Legalización del despojo
La Nación, Buenos Aires
Por José Ignacio García Hamilton
El autor es diputado nacional (UCR, Tucumán). Su último libro es Por qué crecen los países.
Federico Bastiat, uno de los grandes pensadores franceses del siglo XIX, explicaba que por medio de los impuestos los gobiernos logran quitarles a los ciudadanos una parte de sus bienes, una porción del fruto de su trabajo. El tributo es, entonces, un robo, un despojo que la ley convierte en legal.
La excusa suele ser que la administración devolverá en obras parte de ese dinero. ¿Es así? Hubo tiempos, después de la ley 1420, de 1884, en que los gobiernos argentinos sembraron el país de escuelas. A principios del siglo XX, como algunas provincias carecían de fondos, la ley Láinez proveyó dineros nacionales para que no quedara un pedazo de suelo sin establecimientos de enseñanza. En las montañas de mi provincia, Tucumán, que he recorrido a caballo, he visto funcionar las escuelas que se levantaron en Chasquivil, Anfama y La Ciénaga en 1908. Pero las épocas cambiaron y, desde entonces, y aunque pasó un siglo, ni el gobierno nacional ni el provincial han construido caminos para comunicar esas comarcas. Cuando algún maestro o poblador se enferma, hay que evacuarlo en helicóptero.
Cobrar impuestos es como pelar una gallina, pero sin que grite. El emperador romano Claudio citó a un procónsul que solía tener problemas con los contribuyentes y le enseñó: recaudar tributos consiste en esquilar a las ovejas, pero sin tocarles el cuero. El actual conflicto de las retenciones se desató porque el gobierno lastimó la piel de las ovejas. Esta vez las gallinas -los productores rurales- cacarearon y se lanzaron a los caminos en defensa de sus derechos y en protección de su propiedad.
¿Cómo se resolvieron en la historia universal estos pleitos? En 1215, los terratenientes ingleses derrotaron al rey Juan Sin Tierra, y éste debió otorgar la Carta Magna, con la promesa de que no habría nuevos impuestos sin la participación de los contribuyentes. Uno de sus sucesores, Carlos I, estableció, en 1649, retenciones a las exportaciones de lana sin el consentimiento del Parlamento y desató una guerra civil: fue vencido por las tropas de Oliver Cromwell, juzgado por un tribunal y condenado a muerte como monarca en ejercicio. En América del Norte, los impuestos británicos al té desencadenaron la guerra de la independencia. En 1780, Tupac Amaru, un cacique que comerciaba con mulas y ocupaba un importante lugar en la sociedad colonial española, se rebeló contra un incremento en los tributos indígenas, la alcabala (el impuesto a las ventas) y los aranceles de aduana. Un pasquín de Buenos Aires resumía el reclamo: "La inagotable codicia/de aumentar el real erario/ha ocasionado este estrago/sin respetar el sagrario".
El resultado fue trágico: se ejecutó a miles de sublevados y el jefe fue descuartizado. Pero treinta años después, motivados por impulsos similares y el libre comercio, los criollos iniciaban las luchas por la emancipación. Juan Bautista Alberdi señaló que la inicial promesa de la Primera Junta fue disminuir los impuestos aduaneros.
El actual pretexto de las "ganancias extraordinarias" no tuvo andamiento en el pasado, y menos en el presente. Desde Adam Smith se sabe que en el capitalismo el empresario debe estudiar el mercado, y si produce lo que hace falta, con calidad y a bajo precio, será recompensado con la ganancia. Asombroso es ganar la lotería, pero no obtener un lucro que se ha buscado con eficiencia y productividad.
También es ingenuo el argumento de que los impuestos tienden a defender la mesa de los pobres, cuando los latinoamericanos sabemos que los dineros públicos se usan para costear los opulentos banquetes de los gobernantes populistas y los derroches de los caudillos que se enriquecen en la función estatal.
Si la ley insiste en poner su aparato de recaudadores, policías y cárceles al servicio de los saqueadores estatales y trata a las víctimas, cuando se defienden, como delincuentes, el conflicto se prolongará y ahondará. Alberdi decía que el ladrón privado es casi inofensivo, al lado del Estado atacante, y que cuando se desconoce la propiedad se oprime a los ciudadanos.
Los productores rurales argentinos representan hoy los principios inmutables y las experiencias libertarias de la civilización occidental. Ellos encarnan a los hombres de trabajo de todos los tiempos que lucharon contra la agobiante carga fiscal promovida por quienes, para engrosar el tesoro público, despojaron a sus pueblos y empobrecieron a sus países. Y representan el derecho de ejercer toda industria lícita y los principios de igualdad, defensa de la propiedad privada e independencia productiva que Alberdi introdujo en nuestras instituciones y que labraron la riqueza de nuestra república.