Por Marcelo A. Moreno - Clarín
Con la debida pompa y ceremonia, el pecho tapizado de condecoraciones, el coronel Muhamar Kadafy celebró sus cuarenta años de ¿reinado? ¿dictadura? ¿socialismo personal (como algunos lo denominan) sobre Libia. El líder de la difunta Revolución Verde, un genuino autócrata, no logró contar la presencia en el festejo de líderes prominentes de Europa, Asia o América. Lo acompañaron, en cambio, numerosos jefes de Estado africanos como el presidente de Sudán, Omar al Bashir -buscado por la Corte Penal Internacional por sus responsabilidades en el genocidio de Daufur- y el jefe de los piratas somalíes, Mohammed Abbi Hassan Hayr, de próspera y fulminante trayectoria. También estuvo en primera fila el presidente de Venezuela, el tan bolivariano Hugo Chávez.
¿Qué tienen en común estos jefes opulentos -el espectáculo con que Kadafy agasajó a sus ilustres invitados duró 90 minutos y costó 40 millones de dólares- de naciones empobrecidas, oprimidas y embrutecidas?
Además de la admiración compartida hacia el libio por su gimnasia en perpetuarse en el poder, comulgan en la función de "patrones de Estado". Para hacer casi cualquier cosa -una empresa, un hecho artístico, un medio de difusión, un proyecto educativo, de puro entretenimiento o solidario- en esos países, primero hay que "arreglar" con el patrón del Estado. Que no es el Estado mismo sino su encarnación: "El Estado soy yo", proclamó alguna vez Luis XIV.
Chávez ya recorre ese camino y lo predica en otras naciones: cualquier cosa que se intente en Venezuela debe hacerle la venia al Comandante y contar con la suya; de lo contrario, todo resulta demasiado cuesta arriba.
Varias provincias argentinas hace rato que transitan senderos similares, nada luminosos por cierto. El visto bueno del gobernante es requisito indispensable para cualquier emprendimiento. Cuesta poco llegar a la certeza de que esa merced, en general, cuesta.
Desde luego que para llegar a conquistar ese nivel de hegemonía, el Ejecutivo debe deglutirse a los otros poderes que la sociedad civil impone en el orden republicano: el parlamentario, el judicial y, finalmente, el de una prensa libre. Entonces sí, puede entronizarse como Patrón de Estado.
Para eso es necesario que le demuestre a la sociedad y al mundo que ese Estado personalista -no muy distinto al de los antiguos caudillos- es omnipresente.
Eso, hasta el desatino: desde hace unos días una de las tareas específicas de la Jefatura de Gabinete -es decir, la que ordena y coordina la gestión de los ministerios del Ejecutivo- es la de organizar transmisiones de fútbol por TV.
Y para que no quede duda sobre el peso específico del Estado dentro de las más variadas actividades de la República, la semana pasada se presentó la 9° edición del Festival Internacional de Cine de Temática Sexual, que se realizará en Buenos Aires el 7 y 8 de setiembre, con la presencia estelar de la presidenta del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) y un representante del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA).
¿Qué tienen que hacer estos entes oficiales en el lanzamiento de un festival de cine porno, cuyo jurado es presidido por un conocido swinger? Eso: marcar que nada, ni siquiera una orgía de sexo en la pantalla, se puede hacer en la Argentina sin la correspondiente bendición dispensada por el Estado. También a esa dirección apunta el grotesco proyecto de ley de control de medios de difusión que ahora se discute en el Congreso.
Dos proyectos hoy surcan, nítidos, Sudamérica: uno es el que encabezan Brasil, Chile, Uruguay, Perú. Otro, el que lidera en Venezuela, Chávez y que es seguido, con variaciones, por Nicaragua, Bolivia y Ecuador. Uno lleva al desarrollo. El otro, a la africanización. El coronel Kadafy, satisfecho, lustra sus medallas.