Mariano Grondona - La Nación
Uno de los pasajes más citados de La democracia en América , el libro que Alexis de Tocqueville publicó en 1834, es el siguiente: "Para alcanzar su fin, el norteamericano descansa en el interés personal y deja obrar, sin dirigirlas, la fuerza y la razón de los individuos. El ruso concentra de alguna manera en un hombre todo el poder de la sociedad. El uno tiene como principal medio de acción la libertad; el otro, la servidumbre. Su punto de partida es diferente, sus caminos son diversos; sin embargo, los dos parecen llamados por un secreto designio de la Providencia, a tener en sus manos los destinos de la mitad del mundo".
Esta es la famosa "profecía de Tocqueville". Ella alcanzó su máxima vigencia en tiempos de la Guerra Fría entre la democracia norteamericana y la Unión Soviética porque, pese a que el zar que tenía en cuenta Tocqueville al formularla había sido reemplazado por el Partido Comunista, el estilo ruso de la concentración del poder en el Estado no había cesado y hasta se podría decir que aún hoy, ya bajo Vladimir Putin, Rusia no ha abandonado esa antigua inclinación por el estatismo que, bajo diversas formas y en diversos países, sigue oponiéndose al liberalismo como la clave alternativa del progreso humano. La centenaria profecía de Tocqueville podría traducirse ahora diciendo que dos doctrinas fundamentales, el liberalismo y el estatismo, siguen su vieja disputa bajo nuevas formas "en la mitad del mundo". Desde la izquierda se llama ahora "neoliberales" a los liberales para sugerir que su pecado de origen es hoy mayor aún que antes porque, por seguir creyendo tozudamente en la primacía de la libertad, se han convertido en "reincidentes".
Las dos Argentinas
Desde la Constitución de 1853 hasta el golpe militar de 1930, los argentinos creyeron en la libertad. En este período de ochenta años, nuestro país pasó de ser un desierto improductivo a figurar entre las diez naciones con más alto producto per cápita del mundo, atrayendo a millones de inmigrantes del Viejo Mundo a quienes el Estado no les prometía ningún subsidio, ningún Plan Trabajar, pero les aseguraba en cambio que todo aquello que ganaran con el sudor de su frente no les sería arrebatado por un Estado invasor, por el "ogro filantrópico" del que hablaba Octavio Paz. Durante los ochenta años que han transcurrido del 30 a hoy, nuestro país ha retrocedido desde aquellos diez primeros puestos hasta el lugar número 68 que ahora ocupa en cuanto al producto per cápita de las naciones. ¿Tendrá algo que ver este descomunal retroceso con el hecho de que nuestra creencia fundamental haya dejado de ser "liberal" para convertirse en "estatista"?
El gobierno de los Kirchner encarna una exageración, casi una caricatura, del estatismo. Pero nuestro retroceso ya provenía de antes. Aún hoy, hay señales significativas de que el estatismo no se limita a la desmesura de nuestros actuales gobernantes. Así lo ha demostrado el apoyo que encontraron en el Congreso no sólo un proyecto claramente estatista como la confiscación de los ahorros que los futuros jubilados habían depositado en las AFJP, sino también la holgada mayoría que logró en la Cámara de Diputados el proyecto de ley de medios audiovisuales, una mayoría que habría sido imposible sin el amplio concurso de legisladores socialistas y de centroizquierda hasta ese momento tenidos, sin embargo, por no kirchneristas.
Esta semana el ministro de la Corte Suprema Carlos Fayt dio a entender que este último proyecto podría chocar con dos artículos de nuestra Constitución: el famoso artículo 14, que incluye entre los derechos fundamentales de los argentinos el de "publicar sus ideas por la prensa sin censura previa", y el artículo 32 que prescribe que "el Congreso federal no dictará leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella la jurisdicción federal". Fayt aludía aquí a la libertad de expresión, uno de los derechos amparados por esa fe en la libertad que inspiró largamente a nuestro país desde 1853.
Lo que más llama la atención es que, pese a criticar el burdo intento de los Kirchner de controlar la opinión pública mediante la nueva ley de medios, casi todos los legisladores opositores han declarado, al margen de aquellas fulminantes prohibiciones constitucionales, que están de acuerdo con que "debe haber alguna ley de medios", aun cuando no coincidan con la que promueve concretamente el oficialismo. Lo cual nos lleva a esta pregunta inquietante: más allá de los Kirchner ¿no está siendo reemplazada entre nosotros la fe en la libertad por la fe en el Estado?
Los dos agravios
Incluso cuando rechazó en el Senado la famosa resolución 125, la oposición casi no tuvo en cuenta el verdadero reclamo de los productores, que no era sólo bajar o modificar las retenciones sino suprimirlas por invadir otro de nuestros grandes derechos olvidados, el derecho de propiedad, en virtud del cual los granos, la leche y la carne "son", por lo pronto, de quienes los producen, y que está siendo reemplazado por una política de subsidios cuya meta real es someter los productores al Estado.
Hay dos agravios, por ello, para analizar. Uno es la insaciable sed de poder del kirchnerismo, a la que también critica la oposición. El otro es la creencia de que el Estado debe controlarlo todo. Parecería que, al declarar casi unánimemente que debe haber alguna ley que regule las fuentes de la información y la opinión en los argentinos, también los opositores han venido a reconocer que no conciben ya que alguna zona de nuestra vida en común pueda eludir el paternalismo estatal. ¿Hasta qué punto subsiste entre nosotros, por lo visto, la fe en la libertad? Al referirse a ella, lo que quiso decir Tocqueville es que, allí donde ella rige, la sociedad no confía en progresar por la acción supuestamenmte benigna del Estado sino por el imperio necesariamente imprevisible e incontrolable de la libertad, esto es, de la iniciativa de cada cual.
Así fue como progresaron no solamente la Argentina sino también los países que, adhiriendo aún a la libertad, llevan la delantera del desarrollo político y económico ya sea en América del Norte, en Europa, en Asia, en Oceanía o en nuestra propia América, y ya se llamen Brasil, México, Chile, Perú o Uruguay. Es verdad que la energía incomparable de las libertades personales está hoy más regulada que antes, pero aun en la grave crisis del capitalismo que hemos atravesado, la intervención estatal ha sido percibida más como un "auxilio" a las empresas privadas que como su asfixia y sustitución por el Estado, tal como ha ocurrido entre nosotros. Por eso el capital privado, que quizá sea cobarde pero que no es tonto, huye hoy de la Argentina para refugiarse en las naciones de punta que lo siguen albergando.
El paso de los argentinos de la fe en la libertad a la fe en el Estado, ¿está entonces en la base de nuestros problemas? Lo que detiene nuestro desarrollo, ¿no es en consecuencia la iniciativa privada sino el hecho de que muchos argentinos ya no creen en ella porque han transformado su imagen desde la de esa energía creadora a la que alguna vez dejaron ser por la idea de que toda iniciativa privada tiende al monopolio y debe ser, por lo tanto, contrarrestada?
Hay dos causas por las que nos ha ido mal. La más saliente, pero la menor, es el abuso de poder del estatismo kirchnerista. La menos saliente, pero en el fondo la mayor, es que los argentinos hemos venido acudiendo desde hace décadas al estatismo en lugar del liberalismo, un remedio que ha probado ser peor que la supuesta enfermedad a la que prometía curar.