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Debate
(Análisis) "UN ESTÉRIL DEBATE ENTRE EXTREMOS"
15/11/2010
La Nación
Nestor O. Scibona

El crecimiento del PBI en la Argentina es verdaderamente importante (8,2% promedio anual desde 2003), pero no alcanza a dar respuesta a dos interrogantes clave: cómo sostenerlo en los próximos años y cómo transformarlo en desarrollo económico y social. Mucho menos con la forma que ha adquirido el debate político sobre la economía, donde todo resulta blanco o negro, sin escala de grises.

Esta dicotomía, instalada en los últimos años por Néstor Kirchner, ha creado una suerte de cultura económica en la que no caben los términos medios. Quienes exaltan el fuerte crecimiento económico suelen dejar de lado problemas innegables como la alta inflación; la falta de correspondencia con la reducción de la pobreza; la baja calidad y transparencia del gasto público; las mentirosas estadísticas oficiales; el deterioro educativo; la inseguridad; la corrupción o los cuellos de botella en áreas clave, como la energía. En el otro extremo, quienes señalan estos problemas muchas veces omiten que las soluciones no serán mágicas, sino que demandarán tiempo y políticas de Estado, que aporten previsibilidad sin afectar los avances logrados en muchas áreas de la estructura productiva.

La novedad que parecen ignorar unos y otros es que esta vez no existe una crisis en el horizonte. Hay consenso en que la Argentina se ubica en el lado del mundo que más se beneficia con las actuales características de la economía internacional, y en que, por ahora, el fuerte ingreso de "agrodólares" tapa todos los errores de política económica. El gran interrogante es si se aprovechará la oportunidad para comenzar a corregirlos al menor costo, o si se la dejará pasar a riesgo de acentuarlos y comprometer el crecimiento en el futuro. Por el momento, no hay noticias alentadoras en medio de la pirotecnia verbal entre oficialismo y oposición.

Las piedras del escándalo

En el plano político-institucional, el escandaloso tratamiento en Diputados del proyecto de presupuesto 2011 -el primero que el kirchnerismo no puede aprobar a libro cerrado- demostró que sigue sepultada toda posibilidad de negociar y acordar límites y prioridades del gasto público, como ocurre en la mayoría de los países. De ahí que resulte falsa la opción de que está en juego la gobernabilidad si el presupuesto sufre cambios. Por un lado, el Congreso tiene la facultad constitucional de fijar el presupuesto y arreglar el pago de la deuda pública. Por otro, no se trata de un proyecto serio, sino de una herramienta electoral. Sin ir más lejos, otra vez no prevé ajustes salariales para el sector público frente a una inflación superior al 25%. Este supuesto nada creíble sólo confirma que el Gobierno vuelve a subestimar las principales variables (para 2011 estima una inflación inferior a 9% anual; una suba de ingresos y gastos equivalente a la mitad de este año y un crecimiento del PBI de 4%, cuando por efecto arrastre ya hay 2 puntos asegurados), a fin de disponer de enormes excedentes de fondos para repartir discrecionalmente. El proyecto alternativo de la oposición, si bien sincera esas variables, incluye cláusulas indigeribles para el oficialismo al restarle margen de maniobra. Entre ellas, destinar los recursos extras al 82% móvil para los jubilados -que CFK ya asumió el costo político de vetar- e impedir el uso directo de reservas del Banco Central para los pagos externos del Tesoro, hoy una de las principales fuentes de financiamiento del sector público. El revuelo político que generó el clima de sospechas sobre algunos diputados embarra aún más la cancha, pero no modifica la realidad de un presupuesto irreal. También deja en segundo plano que el oficialismo dispone como plan B la alternativa de prorrogar el presupuesto 2010 ampliándolo de hecho y -junto con los superpoderes, DNU y neutralización del Senado- llegar hasta las elecciones sin mayores costos políticos. Esta pelea entre posiciones extremas anula cualquier opción intermedia. Días atrás, en un seminario académico organizado por la UCA, el ex ministro José Luis Machinea formuló una propuesta que difícilmente sea tenida en cuenta: votar el proyecto oficial, pero con la asignación de todos los fondos excedentes a cargo del Congreso.

En medio de esta polémica, pasó casi inadvertido que el oficialismo consiguió trabar en el Senado la eliminación de los superpoderes; y que los desacuerdos en el arco opositor frenan la imprescindible normalización del Indec, sin la cual los principales indicadores de la Argentina permanecen en el terreno de la fantasía.

Aquí, hasta el pragmático Aníbal Fernández debió aportar una cuota de realismo a los contradictorios diagnósticos oficiales sobre causas y efectos de la inflación que arriesgaron Amado Boudou, Florencio Randazzo y Mercedes Marcó del Pont. Pero el único resultado fue dejar en claro que el Gobierno no tiene ninguna política coordinada para frenarla. Tampoco dio respuesta al principal interrogante: cómo las expectativas inflacionarias apuntarían hacia abajo, si la estrategia oficial pasa por convalidarlas y realimentarlas con aumentos del gasto público, emisión monetaria y salarios superiores al 30% anual para sostener la demanda. Esto, sin incluir el preocupante costo a mediano plazo de mantener anclado el tipo de cambio y los crecientes e inequitativos subsidios a la energía, a fin de evitar que la inflación trepe a escalones más altos. Con estas condiciones macroeconómicas, no podría prosperar ningún acuerdo de precios y salarios. Máxime cuando el disparador de la nueva onda inflacionaria vuelve a ser el precio de la carne, a raíz del fracaso de las regulaciones oficiales.

Las estimaciones privadas confirman, a contramano de Boudou y las inverosímiles cifras del Indec, que la inflación golpea más a los sectores de menores ingresos. Para la consultora Ecolatina, la canasta básica alimentaria aumentó 32% en lo que va del año y cuesta 1157 pesos para una familia tipo. A su vez, el CEMA calcula que la canasta para un profesional ejecutivo (que demanda un gasto promedio de 18.141 pesos mensuales), subió 23,3% en los últimos 12 meses. Estas magnitudes son corroboradas por el seguimiento que realiza esta columna sobre los precios de una canasta de 30 productos de consumo masivo en la misma sucursal porteña de una cadena líder de supermercados. El costo total del ticket pasó de 383,73 pesos en diciembre de 2009 a 515,52 pesos en noviembre; o sea, una suba de 34,3%. Por encima de este porcentaje se ubican la carne picada especial (83,3%); milanesa cuadrada (71,5%); el lomo (54,5%) y las supremas de pollo (40%), pero también los quesos (42,2% rallado y 35,2% en barra); fideos guiseros (38,9%); azúcar de primera marca (75%), y yerba mate (40%).

Con excepción de la carne, donde habrá que esperar casi tres años la recomposición del stock ganadero, en la mayoría de los rubros hay potencial para aumentar la oferta si se reduce la incertidumbre. El problema es que se pueden comprar votos, pero no confianza cuando las decisiones clave se asemejan a una definición por penales. Sin un escenario de crisis por delante, la dirigencia enfrenta el nuevo desafío de reemplazar diagnósticos apocalípticos por propuestas realistas.

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