Guillermo Hirschfeld Analista Internacional. Coordinador para América Latina Fundación FAES
Si bien es cierto que toda generalización para una región tan vasta como América Latina, en la que cada país constituye una realidad diferente, lleva a inexactitudes, y que el intento de introducir categorías políticas en periodos de tiempo cerrados sigue el mismo derrotero, no es menos cierto que en las últimas tres décadas se han desarrollado ciertos procesos políticos que se podrían enmarcar dentro de tres grandes grupos que pueden servir para comprender dónde nos encontramos y también para capturar elementos de un nuevo fenómeno que quizá marque los años que están por venir.
En la década de los ‘80, las dictaduras militares cayeron y se inició un proceso de restauración de la democracia que culminó con una auténtica primavera democrática en la región, con la siempre dramática excepción de Cuba. Cuando Ronald Reagan asumió la presidencia de los EE.UU., sólo ocho países de la región contaban con gobiernos elegidos a través de las urnas. Ocho años después, derribado el muro de Berlín, nueve países se sumaron a esa lista. Sin embargo, los pésimos datos económicos dieron a este período el título de “década perdida”.
La década de los 90 estuvo marcada por los denominados gobiernos “neoliberales” (apelativo utilizado por la izquierda para estigmatizar al liberalismo). El descrédito del estatismo, los brutales procesos inflacionarios y las economías destrozadas, trajeron aparejado gobiernos que aplicaron de manera deficiente las políticas del “Consenso de Washington” pese a que realizaron reformas que obtuvieron reducción del déficit fiscal y de la inflación. La corrupción, el descrédito de las instituciones y de los partidos políticos generados en este nuevo período terminaron por colapsar el sistema en muchos países.
El comienzo de siglo vino acompañado por la irrupción de caudillos populistas, algunos de ellos militares ex golpistas que, a través de la democracia, intentaron y lograron en alguno de los casos vaciar de contenido a la democracia utilizando, paradójicamente, instrumentos propios de ella. La demagogia, el nacionalismo exacerbado, y un discurso antipolítico fueron elementos que lo nutrieron. Pocos fueron los países que llevaron o llevan adelante este proyecto refundacional, pero no se pude negar que juegan un papel, si bien lamentable, relevante en el escenario internacional.
En mi opinión, llegados al 2010 comienza a darse en América Latina un proceso más que interesante. Esta década arranca con un fenómeno que quiero distinguir porque creo que puede ser muy positivo en caso de mantenerse y replicarse en más países. Está caracterizado por una madurez democrática del electorado y la clase política.
Estamos en presencia de un fenómeno novedoso en estos treinta años de democracia: el elector latinoamericano está eligiendo opciones políticas con el objetivo de mantener el proyecto que los está gobernando más allá de la persona que se presenta como candidato. Los ejemplos de Uruguay, Colombia o Costa Rica son ilustrativos con las sucesiones entre los presidentes Tabaré Vázquez y Mujica; Uribe y Santos; Arias y Chinchilla.
Incluso, podemos incluir en este fenómeno los casos de Chile y Perú, pues si bien los elegidos no pertenecen al proyecto político de su predecesor, los ejes de sus programas garantizaban no romper con todo lo anterior. Por otro lado, los presidentes salientes dejan sus cargos con índices altísimos de popularidad. Seguramente, Brasil también seguirá esta línea de continuidad, cualquiera que sea el vencedor en las próximas elecciones.
El elector no tiene temor a apostar por la alternancia si se garantiza la continuidad de las buenas políticas. Parecíamos condenados a no poder salir de la encrucijada de tener que contemplar cómo los presidentes no culminaban su mandato por un fracaso en la gobernabilidad o, por el contrario, cómo otros se aferraban a continuar mandatos bajo la “amenaza” de que el modelo sin ellos se caería. Sin embargo, en esta ocasión se nos presenta una alternativa realmente superadora.
Quizá se acabó la hora de los proyectos “adanistas” y refundacionales. La fórmula ganadora pasa por un programa que garantice que mejorará la realidad sin romper con lo anterior. Un verdadero demócrata prefiere la convivencia en tensión pacífica de los proyectos políticos antes que la hegemonía total del de uno mismo. Sólo el tiempo nos revelará si se trata de un nuevo fenómeno que perdurará en el tiempo.