La democracia, como la existencia humana, está atravesada por ceremonias de la vida y de la muerte. Nos basta con recordar los orígenes de esta palabra cuando el historiador de la guerra del Peloponeso puso en boca de Pericles, en un discurso fúnebre ante los ciudadanos atenienses caídos en la batalla, el significado de la democracia en tanto forma de gobierno que no "está en pocos sino en muchos". Nuestro país volvió a participar en uno de sus episodios con motivo del fallecimiento del ex presidente Néstor Kirchner. Lo acompañaron una multitud solidaria y desde luego su mujer, actual presidenta de la República, a quien el dolor no doblegó su entereza como quedó demostrado en su conmovido mensaje del lunes pasado.
Pero ocurre que esta pérdida se inscribe en un proceso político dominado parcialmente (hoy es primera minoría en el Congreso) por el justicialismo. En esta corriente caudalosa, que siempre buscó la delantera del escenario durante 65 años, se cifran las conjeturas de estos días de luto. Inevitablemente, la sociedad escruta las oscilaciones y lealtades de ese movimiento que, en cada episodio de su desarrollo, tuvo que enterrar a su líder más sobresaliente estando en el ejercicio del poder. Lo hizo con Eva Perón en 1952, más tarde con Juan Perón en 1974, ahora, en este año del Bicentenario, con Néstor Kirchner.
Estos vínculos entre lo que se va y lo que permanece forman el argumento de la sucesión de los gobernantes. No es sencillo hacerlo, en particular en la Argentina. Después de la crisis de representación de hace diez años, el régimen democrático encapsuló la sucesión mediante un arreglo inédito que reunía al mismo tiempo los valores de igualdad con los de concentración del poder: un matrimonio de iguales, templado por años de lucha en el territorio arisco de nuestra política, puso en marcha un sistema de sucesión entre ambos esposos, que en nada afectaba las normas constitucionales vigentes en esta materia.
El sistema habría de probarse en las elecciones del año próximo con la candidatura presidencial de Néstor Kirchner. Como hoy no podemos confirmar o refutar esta hipótesis, ha quedado en pie la certeza de que, por imperativo constitucional, se desplegaría ante la presidenta en funciones el horizonte más estrecho de un único mandato posible por cuatro años más. Esta certeza debe ser subrayada, sobre todo en estos días en que han proliferado imágenes interesadas de incertidumbre y de vacío de poder.
Se abre pues un nuevo capítulo en el largo itinerario del justicialismo, que se resume en el intento de poner a punto otra jefatura. El justicialismo nació con una jefatura fuerte, omnicomprensiva, y prosiguió abonando tal empeño durante las presidencias de Carlos Menem y Néstor Kirchner. Por eso el justicialismo resiente ese tipo de ausencias y rápidamente busca reemplazar ese atributo faltante. Cuando esta manera de salvar el tránsito se demoró más de la cuenta, el justicialismo perdió el poder.
Destaquemos, en este sentido, la presencia de una intencionalidad y de un contexto. Mal que les pese a muchos cazadores de mayorías disponibles, estos liderazgos no se han desenvuelto fuera de las fronteras del peronismo. Es cierto que esas fronteras son laxas y se mueven según diversas circunstancias nacionales e internacionales, pero, hasta los días que corren, ningún líder proveniente de afuera de ese territorio ha podido satisfacer las expectativas de sus seguidores. Una vez que ese fenómeno de atracción se produce (Kirchner fue un notable ejemplo al respecto) se actualiza con nuevos registros la vieja trama de la concentración del poder. Perón, Menem y Kirchner representaron episodios diferentes en cuanto a los intereses e ideologías involucradas. A los tres los unió, empero, una apetencia hegemónica semejante.
Estas son inclinaciones constantes. Cuando el éxito está al alcance de la mano, el justicialismo no ha sido horizontal y deliberativo sino vertical y decisionista. La paradoja ínsita en estos conceptos es que esos procesos de concentración de poder tienen lugar en un contexto decididamente plural. El peronismo es uno en cuanto a la jefatura y muchos en cuanto a su conformación sociológica. Siempre en su seno coexistieron en tensión diferentes tendencias entre las que sobresalieron por lo menos cuatro: la política; la sindical; una tercera, surgida en los años 70, que inyectó violencia revolucionaria en aquella disposición binaria de las fuerzas sociales y políticas, y una cuarta, de movimientos piqueteros originada al calor de la crisis.
Kirchner asumió en su persona el trance de lidiar con este cuarteto. De cara al peronismo político, ubicado preferentemente en las provincias y en el Congreso, el ex presidente fue hegemónico, imponiendo una férrea disciplina, territorial y parlamentaria, merced, entre otros motivos, al unitarismo fiscal de "la caja". Con el poder sindical fue, en cambio, más negociador, debido al hecho de que el sindicalismo, bajo el amparo de la ley de asociaciones profesionales y la administración de las obras sociales, cuenta con raíces de poder propias y, por ende, con un margen de acción que lo ha conducido al extremo de hacer uso de prácticas mafiosas y criminales. También con los movimientos sociales de comportamiento piquetero, Kirchner adoptó este temperamento, negociando, cooptando y desmovilizando sin reprimir gracias a un conjunto de políticas sociales que no tardaron en aplicarse.
Faltaría destacar un cuarto componente que, a los estilos disciplinarios y negociadores, sumó sentimientos de identificación ideológica en muchos agentes cuando éstos percibieron una reparación histórica en la política de derechos humanos. La tradición del "setentismo" se sintió de este modo parte indisoluble del kirchnerismo, algo así como la vanguardia que daba sentido a una nueva historia, con su panteón de réprobos y elegidos, y una visión del pasado a la cual alimentaban memorias excluyentes.
Todo esto tiene obviamente rotunda actualidad, tanto como el fervor que se advirtió en las primeras horas del duelo. Este es el mundo que hereda y que ya viene protagonizando nuestra actual presidenta. De aquí en más las cuatro líneas (la política, la sindical, la de la tradición setentista y la de los movimientos sociales) tendrán que cruzarse, siguiendo la traza más probable que se fijó a partir de 2003 o, tal vez, explorando otros derroteros. Porque son tendencias difíciles de compaginar, la exigencia de un liderazgo fuerte emerge siempre en el justicialismo como signo de identidad. Es un eje de gobernabilidad, indiferente a las restricciones institucionales, que se proyecta en el movimiento y en el país cuando se ejerce el poder presidencial.
Los liderazgos fuertes arrastran, no obstante, la complicación de los desgajamientos que ellos mismos van generando al influjo de cuestionamientos de autoridad. Soportaron esas fracturas Perón, Menem y Kirchner. ¿Volverán a reunificarse o proseguirá la diáspora? Esta pregunta, a la cual se han hecho eco muchos comentarios en estos días, es relevante porque pone al desnudo las conductas imperantes (la confrontación, por ejemplo, que se opone al compromiso) y asimismo la ubicación que el justicialismo tiene en materia electoral.
En ese cuadro, el voto ciudadano es decisivo para entender cómo la amplitud del movimiento justicialista se ha ido reduciendo paulatinamente. Hoy, el plan estratégico del Frente para la Victoria es superar el 40% de los votos. Probablemente el objetivo no cambie, lo cual demandará a las oposiciones reanudar el esfuerzo para atrapar la esquiva virtud de la confianza.