Clarín
Por: Eduardo Duhalde., Rodolfo Terragno
Fuente: EX PRESIDENTE DE LA NACION., EX PRESIDENTE DE LA UCR
La Argentina está "venteando" enormes cantidades de energía social. Es una dilapidación semejante a la que ocurre en un pozo petrolero cuando -por falta de gasoducto- hay que "ventear" el gas natural, dejando que se disipe en la atmósfera.
La energía social se pierde por el desempleo, el subempleo y la baja productividad. O se malgasta en piquetes, cortes de ruta y movilizaciones, que son consecuencia de conflictos evitables y la falta de trabajo digno.
Para convertir esa energía en riqueza y bienestar, hace falta un sistema que la conduzca; es decir, un proyecto de desarrollo.
No un slogan. No un discurso. Un plan con prioridades, metas, plazos y fuentes de financiamiento.
El país no tiene semejante plan.
Cuando hay viento de cola (por ejemplo, porque sube el precio internacional de la soja), decimos que tenemos "un modelo". Cuando entramos en crisis, les echamos la culpa a los "intereses foráneos".
No nos hemos puesto a pensar, colectivamente, cómo aumentar nuestra producción, fortalecer la demanda interna e irrumpir -con nuevas ventajas competitivas- en el mercado mundial.
Nuestro ingreso per cápita es 15 por ciento inferior al de Chile y 20 por ciento inferior al de Uruguay.
Nuestra participación en el comercio internacional no llega a 0,5%.
Estamos, en efecto, peor de lo que creemos. Pero la salida es más fácil de lo que imaginamos.
Requiere, eso sí, un amplio consenso.
Es un momento adecuado: no hay, a la vista, un gran líder político. Los liderazgos fuertes suelen ser excluyentes y terminan polarizando a las sociedades.
Consenso no es adhesión a una figura o fuerza protagónica.
Tampoco implica que los grandes partidos pierdan sus respectivas identidades. Ni que se vaya a barrer a los pequeños, legítimos representantes de doctrinas e intereses especiales.
Cuando decimos que la Argentina necesita un Gobierno Patriótico de Unidad Nacional, no estamos pensando en un "partido único", ni en una coalición, ni en un bipartidismo forzado, ni en nuevas formas de "transversalidad", ni en un estado idílico donde se desconozcan las discrepancias.
Nuestro propósito es alcanzar un acuerdo multipartidario que deje fuera de la discusión electoral (y parlamentaria) aquellos puntos que son condición sine qua non del desarrollo económico y social.
Un ejemplo: lo que hemos dado en llamar el "Estatuto del Inversor".
Para avanzar aceleradamente hacia el desarrollo, y emular poco a poco las condiciones de vida de las grandes naciones, la Argentina necesita crecer, sin pausa y por muchos años, a tasas altas.
Eso requiere grandes inversiones, que en ciertos proyectos -por ejemplo, de energía o infraestructura- sólo se pueden recuperar al cabo de una década. En un período tan dilatado, se suceden los gobiernos; y sólo un firme acuerdo multipartidario puede garantizar que, pese a las sucesiones presidenciales, las reglas de juego no cambien.
No hace mucho, SEL Consultores encuestó a 165 empresarios, preguntándoles qué "horizonte de previsibilidad" estimaban ellos, a los efectos de una inversión. El promedio resultó alarmante: apenas un año y cuatro meses.
La percepción de los inversores es que la Argentina tiene escaso respeto por la propiedad privada; y que existe aquí una tendencia a sancionar leyes con efecto retroactivo.
Garantizar la propiedad y la estabilidad jurídica son requisitos insoslayables de una política de desarrollo.
Es lo que dijo, días atrás, un inveterado luchador por la revolución social: el presidente electo del Uruguay, José Mujica. Hablando ante 1.500 empresarios de la región, Mujica aconsejó en su peculiar lenguaje: "Jugá la plata acá que no te la van a expropiar ni te van a doblar el lomo con impuestos".
El sucesor de Tabaré Vázquez pidió a los empresarios que apostaran al Uruguay, y aclaró que no lo decía "desinteresadamente": "Lo digo porque no podemos generar riqueza ni financiar planes sociales con decisiones legislativas".
Cosas como éstas son las que debemos incluir en el amplio consenso que propiciamos.
Dicho consenso no puede ser un segundo prólogo de la Constitución Nacional. Debe ser un acuerdo sobre el "qué" y el "cómo". Inspirado, además, en una visión de futuro.
A menudo se dice que los Pactos de la Moncloa cambiaron a España; y es cierto que la aceptación de la monarquía, la ley del olvido, la legalización del comunismo y un plan de ajuste económico abrieron, en 1977, las puertas a la reconciliación política y el crecimiento económico.
Sin embargo, lo más importante fue lo que estaba por detrás de aquellos pactos: la decisión de hacer que España dejase de ser "el norte de África" y abrazara la causa europeísta. La voz de mando de Felipe González fue "¡Vamos a Europa!". Y el país se transformó.
La Argentina debe abandonar las rémoras y los prejuicios que arrastra desde el siglo 20 e "ir" al siglo 21. Zambullirse en esta nueva centuria, que nos presenta modos de producción, formas de organización social y relaciones internacionales muy diferentes.
El consenso debe dar pie a que el Gobierno Patriótico de Unidad Nacional impulse la "actualización" de esta Argentina, hoy demorada en el tiempo.
La intención es, también, que tal gobierno se mantenga siempre abierto al diálogo. Con las distintas fuerzas políticas. Con la industria. Con el agro. Con otras sectores de la economía nacional. Con los trabajadores. Con la sociedad civil. Con los científicos. Con los intelectuales. Con los medios de comunicación. Con la comunidad internacional.
Para algunos, el diálogo es un ejercicio ocioso. La Historia reciente nos proporciona un ejemplo que sirve para desmentir tal prejuicio. En las arduas horas de 2002, el Diálogo Argentino -promovido por el Episcopado y apoyado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo- dio sustento social a las espinosas medidas que permitieron salir de la crisis.
El diálogo estimula el patriotismo, en el buen sentido de la palabra.
Hay, por cierto, patriotismos deformantes, que causan xenofobia, racismo y guerra. Quizás por eso, el sustantivo ha caído en desuso. Sin embargo, conviene reivindicar su sentido original, para contraponerlo al nefasto egoísmo: un factor disgregador, que además de conspirar contra el avance político y económico, impide la solidaridad social y favorece las actitudes reñidas con la ética.
La oportunidad para esa reivindicación es propicia.
Estamos por ingresar al sexenio de los centenarios: el período que irá entre el 25 de mayo de este año y el 9 de julio de 2016.
Es un tiempo suficiente para sentar las bases del desarrollo económico social, respaldado por un amplio consenso.
Seis años bastaron, en el siglo 19, para que nuestros antepasados edificaran una nación.
Seis años deben alcanzarnos para hacer, de esta Argentina sin ilusiones, un país de esperanzas.