Los peligros del Estado discrecional
Clarín
Por: Carlos F. Balbín, PROFESOR TITULAR DE DERECHO ADMINISTRATIVO (UBA)
En los últimos meses se ha discutido y sigue discutiéndose en nuestro país sobre la ley de medios audiovisuales -en particular, el otorgamiento de licencias y su caducidad-, la reforma política, los subsidios estatales, los planes de asistencia social, la prórroga de la emergencia y el poder del Jefe de Gabinete de modificar las partidas presupuestarias. Entre estos capítulos -tan distintos y cambiantes en el marco del debate público- es posible quizás descubrir el hilo conductor que nos permite analizar en términos críticos estos hechos de actualidad.
Hemos discutido mucho sobre las transferencias de competencias del Poder Legislativo hacia el Presidente -debate que permanece abierto y sin cauce-, pero debemos adentrarnos en otro debate igualmente relevante: cómo el Estado aplica las normas. Es decir, no sólo quién dicta las normas sino particularmente cómo el Poder Ejecutivo aplica esas normas. Así, es posible que el Poder Ejecutivo lo haga de modo más o menos reglado y previsible o libre y sin mayores límites.
En este contexto comenzó a introducirse en el debate político y mediático el concepto de discrecionalidad, es decir, la libertad del Poder Ejecutivo de decidir y aplicar las políticas públicas sin reglas claras ni precisas. Cierto es que el derecho se ha degradado en los últimos tiempos y ello contribuye a ampliar en extremo la discrecionalidad del Poder Ejecutivo.
El ejercicio discrecional del poder estatal se advierte en dos escenarios distintos. Por un lado, en caso de profusión y confusión de normas -tal como ocurre entre nosotros- el Estado decide libremente qué norma va a aplicar y, por el otro, si las normas otorgan un margen amplio y a veces irrazonable de poder de decisión al Poder Ejecutivo.
Un ejemplo quizás paradigmático de discrecionalidad por profusión y confusión de normas y -además- por laxitud de las reglas existentes es el régimen de las contrataciones del Estado. La ley de emergencia -ley 25.414- delegó sin bases en el Poder Ejecutivo la potestad de dictar el régimen de las contrataciones. Así, el Poder Ejecutivo dictó el decreto delegado respectivo y luego modificó éste por un decreto de necesidad y urgencia posterior. Finalmente el Ejecutivo no dictó una resolución general sobre los pliegos generales en materia de obras públicas y, por lo tanto, el ministro dicta un pliego general en cada contratación particular. A su vez, muchos contratos están excluidos de las restricciones propias del régimen de los contratos estatales. Por ejemplo, el caso de los fondos fiduciarios y las nuevas sociedades anónimas de propiedad del Estado -es decir, las empresas estatizadas en los últimos tiempos-.
Por último, la renegociación de los contratos -normas laxas- permite que el Poder Ejecutivo prorrogue y renegocie sin límites claros, razonables e igualitarios. Así, por ejemplo, los contratos de concesión de las rutas -más de ocho mil kilómetros- siguen explotándose más allá de los vencimientos y prórrogas.
Este cuadro se repite lamentablemente en otros órdenes; por ejemplo, los subsidios estatales y los planes de ayuda social. Así, la degradación del derecho puede advertirse a través de dos hechos: por un lado, la anomia -es decir, el incumplimiento de las normas- y, por el otro, la confusión y laxitud normativa -en términos de contradicciones y ambigüedades del propio modelo- que permite al Poder Ejecutivo no sólo elegir entre dos o más soluciones posibles sino lisa y llanamente qué norma va a aplicar y cómo hacerlo.
Cuando la discrecionalidad no cumple con ciertos estándares, el Estado desconoce el principio de legalidad y, básicamente, el de igualdad.
Es decir, cuando el Presidente legisla, rompe el principio de división de poderes y legalidad, pero cuando además ejerce un poder discrecional, desmedido y sin reglas ni límites claros entonces legisla en un caso particular y ello es más grave porque desconoce además el principio de igualdad. Es decir, si el marco jurídico es tan confuso y laxo, entonces el Poder Ejecutivo no sólo decide qué norma aplicar sino que en un caso aplica una norma y -en otro similar- aplica otra distinta.
En conclusión, creemos que el Congreso debe fijar reglas y límites claros al Poder Ejecutivo o, en su caso, éste autolimitar el ejercicio de sus facultades. Porque si bien las normas no son determinantes por sí solas, sí creemos que al menos deben contribuir a respetar el principio de igualdad como condición de recomposición del tejido social.