La Nación, Buenos Aires
Los dirigentes sindicales están pidiendo astronómicos aumentos de salarios. Sería éste el tercer año consecutivo de subas de sueldos de más del 20 por ciento anual. Los empresarios callan. El Gobierno comienza a sumergirse en el espanto. La economía podría trastabillar. Los pilotos, a su vez, se han convertido en dueños fácticos de los aviones; ellos deciden cuándo y cómo vuelan. Los argentinos son rehenes de esa pelea sin alma en los aeropuertos. El turismo extranjero se cansará rápidamente de un país imprevisible hasta en su transporte. El Gobierno masculla odio contra los pilotos, pero prefiere por ahora demorar una decisión de estruendo.
Tales enjambres tienen responsables directos o indirectos en la administración. Son el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, y el secretario de Transporte, Ricardo Jaime. Revestidos por la fama de hombres poderosos, los dos no han hecho más que profundizar los conflictos que ya existían. El primer conflicto que plantea Moreno son sus mediciones en el Indec. Ni sindicalistas ni empresarios toman en serio sus datos sobre la inflación.
Si la Argentina fuera un país confiable, se trataría de uno de los casos más llamativos de la historia en materia de redistribución de la riqueza. En el año que pasó, la inflación anual, según el Gobierno, fue del 8,5 por ciento, pero el promedio de los aumentos salariales fue del 22 por ciento, con picos de hasta el 30 por ciento. Eso no es serio , ha dicho un importante gremialista. Tiene razón; no podemos confiar en la cifra de inflación , se resignó un dirigente empresarial.
¿Qué hacer entonces ante las paritarias de este año? Nada que haya sido escrito antes. Será una aventura sin brújula. La economía ha perdido su brújula esencial desde que Moreno manoteó el Indec y, para peor, se metió y perdió en algunos conflictos salariales, como el del gremio de la sanidad.
El problema tiene un aspecto numérico y otro aspecto político. Ningún dirigente gremial pidió hasta ahora aumentos de menos del 30 por ciento. Pero no todos los casos son lo mismo. Hay actividades que están muy bien y otras que están mal. El nudo sin solución consiste en que aquella cifra podría volverse emblemática aun en los casos en que pudiera pagarse o que fuera justa.
El Gobierno también garabatea números y deja que Moreno se encargue de llenar las páginas de los diarios con sus noticias del paraíso. Ningún funcionario en su sano juicio estima una inflación para 2008 inferior al 12 por ciento anual. Los aumentos deberían rondar esa cifra, con cuatro o cinco puntos por compensación; es decir, entre un 16 y un 18 por ciento. Esa es la posición oficial. Ni el Gobierno le cree a Moreno. Los dirigentes sindicales andan varios kilómetros por delante.
El sesgo político del asunto es que todo el mundo en el Gobierno conversa con los dirigentes gremiales. Néstor Kirchner habla con Hugo Moyano y a Julio De Vido le encanta merendar con Moyano. Moyano se proclama coautor de la reorganización del justicialismo, aunque lo único que le importa en la vida es tener contentos a los camioneros.
Pero los diálogos políticos son metáforas políticas, que no pasan de vagas promesas de evanescentes ayudas políticas. La brasa cae entonces en algún lugar que no son las oficinas de Kirchner ni las de De Vido; son las del ministro de Trabajo, Carlos Tomada. La brasa quema entonces. Moyano golpea con el puño la mesa de Tomada y Tomada le contesta con los mismos bríos. Moyano hurga en la redacción de los convenios. En 2007 dijo que había firmado un aumento del 16,5 por ciento para los camioneros y que le había hecho un favor político a Kirchner. Debidamente decodificado el convenio, ese aumento fue del 25 por ciento. No hizo ningún favor.
Pero el problema no es sólo Moyano. Los empresarios callan ante la acometida gremial. ¿Qué dirigente empresarial salió a impugnar a los sindicalistas y a proponer una visión propia de los salarios? Sólo el presidente de la Unión Industrial, Juan Carlos Lascurain, dijo como al pasar, casi inadvertidamente, que los aumentos no deberían superar el 15 por ciento. Silencio en el resto. Esperan la protección del Gobierno o no saben qué quiere el Gobierno. Silencio, entonces. Raro: la economía y sus empresas están en peligro.
En algunas oficinas del Gobierno se analizaba el viernes la intervención del sindicato de pilotos de aviones, que están llevando a Aerolíneas Argentinas, que controla casi el 90 por ciento de los vuelos de cabotaje, al borde del precipicio. Los argentinos acampan en los aeropuertos o los han abandonado definitivamente. Los argentinos pueden enfrentar hasta el milagro de respirar bajo el agua. La situación se agrava cuando lo que está en juego es el turismo extranjero. Millones de dólares en inversiones ya realizadas hacen piruetas en la cornisa.
Hay una naturaleza ideológica en el fondo del conflicto. Nadie les niega a los pilotos el derecho de hacer una huelga prevista. Pero no hacen eso: dejan llegar a los pasajeros a los aeropuertos y, después de largas esperas, agitan pretextos indescifrables y los vuelos deben cancelarse. Miles de pasajeros han sido maltratados así en Ezeiza en el último mes. Los pilotos renunciaron la semana pasada a ser instructores de sus compañeros más jóvenes. La decisión dejó varado en El Cairo un avión nuevo que debía llegar a Buenos Aires para incorporarse a la flota. Paralelamente, aquí los pilotos denunciaban falta de inversión de la empresa. ¿Es eso? ¿O están buscando la reestatización de la compañía cuando ésta comience su agonía? El Gobierno asegura que jamás retomará la empresa.
Una hora le llevó a Tomada convencer al jefe del sindicato de pilotos de que aceptara ingresar en una sala para darle la mano al principal directivo de Aerolíneas Argentinas. No le pedía que acordara nada de antemano. El piloto no quería extender su mano ni mucho menos conversar. Intransigentes, intolerantes y mesiánicos . Esas fueron las calificaciones que salieron de empinados funcionarios oficiales para describir a los pilotos; también criticaron la zigzagueante gestión del conflicto por parte de la empresa. El viernes, el Gobierno sopesaba la posibilidad de intervenir el gremio, pero tomaba recaudos ante la posible solidaridad en una actividad que tiene seis sindicatos.
El problema de Aerolíneas Argentinas es el mismo, en última instancia, que el de LAN. Ricardo Jaime anda prometiendo subsidios por todos lados, pero las empresas piden un mejor régimen tarifario. Con tarifas prácticamente congeladas desde 2002 (sólo hubo pequeños retoques), con insumos en dólares y con sindicalistas que se adueñaron de los cielos, ¿qué empresa aérea invertirá en la Argentina?
No hay que dar tantas vueltas: Jaime ha fracasado porque nunca tuvo un plan para la actividad aerocomercial; sólo mece sus pródigos subsidios. Pero ¿podría subsidiar los viajes en avión el mismo Estado que no puede arreglar el salario de los docentes? La gestión de Jaime se desmoronó tanto o más que la de Moreno. Pero los dos tienen, parece, seguro de vida política eterna.
Los límites en poder del Estado son una frontera demasiado permeable. Pilotos alucinados, gremialistas ambiciosos, piqueteros con carnet oficialista, asambleístas fanáticos, dirigentes barriales que levantan rascacielos mal hechos en villas de emergencia céntricas. El Estado es también una metáfora.