Carlos Pagni - La Nación
La discusión de la ley de servicios audiovisuales que tendrá lugar hoy en el Senado dejará al descubierto dos rasgos muy definidos de la clase política argentina. Uno es su tendencia a ver al mercado como una institución sospechosa. Y, cuando se trata de la comunicación, más sospechosa todavía. Casi nefasta. El otro es una inquietante ignorancia acerca de mutaciones cruciales que se verifican en la sociedad de la información.
Hay una convicción que recorre de punta a punta el proyecto del Poder Ejecutivo hasta convertirse, acaso, en su único eje organizador. Es la idea de que los medios de comunicación comerciales constituyen una restricción para la democracia. Así se explica la asignación del 33% del espectro para radios y canales de TV operados por organizaciones no gubernamentales (sindicatos, organismos de derechos humanos, la Iglesia Católica, pueblos originarios, etc.). Y se entiende el desmesurado papel que la norma le asigna a un Estado que avanzará sobre la programación de contenidos. Estas dos expansiones hacen juego con las numerosas cláusulas que acotan y fragmentan a las compañías audiovisuales de carácter comercial.
Tal concepción no es exclusiva de los Kirchner, sino que se extiende más allá de su círculo. Un sector muy amplio de la oposición la comparte. Ya se advirtió con la adhesión del Partido Socialista al proyecto del Gobierno en la Cámara de Diputados. Pero se percibe también claridad aun en algunas peculiaridades de la iniciativa que defenderá el radicalismo en el Senado.
La propuesta de la UCR es mucho más pluralista que la oficial. Establece una autoridad de aplicación independiente; respeta los plazos de vigencia de las licencias actuales hasta su extinción, sin des-inversiones compulsivas; permite la formación de redes hasta el 40% de la programación; limita a Radio Nacional a tener una sola licencia por plaza, y elimina el privilegio que el kirchnerismo establece para la Iglesia Católica, en beneficio de los demás cultos reconocidos.
Sin embargo, hay numerosos artículos en los que el proyecto radical se confunde con el del Ejecutivo. Por ejemplo, permite la publicidad en las emisoras del Estado y universitarias; reserva el 33% de las licencias para prestadores privados sin fines de lucro; mantiene la propuesta de programación como variable de competencia en un concurso; conserva la obligación de determinados cupos musicales; coincide con la reducción en el plazo de las licencias de 15 a 10 años, y limita las audiencias públicas para la renovación de licencias sólo a las emisoras privadas; como si las estatales, las universitarias o las de los pueblos originarios, no estuvieran en condiciones de escuchar la opinión del público sobre sus programaciones.
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Estas coincidencias no deberían sorprender. El radicalismo observa una tradición intervencionista en relación con los medios. Durante la gestión de Raúl Alfonsín, se mantuvieron estatizados los canales y las radios recibidos del gobierno militar y que habían sido privados (sólo se transfirió canal 2, al cabo de una feroz interna oficial). Algo similar sucedió con las radios.
Por otra parte, el Consejo para la Consolidación de la Democracia creado por Alfonsín tuvo como cometido inicial una reforma al régimen de radiodifusión que los autores de la actual iniciativa dicen tomar como precursora.
Es importante detectar esta familiaridad entre el peronismo, el radicalismo y un segmento amplio de la Coalición Cívica, para no caer en errores de interpretación respecto del poder de los Kirchner.
La incógnita que hay que despejar no es por qué a ellos les resulta tan fácil la aprobación de esta norma después de su derrota del 28 de junio. El enigma es otro: debe explicarse a qué se debe que, habiendo una coincidencia muy extendida acerca de la subordinación que debe tener la comunicación respecto del poder político, el Gobierno consiga tan pocos votos para su reforma (algo similar a lo que ocurrió con la estatización de las jubilaciones, que gran parte de la oposición festejó en secreto). La respuesta hay que buscarla en la impopularidad de los Kirchner, que se ha vuelto tóxica y contamina todas sus iniciativas.
La otra peculiaridad que se extiende más allá del oficialismo y que se pondrá de manifiesto en el debate de hoy es el atraso informativo de una parte demasiado amplia de la clase política.
Los textos que se discutirán en el Senado ignoran un fenómeno irreversible: la convergencia de todas las formas de comunicación hacia un mismo canal de transporte, la banda ancha.
La tecnología ha borrado la frontera entre radiodifusión y telecomunicaciones. Hoy se puede acceder a un canal de TV o a una emisora de radio a través de Internet desde cualquier lugar del planeta. Las telefónicas terminarán ingresando al negocio de la televisión. Hasta el Grupo Clarín, que ha querido evitar ese desenlace desde hace más de una década, sugiere que es inevitable en el largo editorial que publicó el domingo. Es un proceso del que tampoco el proyecto radical se hace cargo.
Los políticos argentinos podrían aprovechar el debate actual para discutir los términos de esa confluencia. Los gobiernos más despabilados elaboran estrategias para mejorar la capacidad de acceso a la Red y sus contenidos. Existe una coincidencia casi absoluta acerca de que ese objetivo se alcanza obligando a una mayor competencia. No limitando los mercados y la escala de las compañías.
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Esta incomprensión del salto tecnológico hace caer en el ridículo algunos artículos de la norma oficial. Por ejemplo, el 45, que les fija un límite del 35% de la audiencia nacional a las empresas de TV por cable. Pero no les establece el mismo tope a las de TV satelital (DirecTV). Sencillo: es imposible hacerlo. ¿Cómo lograr que la señal del satélite "llueva" sólo sobre el 35% de los abonados?
Hay acertijos más elementales. ¿Quién va a medir las audiencias de la TV abierta y de las radios? ¿Habrá un Indec de los medios? Hay operadores que ya se hacen esta pregunta. Pero en la Casa Rosada no se plantearon el problema. Allí la obsesión es otra: reintentar un desembarco en Telefé, e identificar las radios con mayor penetración en la audiencia rural, para que cambien de dueños o, por lo menos, entreguen sus informativos. Al parecer los Kirchner creen que la pérdida del afecto del campo se debió a que los medios manipulaban en su contra la información que consumen los chacareros.
Los cambios en la base técnica también habilitan nuevas formas de comunicación entre los individuos. Las regulaciones sobre los contenidos deben ser censuradas no sólo por autoritarias. Son, además, antediluvianas. La oferta de programación tiende hoy al infinito. En las redes se multiplican comunidades que intercambian información ajena a un emisor único, institucional. Facebook, Sónico, Hi5, Orkut o MySpace tienen evoluciones impredecibles. Lo mismo sucede con las telecomunicaciones. Barack Obama revolucionó las campañas electorales usando el Twitter, igual que el conflicto del campo, en 2008, sería incomprensible sin el mensaje de texto.
Ni peronistas ni radicales rozarán hoy estos fenómenos. Sus proyectos tienen respecto del futuro la misma ceguera que tenía el de la dictadura.
Cuando los militares hicieron su ley, le asignaron a la TV por cable un lugar marginal, bajo el rótulo de "servicios complementarios". Al cabo de 10 años, ese rubro se había convertido en el principal negocio audiovisual, devorándose a la televisión abierta. Es posible que, en un plazo todavía menor, lo que se debate hoy en el Senado quede convertido en una pieza de arqueología, un melancólico retrato en sepia.