Carlos Pagni - La Nación
Los fogonazos de la guerra entre el Gobierno y los medios audiovisuales, sobre todo el Grupo Clarín, igual que la operación oficialista para capturar Telecom, no han dejado ver, hasta ahora, pasajes muy relevantes de la reforma a la ley de radiodifusión que se debate en el Congreso. Son regulaciones que dejan al descubierto el marcado intervencionismo al que aspiran los Kirchner. Con su iniciativa, ellos ponen al Estado en el centro de la comunicación social. Y, como se sabe, en la Argentina el Estado es el Gobierno, el Gobierno es el partido, y el partido es el caudillo.
En el debate de estos días se oye, con mucha frecuencia, afirmar que el texto segmenta el mercado entre tres tipos de operadores: 30% para las entidades sin fines de lucro, 30% para el Estado y 30% para las empresas privadas. En ningún lugar de la ley está esa clasificación. Sí se adjudica un tercio para las ONG (Arts. 21 y 80) y se establece que el sector público tomará para sí la extensión del espectro radioeléctrico que considere necesaria. El Estado se reserva, además, el derecho de adjudicar licencias a discreción "por razones de mejor administración" (art. 80).
Esta partición revela el núcleo conceptual del proyecto: los medios privados comerciales sólo tienen derecho al espacio remanente que le dejan el Estado y las asociaciones de bien público ?de derechos humanos, indigenistas, religiosas, etc.?. Si se toma en cuenta, por ejemplo, el dial de la ciudad de Buenos Aires, la ley de los Kirchner llevará a la desaparición de la mitad de las radios que se escuchan por estos días.
Este criterio general se refleja en la organización económica que la ley prevé para los medios. Las empresas privadas que operan en la actualidad deberán superar tres tipos de competencia desleal. Una es la de las empresas de servicios públicos habilitadas, que cuentan ya con una red instalada y con un caudal de recursos difícil de equiparar. Otra, la de las emisoras del Estado, que, además de solventarse con la venta de la publicidad, cobrarán el 35% del gravamen que paga el resto del sistema. La tercera es la de las ONG, que no pagan impuestos. Tal vez este tipo de instituciones terminen subalquilando las licencias, como sucedió entre 1955 y 1999, y como ocurre con los bingos bonaerenses, que han sido otorgados a asociaciones con las más nobles finalidades.
La nueva normativa revolucionará el mercado de la publicidad. Los anunciantes verán que sus costos aumentan porque se les exige que los avisos sean de producción nacional (art. 72). Las empresas dedicadas a la exportación de cortos deberán pensar en otro negocio: al cerrarse el mercado local, es posible que en el exterior dejen de comprar sus creaciones. La Argentina se había vuelto un país muy competitivo en ese campo. La ley también establece que las agencias de publicidad paguen un gravamen especial.
Con su iniciativa, los Kirchner halagan a los organismos de derechos humanos y de las comunidades indígenas (art. 16, 142 y 143). También la Iglesia Católica podrá celebrar: es la única confesión mencionada (art. 31). Pero la corporación que más se beneficia con la reforma es, como siempre, la gremial, a la que la ley le abre las puertas de las empresas. Los sindicalistas integrarán el Consejo Federal de Comunicación Audiovisual (art. 16). Además, la norma eleva las cuotas de producción local (art. 57) e impone una nueva obligación para los aspirantes a una licencia (art. 23): tener saldadas sus deudas sindicales.
La nueva ley está llena de mordazas. La Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual, que sustituye al Comfer (art. 12, 13 y 14), será una especie de Consejo de la Magistratura de la prensa. Estará integrada por cinco miembros del Ejecutivo y dos más a propuesta de una Comisión Bicameral del Congreso. La redacción es, en este punto, confusa: dice que uno deberá representar a la segunda minoría y el otro, a la tercera. ¿Y la primera minoría? ¿Qué sucede, por ejemplo, si la segunda minoría del Congreso fuera del mismo partido que el Ejecutivo?
La autarquía de esta Autoridad (art. 11) queda desvirtuada porque funcionará en el Poder Ejecutivo. Eso sí, tendrá más de 80 filiales en todo el país. Para comparar: la Policía Federal tiene 76 delegaciones.
El ejercicio del derecho a la libertad de expresión queda condicionado al previo cumplimiento de numerosas obligaciones, casi todas de poca entidad, que se expresan en el inciso 12) del artículo 12 del proyecto. A la Autoridad Federal, la ley le agrega el Consejo Federal de Comunicación Audiovisual, integrado por 35 consejeros designados por el Poder Ejecutivo.
A quienes suponen que los medios de comunicación están al servicio de una ingeniería social les encanta regular contenidos. La ley establece cupos de producción nacional (art. 57); 70% para las radios y 30% en el caso de la divulgación de música. Para la TV abierta la proporción es de 60%. Un 30% debe ser producción propia, que incluya informativos. Muchas empresas se verán asfixiadas con estas pautas. Las redes de TV por suscripción deben tener una señal propia, con los mismos balances de programación. Para controlar que se cumplan, habrá un ejército de auditores recorriendo el país con una calculadora en la mano.
Mussolini
La desmonopolización oficial exhibe algunas curiosidades. Cristina Kirchner prometió terminar con el régimen mediático de la última dictadura. Pero su ley anula reformas realizadas por la democracia y restablece criterios de Jorge Rafael Videla. Por ejemplo, cuando prohíbe la programación simultánea de una red en todo el país (art. 54 y 55). Los militares temían la constitución de una opinión pública nacional, orientada desde una cabecera porteña. Pero se supone que los Kirchner no tienen ese resquemor. ¿O sí? Lo mismo sucede con la imposibilidad de revender una licencia antes de los 5 años de otorgada, que estableció la dictadura, corrigió la democracia y restaura el actual gobierno (art. 35).
Hay algunas disposiciones del kirchnerismo más autoritarias que las de la dictadura. Por ejemplo: para habilitar un medio, los militares privilegiaban los antecedentes profesionales del candidato; en cambio, el nuevo texto prefiere examinar los contenidos que difundirá el que solicita el permiso (art. 28 y 30). Los productores de esos contenidos, además, deben obtener una licencia estatal (art. 50).
El proyecto incorpora pautas de desconcentración mediática que rigen en muchos países que pretenden garantizar la libertad de información. Pero, al mismo tiempo, tiene un marcadísimo espíritu intervencionista. La genealogía de esa orientación es inconfundible: va trepando desde la ley 14.241, impulsada por Juan Domingo Perón en 1953, hasta el decreto 23.408/44, de la dictadura de 1943, que estableció una comisión para revisar licencias y crear un plan nacional de radiodifusión; un año antes, el mismo gobierno había dictado el decreto 13.644, para crear la Subsecretaría de Informaciones y Prensa. Esta normativa, como tantos otros aspectos de aquel régimen, imitaban las reglamentaciones impuestas en Italia desde 1924 por Benito Mussolini, con la inspiración inicial de Guillermo Marconi, nada menos. Vaya sorpresa: una ley de los Kirchner que abreva en fuentes mussolinianas.
En todos los casos, se parte del mismo error. La hipótesis de que las sociedades son susceptibles de ser dominadas, como fuerzas físicas, por los medios de comunicación. De ser así, suponen los Kirchner, es mejor que sean ellos quienes ejerzan ese control.