golfo, el lobby petrolero había persuadido al gobierno de los Estados Unidos de que algunas medidas de seguridad aplicables a la perforación en aguas profundas del océano -que hubieran evitado el derrame- resultaban innecesarias, sin mencionar que el permiso de perforación del pozo accidentado se había otorgado sin verificar la válvula de seguridad que ocasionó el hecho. En Japón, apenas unas semanas antes del tsunami, la autoridad reguladora aprobó la prórroga de vida útil de los reactores más allá del límite de 40 años a pesar de las reiteradas advertencias sobre fallas de seguridad y falta de inspecciones. A la hora de explicar el desastre de la planta nuclear, parece que no es relevante mencionar algo de esto, como tampoco que un director general de Recursos Naturales del Ministerio y la Agencia de Energía japoneses dejó su puesto el año pasado para ingresar poco después como asesor en la Tokio Electric Power (Tepco), empresa responsable de Fukushima.
Lo que ocurre en Fukushima renueva la discusión en torno al futuro de la energía nuclear, un asunto en que toda la humanidad está involucrada. Para muchos, esta energía parece una opción relativamente limpia y lógica para una época que conjuga la escasez creciente de recursos energéticos fósiles y la necesidad de limitar la emisión de gases que agraven el calentamiento global. Sin embargo, estamos obligados a hacernos algunas preguntas sobre esto, aunque las respuestas que hallemos nos resulten dolorosas.
Básicamente, ¿hemos calculado los riesgos y los costos correctamente? La energía nuclear nunca fue limpia. En primer lugar, porque los materiales y los desechos radiactivos han representado siempre una amenaza grave para la salud de los seres humanos y de las demás criaturas que pueblan este planeta. Se trata de toneladas de sustancias que perduran entre centenares y miles de años, cuyo transporte y manipulación conllevan importantes peligros. En segundo lugar, porque los reactores necesitan una inmensa cantidad de agua para enfriar los materiales contenidos en el núcleo. En tercer lugar, porque los posibles accidentes debidos a errores humanos, desastres naturales o ataques terroristas implican consecuencias incalculables. La sola prevención de esas tragedias exige implementar costosísimas medidas de seguridad, mientras que la reparación de eventuales daños -más allá de su costo- podría resultar objetivamente imposible.
Aunque se asegura que un accidente nuclear importante es estadísticamente muy improbable, el mundo ya ha sufrido tres en tan sólo treinta años: Three Mile Island (Estados Unidos, 1979), Chernobyl (Ucrania, 1986) y, ahora, Fukushima. Por eso, debemos combatir la mala memoria. A 25 años de Chernobyl, perduran todavía altos niveles de radiactividad en alimentos básicos producidos en diversas localidades de Ucrania. Unos 160.000 km2 (superficie similar a la de la provincia argentina de Córdoba) fueron contaminados de un modo que hace inhabitables esas tierras. Casi siete millones de seres humanos debieron dejar sus casas con el alma en un hilo. Miles de niños y adolescentes contrajeron cáncer de tiroides a causa del yodo radiactivo. Cientos de trabajadores, expuestos por el accidente a dosis elevadas de radiación, desarrollaron leucemia y
o enfermedades cardiovasculares. En las generaciones posteriores, las aberraciones cromosómicas y las deformaciones producidas en la etapa fetal se multiplicaron.
En Japón, estamos todavía lejos de estimar cuáles serán las consecuencias. La empresa que explota la planta y suministra la energía estima que el área será inhabitable entre 30 y 50 años. Por ahora, sólo sabemos que Fukushima devino en un triste mausoleo de aluminio inútil. Sus antiguos vecinos fueron cargados a las apuradas en camiones que los llevaron lejos, apenas con lo puesto. Algunos ancianos decidieron quedarse: prefieren morir imantados y no andar como almas en pena que pernoctan en cajas de cartón donde ahora sueñan con árboles inconclusos, pájaros transparentes y cardúmenes radiactivos que devoran su futuro.
Si el progreso es entendido como una mejora en la vida del hombre, no podemos evitar preguntarnos de qué clase es el que representa la posibilidad cierta de una catástrofe para la humanidad. En mi opinión, no hay progreso si es con riesgo o a costa de la vida. Eso es deshumanización, sin más.
Estamos ante un riesgo planetario concreto. Hoy más que nunca resulta inadmisible que se derramen millones de litros de petróleo en el mar o se liberen toneladas de gases radiactivos en la atmósfera: sus efectos -por acción de los vientos, las aguas e, incluso, de la gente- no reconocen las fronteras. Así, los accidentes que ocurren en un país ponen en riesgo a toda la Tierra, al conjunto de la humanidad. Sin embargo, la mayoría de los habitantes del mundo ignora que estas tragedias pueden ocurrir en cualquier momento y lugar. Sin mencionar otras actividades peligrosas, baste con mencionar que existen hoy más de 400 centrales nucleares expuestas a cataclismos, errores humanos, fallas técnicas o ataques terroristas. ¿Estamos dispuestos a aceptar esos riesgos?
Los peligros que nos acechan no sólo podrían terminar con nuestras vidas: eventualmente podrían hacernos empezar a padecerla. Como dijo el premio Nobel de Literatura japonés Kenzaburo Oé: "Estamos sometidos a la mirada de las víctimas de la energía nuclear".
Hoy nos miran cientos de miles de desplazados, cuyos hogares han quedado abandonados en las zonas de exclusión. ¿Quién se hace cargo de estas desgracias? En vista de estas experiencias y de las perspectivas de vida para los damnificados directos, ¿es ético continuar produciendo energía nuclear?
En un mundo tan interrelacionado, la cuestión nuclear nos compete a todos. Promover con decisión las energías limpias es un indicio de lucidez. Sol, viento, agua y biomasa son fuentes limpias que, en pocos años, podrían dar paso a un futuro más armónico con la vida en el planeta. Elegir este camino es perfectamente posible. Así lo demuestra, por ejemplo, la decisión histórica del gobierno alemán de abandonar en forma definitiva la energía nuclear y virar hacia el desarrollo y la explotación de las energías renovables.
Junto a ello, es imprescindible contar con un sistema diferente de aprobación y control de las actividades cuyos riesgos excedan las fronteras políticas entre países. Necesitamos un sistema que reconozca un lugar a todos los implicados y no sólo a los especialistas, porque nuestro modo de vida está amenazado por las actividades que realizan. Aunque así sucede hoy, resulta obvio que las centrales nucleares no deberían estar controladas por una organización nuclear, ni las explotaciones mineras o petroleras por quienes desarrollan actividades en la materia: ¿podrían esperarse imparcialidad y cuidado del bien común a las organizaciones cuya existencia depende de las actividades que deben controlar? Necesitamos un sistema independiente, donde prevalezca un principio de precaución, que integre a la sociedad en su conjunto más allá incluso de los que coyunturalmente gobiernan, ya que ellos carecen a menudo de una verdadera sensibilidad para advertir la magnitud del problema que está en juego.
El peligroso grado de desarrollo alcanzado por las formas de producción de energía nos pone frente a una situación compleja, sin antecedentes en la historia de la humanidad. Amparados por una concepción enajenada del progreso, hemos convertido al mundo en un lugar regido por la estupidez humana, ignorando que la destrucción de la naturaleza es la destrucción del hombre. Mientras esto ocurra, seguiremos sustituyendo aquel planeta entrañable por un mundo de olvido, un mundo de miedo. © La Nacion
El autor es director ejecutivo de la Fundación Naturaleza para el Futuro