El uso adecuado del agua dulce
La Nación
La Cámara de Senadores de la provincia de Santa Fe sancionó a una ley que prohíbe "la comercialización de agua dulce o potable a granel y sin tratamiento o proceso de ningún tipo, obtenida de fuentes agotables superficiales o subterráneas del dominio originario de la provincia que implique directa o indirectamente su exportación".
La ley tuvo un largo tratamiento en las dos cámaras de la Legislatura provincial. Se originó en la inquietud por la incipiente actividad de alguna empresa naviera en la extracción y exportación de agua desde el río Paraná. El texto sancionado se limita a fuentes superficiales o subterráneas agotables, lo que parecería excluir un río de las características del Paraná. Sin embargo, de los fundamentos surge que la iniciativa respondió originalmente a la intención de evitar toda exportación de agua dulce, con o sin tratamiento. Este propósito queda bien claro en otro proyecto de ley iniciado por la diputada nacional Verónica Benas que tiene trámite parlamentario desde marzo de 2009.
Ese proyecto, en su primer artículo dice: "Prohíbase en todo el territorio de la Nación la exportación de agua dulce a granel", sin mayor especificación. El discurso que lo fundamenta se refiere a la escasez de agua dulce en el planeta. A partir de esta realidad se desarrolla una posición defensiva de corte ecologista que presume el intento de grandes intereses por llevarse la supuestamente escasa agua dulce en su beneficio.
La realidad es que el agua dulce es un recurso mal distribuido en el planeta que habitamos. Es escasa en una gran parte de su superficie, pero extremadamente abundante en determinados lugares. Los grandes ríos como el Amazonas, el Mississippi o el Río de la Plata vuelcan al mar inmensos caudales de agua dulce (éste último vuelca un volumen diario de 2000 millones de metros cúbicos de agua dulce).
La Argentina consume aproximadamente 10 millones de metros cúbicos por día y extrae de los ríos de la cuenca del Río de la Plata alrededor de siete millones. Si alguien quisiera llevarse agua dulce desde la Argentina nunca se le ocurriría extraerla de acuíferos o de lagos interiores. Utilizaría grandes barcos cisterna dejando llenar sus bodegas en el Río de la Plata o el Paraná. Si existiera esta conveniencia económica la Argentina debiera controlarla y tratarla como cualquier otra exportación, obteniendo divisas y cobrando cánones en la medida que no anular aquella conveniencia. La existencia de esta posibilidad sería una excelente noticia. El dictado de estas leyes que prohíben la exportación de agua no tiene ningún sentido.
De lo que realmente debemos ocuparnos es de legislar y controlar estrictamente la contaminación de nuestros ríos. Sólo la enorme magnitud del caudal de los ríos receptores hace posible que esta contaminación no supere los límites para el consumo humano. Pero el peligro ha crecido. Si tuviéramos la fortuna de que nos compraran nuestra agua dulce, el problema en el futuro podría ser, paradójicamente, no cumplir con estándares sanitarios. Aquí es donde se deben volcar los esfuerzos y no en prohibiciones sin sentido y absurdas, como las que se exponen en las leyes que comentamos.